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Mientras tantoPerder el tiempo encontrado

Perder el tiempo encontrado


 

Cerca siempre de críticas zonas de sombra, la naturaleza del tiempo se revela en los momentos de contemplación, de aburrimiento o de revelación cansada. Cuando no ocurre nada o, por el contrario, algo leve resuena en nosotros. O cuando lo que ocurre, poco más que nada, revela la belleza y el enigma de algo que se nos escapa en su modo de estar presente. Es esencial a la revelación temporal un retraso del pensamiento, un retraso que nadie mide, pues las apariencias y los acontecimientos necesitan tiempo. Lo sensible es difícil, necesita una distancia para depositarse, para que cuaje su índole peculiar, un tiempo que apenas se cuenta porque es parte de la vivencia. Pero el dictado de la rapidez en la industria cultural debe librarnos de ese riesgo elemental, de escuchar lo que dice el tiempo.

 

Tal vez nuestro edificante nihilismo no consiste más que hacer del tiempo una convención mensurable y abstracta. Vacía y uniforme, dice Benjamin: la aguja del reloj, más aún en el reloj digital, avanza a saltos, indicando un distancia artificial que no puede saber nada de la flexibilidad temporal. En otras palabras, la cronología necesita olvidar la metamorfosis de lo invisible en lo visible, la hermandad de inmutabilidad y movimiento que es propio del tiempo. Un tiempo que es uno y múltiple a la vez, una revelación de la identidad de reposo y fluidez. El tiempo se detiene, las sienes laten, el silencio toma cuerpo y se adueña de un espacio. Escucha, el reloj ha estado en vela: es medianoche.

 

En El reloj de arena Jünger recuerda que el reloj es un invento para marcar el carácter de cada hora, que en principio duraba de modo distinto según las estaciones o los meses. Se comenta que en el Japón antiguo el cabeza de familia cambia esa escala al comienzo de cada mes. Con los diversos relojes –arena, agua, ruedas– se determinan las horas de los rezos, el tiempo de cada participante en unos juegos o las medicinas del enfermo. Tal vez el reloj de ruedas, inventado por un monje desconocido, fue tan revolucionario como el invento de la pólvora, la máquina de vapor o la imprenta. Ocurrió lo mismo que con alguna melodía que un hombre solitario compuso milagrosamente en su buhardilla: al día siguiente el mundo entero baila, silba y canta a su ritmo. Gradualmente, este invento acaba con la desigual duración de las horas, según la cualidad de lo que se da en ellas. Significativamente, el tiempo abstracto y uniforme del reloj de ruedas se libera de la gravedad, la suspende o juega con ella, a diferencia del reloj de agua o arena. Y en esto podemos ya tener un signo de la nivelación industrial que se avecina, que afectará primeramente al tiempo.

 

Crece por horas, se dice de un niño o una flor, como si tiempo y cambio fueran lo mismo. O también cuando en otros tiempos se preguntaba “¿Cómo va la sombra de la torre?”, para saber en qué lugar de la jornada estábamos. Estas y otras expresiones parecidas indican una concepción orgánica del tiempo. Entonces la noche era noche en un sentido más profundo, recuerda Jünger. De ahí que se pudiera decir con naturalidad: Hinter dem Bergewohnen auch Leute: También al otro lado de la montaña habita gente .

 

El canon de la modernidad occidental es dividir el día en pedazos, luchar contra la unidad discontinua del tiempo, la dialéctica de quietud y movimiento –de muerte y vida– que es la pulpa de cada momento. Aunque el tictac del reloj de ruedas imite el latido discontinuo de la vida, la ambivalencia esencial al instante, es significativo que las agujas del reloj que guía nuestra civilización avancen a golpes, de manera aditiva, señalando esa fragmentación indispensable para que la vida moderna sea posible. Es como si el reloj mecánico tuviese que romper lafluidez temporal, esa flexibilidad que es todo y nada a la vez y le permite al tiempo concentrarse en un punto, apretarse en un solo instante. Con la extensión de la cronometría se separa el momento presente, donde ocurren los acontecimientos, del curso largo y calculable del tiempo. Se establece un canon de medición dentro de la cual el instante es un fragmento parcial e insignificante de un tiempo general uniforme.

 

Todo el espectáculo histórico de nuestro orden mundial puede entenderse entonces como un mecanismo gigantesco para conjurar el instante del acontecimiento, esa acumulación momentánea del tiempo. Tal y como se ha comentado a veces, también en los proféticos textos de Tiqqun, este mundo no iría tan deprisa si no temiese a cada momento su derrumbamiento. Esto es, el vértigo de un tiempo momentáneo donde todo se junta y lo mundial y la inmediatez, lo común y lo individual, es una sola vivencia.

 

Poco a poco logramos un tiempo abstraído, separado del pulso real de los acontecimientos, una destilación abstracta que nos permite intercambiar una hora por otra. En vez de que el tiempo se mida por las horas de lo que ocurre –todo hombre ha tenido su hora, dice Rilke en cierto momento–, los sucesos deben entrar en un recipiente vacío y uniforme. Estamos ya en el terreno de la economía temporal, es decir, en un nihilismo que penetra en los huesos. Acaso la primera producción del capitalismo es esta uniformidad indiscutible del tiempo lineal, una cronología medida que pronto deja atrás, como un residuo poético, el tiempo en estado puro, esa flexibilidad que le permite dilatarse o concentrarse. Unamuno recuerda que el reloj es una máquina que “hace tiempo”, como dicen los anglosajones, y que hay en ello un modo de producción superior al consistente en elaborar materias primas y en transportarlas.

 

Pero la más general materia –primera y última– que produce la industria del capitalismo es el tiempo lineal, aunque personalizado de modo múltiple. Nuestra primera línea es la producción uniforme de tiempo, de una masiva expansión que debe confundirse con las vidas a través del pequeño relato de los medios, desde siempre aliados civiles de nuestra mentalidad militar. Por eso hoy todo, también lo militar, tiene al formato 24/7, como recuerda el libro de J. Crary. En todo caso, el capitalismo mundial –que no existiría sin Marx– se lleva mal con el reposo de los cuerpos, con los espacios singulares donde se puede concentrar el tiempo.

 

Nos da un índice de esto el hecho de que el fetichismo de la mercancía, en un principio circunscrito a dominios parciales de la vida social, después se extienda a la transparencia entera del horizonte cotidiano. De alguna manera, recuerda Jünger, las ruedas reguladoras del reloj que invade el mundo moderno son una palanca continua que potencia un tiempo en detrimento de otro. Si hay un perpetuum mobile es esta ilusión metafísica de un tiempo por fin uniforme y disperso, contado y contable, tiempo que convierte lo más intangible y crucial de la vida humana en la primera mercancía. Poco a poco la velocidad sostiene un cuerpo social y una mercancía expandida que no puede detenerse, cuyo nihilismo no entiende pararse en el espacio del tiempo, en el tiempo espaciado y adaptado a los cuerpos. En este punto, se puede preguntar: ¿es el 0/1 de la tecnología digital una prolongación sutil de la rueda mecánica, flexibilizándola, personalizando la velocidad que nos salva del tiempo presente y acumulable en un punto?

 

Curiosamente, tanto Arendt como Jünger comentan que la lucha por el calendario y por las festividades es un campo de batalla entre el poder secular y el eclesiástico. No es difícil imaginar que el tiempo lineal está ligado a una glorificación industrial del trabajo, de la producción en cadena y el rendimiento industrial. No nos referimos al trabajo vital y cíclico ligado al pulso mismo de los días –ese tiempo en el que cada hora tiene su afán–, sino a la producción industrial en cadena, al trabajo como redención general, puente colectivo que supera el aislamiento individualista en la que se encierra la vida moderna. En este último imperio, el tiempo circular que no avanza permanece asociado al ocio, a la fiesta, a la contemplación y todo aquello que Weber llamaba, como patrimonio de un mundo tradicional amenazado, cultura de los sentidos.

 

En todo caso, persiste todavía entre nosotros la vieja idea de que la felicidad y el reloj se excluyen. Mientras gozamos de un encuentro, mala cosa –casi da vergüenza– que alguien mire el reloj. La cita amorosa o amistosa, la simple conversación implica salirse del mundo de las metas, de su tiempo productivo, y entrar en una celebración común del encuentro. Se experimenta entonces nuestro poder estático, nuestra figura, nuestro ser-así en ella. En instantes como estos, la invención ad hoc del saber se acerca al arte y a la fe.

 

El tiempo no hace falta medirlo; al menos, no siempre. En momentos cruciales, cuando dejamos espacio a la vida, el tiempo se mide según el ritmo de las cosas que hacemos. Otra cosa es que, como consecuencia de ese acontecimiento espaciotemporal, perdamos después el tren de la cronología y lleguemos tarde a una cita. De hecho, en los seres humanos que conservan un instinto primario para la ronda de la luz y la sombra, existe un reloj incorporado a su organismo: el tiempo de comer o de descansar; el tiempo de jugar, de contemplar, de acostarse, de levantarse o trabajar. Lejos de este universo intuitivo, que hoy en día casi dejamos para los atrasados o los idiotas, la puntualidad es desde hace tiempo el signo de una sociedad que ha conseguido puntear y fragmentar el tiempo, disolviendo la continuidad de una vida en común que no hace –mejor, no hacía– cuentas.

 

Necesitamos citas para encontrarnos, para trabajar, para pactar y amar. Pero probablemente porque no podemos darle espacio al tiempo, porque no estamos dispuestos a admitir que el tiempo, y no el hombre, es el que hace las cosas. Vivimos así en una cronología que nos protege del tiempo, en un tiempo –el de los planes– superpuesto al otro. Probablemente –recuerda otra vez Jünger– antes la gente no era menos puntual, pues su presencia y su actividad determinaba la hora. No al contrario, como ocurre actualmente.

 

En relación a este reloj incorporado al cuerpo de la vida, lo menos que se puede decir es que existe una intuición natural, un pre-saber que distingue al niño, a la mujer, al anciano y al poeta. Como antes pertenecía al brujo, al cazador y el pescador, esta intuición se refiere al orden temporal: el periplo del sol, la sombra de los árboles, los colores del cielo, el tono muscular del cuerpo, su hambre, su grado del cansancio. Las huellas del pasado, del paso del hombre o de los animales –un libro abandonado, una pisada en el barro congelado, las circunvoluciones en un tronco cortado– guardan siempre también signos temporales. Ni los científicos, ni la policía ni los poetas podrían trabajar sin ellos.

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