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Mientras tantoPor la vía rápida 3: presentación en Málaga, AVE Málaga-Madrid, Alvia Madrid-León...

Por la vía rápida 3: presentación en Málaga, AVE Málaga-Madrid, Alvia Madrid-León y tren-hotel destino Barcelona-Sants

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

En Málaga, lo de siempre: familiares, vecinas de mis padres y amigos de mi infancia, en lo que, como ya dije hace un año, también habría valido para un funeral. El caso era que presentaba dos libros a la vez, y que Luces, la librería, volvía a acogerme en su seno, demostrándose, al menos en este caso, que la mejora con respecto al año pasado era evidente: había más sillas ocupadas y gente de pie; que por un momento soñé en contratar para el próximo año publicidad estática. Luego está lo de firmar y hacerte fotos, el culmen de mi desgracia; que ganas tengo de que todo esto pase, los libros se vendan solos, y yo me dedique, desde la distancia, a plantearme si la sociedad se merece el hablar conmigo. Y todo esto siempre, absolutamente siempre, en un bar con vinos decentes y camareros desagradables, que es todo lo que necesita la hostelería española para que tire el negocio y para que yo acepté charlar con lectores.

 

Tras un fin de semana familiar a más no poder, llegó el día en que debía levantarme temprano para tomar un AVE a Atocha, donde me esperaba Adrián Matellanes, amigo y socio, con el que tomé el cercanías camino de Chamartín, donde antes de tomar el Alvia camino de León salimos de la estación para meternos, entre pecho y espalda, un par de pinchos de tortilla, con la vista frontal de las Torres Kio. Ya de camino a León, y por lo del reencuentro –no nos veíamos en España desde hacía más de una década, aunque curiosamente sí coincidiéramos numerosísimas veces en China, Camboya, Corea del Sur y los Estados Unidos–, tomamos unas cuantas latas de Cruzcampo quedándonos a esto de pedirle el número de teléfono a la camarera, que afortunadamente nos recordó en no sé cuál ronda que quedaban escasos minutos para llegar a León, donde no nos esperaba nadie.

 

Tras dejar las maletas en unas taquillas de la cercana estación de autobuses, caminamos por calles señoriales pobladas de gente seria, camino de la Catedral, que al cobrarnos cinco euros por entrar la dejamos de lado, que fue cuando nos centramos en su famoso Barrio Húmedo del cual me sorprendió su falta de humedad y su impenitente muestra de productos a devorar clamorosamente grasientos. Para empezar, pedimos dos Pietro Picudo y la señora, preguntando si “embutido o sardinilla”, nos dejó caer, tras solicitar lo primero, un par de rodajas de pan con tropecientos trozos de variados embutidos. Si aquello no era un almuerzo le faltaba poco. Luego, para disimular, pedimos la versión crianza del mismo Prieto Picudo con el único fin de probar la sardinilla, que en realidad eran cuatro y venían posadas sobre el mismo tipo de pan, de tamaño violento. Como por cuatro copas de vino y dos amasijos de aperitivos nos costaron diez euros me llegué a plantear que en España pasar hambre conlleva un doble sufrimiento: el de no tener nada que echarte a la boca, y el de ver cómo abastecen a los clientes de un bar cualquiera donde, además, el baño era compartido y el camarero borde, como tendría que ocurrir siempre. A la salida, preguntamos asaltándola a una señora que volvía a su casa con la compra por un buen pincho de morcilla –de perdidos al río– la cual nos llevó a un esquinazo en callejuela con recovecos donde mientras la morcilla sabía a gloria nuestras arterias coronarias crujían de placer. Y de ahí a un restaurante donde decidimos terminar de dejarnos la piel pidiendo una de rabo de toro y otra de callos. Además, sin garbanzos. Para hidratarnos, una botellaza de tinto leonés. Creo que a la hora de los postres el cardiólogo se dejó caer por la barra.

 

Tras este ágape escasamente mediterráneo, nos sumimos en una desazón que ni el café más cargado o el agua más mineral con menos sodio pudieron contraer. Y a la hora exacta de la presentación, apestando a matanza, nos presentamos en la librería Alejandría, donde Antonio Manilla, el poeta leonés que hizo de presentador, me dijo, tocándome el hombro de manera poco castellana, que acababa de ganar el Ciudad de Salamanca de poesía, dotado, además, de ocho mil euros. Su euforia, escasamente contenida, me hizo reconocer, ante la única audiencia que llegó a la hora del evento –del resto de ciudades de esta gira mejor que no me centre en la impuntualidad de la mayoría de sus vecinos a la hora de atender los horarios de los eventos–, que ya que los royalties será difícil que lleguen a mi cuenta bancaria –hay que vender más; y en esas estamos– que al menos me haga con un certamen literario bien dotado, como lo está Rocco Siffredi. La presentación, por cierto, fabulosa, con un Manilla recitando mis poemas mientras, la audiencia congregada, sin mover siquiera el bigote, hacía preguntas con sentido. Firmé algunos libros y felicité al librero por semejante librería, hospital para dementes sin móvil.  

 

Antes de tomar el tren-hotel que saliendo de Galicia y parando en León nos llevaría hasta Barcelona –pillamos butaca reclinable por lo de ahorrar, nada de compartimento con mesita y camastros– Manilla, el librero, Avelino y otras figuras del panorama literario leonés, nos llevaron a tomar picadillo –en aquel momento, y sólo en aquel momento, eché de menos unos cogollos con aceite de oliva extra virgen además de un chupito de gazpacho– y cantidades insultantes de vinos leoneses y bercianos. Como la euforia ya no era contenida, Adrián y yo nos despedimos sin pagar una sola ronda –es los que pasa en los pueblos, y ya no digo nada en los pueblos que un día fueron reinos– camino de una estación de trenes que, de madrugada, estaba inerte; abandonada a su suerte. Por supuesto, pillamos en un bar socorrido una botella de Pietro Picudo asumiendo que mi primera visita a León hizo subir las ventas de tan preciada y nativa uva en, al menos, un 67%.

 

Ya en el tren-hotel, donde la mitad del pasaje venía de Galicia roncando –sobrepasábamos la medianoche–, descorchamos, dándonos cuenta que el calor del vagón así como el sueño que se genera al tomar asiento y acompañar el traqueteo del tren, nos obligaba a volver a poner el corcho en la botella, beber agua a mansalva y caer rendidos en un vagón, que a eso de las cinco de la mañana que fue cuando me levanté a orinar lo bebido, parecía una versión pija de los trenes de Auschwitz, con la totalidad del pasaje durmiendo de las maneras más rocambolescas: un tercio con sus cabezas colgando por los pasillos, el otro despeinado y roncando a lo bestia, y los que faltan, vestidos con extraños pijamas a juego con estúpidos antifaces para taparse los ojos.

 

La temperatura del vagón, sin necesidad de termómetro, rondaba los treinta grados, demostrándose que en España se funde mucha más energía que futuro, que en sí es lo mismo.

 

 

Joaquín Campos, 18/10/15, Phnom Penh.

 

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