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Mientras tantoPor la vía rápida 8: transbordo en Alcázar destino Chamartín

Por la vía rápida 8: transbordo en Alcázar destino Chamartín

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Sin dormir, me fui a la estación de trenes de Alicante, deteniéndome antes en una terraza donde leí el periódico y engullí un zumo de naranja recién exprimido. Cuando me di cuenta de que con tanto tren ya tendría tiempo de hojear el diario nacional, me inmiscuí en el nauseabundo asunto de los diarios locales, donde parece que en Alicante cumplen con todas las normas fatídicas: necedad a raudales, vacíos de contenidos de interés, repetitivos en sus historietas, y volcados en contar idioteces basadas en localismos extremos, casi siempre políticos, y fútbol, además del base: de la tercera, la provincial y la regional. Desconozco cómo se va a arreglar el problema del mundo si todo pueblo necesita no ya disponer de un periódico, aunque nada en realidad sea noticiable, sino que además necesitan ser nación, lanzar satélites al espacio, jugar la Champions, organizar un macrofestival musical veraniego –luego llega la macrorredada–, enviar a Hollywood a una ex Reina de las fiestas mayores…

 

Creo que fueron tres horas de trayecto hasta Alcázar de San Juan, siempre recordando que no había dormido y que la ciudad manchega no era la última parada de un tren que iba prácticamente vacío. Con los nervios sólo dormité, aguantando la eterna cabezada cuando veía pasar campos secos como los contenidos de los periódicos locales de un país demasiado local. En esas observé, a lo lejos, los molinos de Campo de Criptana acordándome, no sé bien ni el porqué, de Sara Montiel, que fue en el mismo momento en que me levanté para certificar dos asuntos: que los periódicos nacionales, al menos en España, están cada día peor: flacos y no sólo en número de páginas sino en contenidos de interés y, que de nuevo, la asquerosa progresía española había hurtado la única ilusión que me quedaba: tomarme una cerveza bien fría mientras soñaba con Sara Montiel en lontananza moviendo el esqueleto y fumándose un puro. De nuevo el expendedor automático de bebidas en donde no hay alcohol “por si algún niño pudiera sacar una lata de cerveza”, como me dijo días atrás el revisor andaluz y en ese mismo mediodía el manchego, en una de las escasas formas de unir al pueblo español: la progresía.

 

Antes de apearme –cuando he de reconocer que lo de los trenes en España es la hostia: todos salen y llegan a su hora, limpieza absoluta, orden y concierto–, entablé conversación con un señor extraño, probablemente jubilado, que salía del baño con las manos empapadas, las cuales me ofreció casi sin mediar palabra.

 

–Sabe, soy de Murcia, pero desde muy chiquitico mis padres se vinieron a Alcázar de San Juan. Vengo de Alicante tras ver a mi hijo que se casó hace tres años con una de allí. La segunda vez que se casa, ¿sabe? Pero eso es asunto de jóvenes, como usted. De las nuevas generaciones esas que están todo el día entretenidas con el móvil. Pero como iba diciendo, al disponer de descuento por viejos, viajar me sale muy barato. Y fíjese qué bien que se va el tren. Usted no es de aquí, ¿verdad?

 

–No, qué va. Yo soy de…

 

 

No sé ni de dónde le dije que era. Que lo mejor vino cuando le aseguré que venía de presentar libros, no libro, en Alicante, y que me dirigía a Madrid, en una gira que ni U2. Que del apretón de manos el asunto pasó al abrazo. Al instante pasó el revisor, aburrido por la escasez de pasajeros, que fue cuando le recordé que unas cervezas nos habrían venido de maravilla a Fernando y a mí, que así dijo llamarse el señor tan efusivo. Aprovechando que el interventor estaba junto a nosotros, tras revisar el baño en ceremonia que se intuía floja de solemnidad, le solté lo siguiente:

 

–Me reconocerá, señor interventor, que si lo piensa seriamente es incomprensible que las máquinas expendedoras de bebidas no sirvan latas de cerveza por si un niño las saca y que los cajeros estén abiertos las veinticuatro horas del día.

 

 

Como buen español, de contrato fijo y monotonía vital extrema, sonrió como ignorándome, sin poner la más mínima atención en lo que le decía, creyéndome un alcohólico que venía de viaje con un mendigo. Que así está España.

 

Nada más apearme en Alcázar de San Juan, cargando con la maleta y la bolsa del ordenador, tuve una visión: y por qué no agasajarme con uno de esos masajes chinos que hacen de España un país casi globalizado. Por supuesto el hecho de no haber pegado ojo, además del asunto de Fernando y el interventor pasota, ayudaron. Pero fue tomarme la primera caña tras un paseo extraño por Alcázar –un tipo de 1,91, ojeroso, con dos maletas y sin destino aparente– y despertar. En el tren camino de Chamartín otro golpetazo de soledad que me hizo replantearme si en España la gente no viaja, o es que no tiene dinero para viajar, o es que era el Día del No Pasajero o que, directamente, la cosa tenía que ser así. Como nota curiosa comentar que desde Atocha hasta Chamartín, pasando de carrerilla por estaciones como Nuevos Ministerios, donde el tren pasó de largo, vi a tantos y tantos trabajadores cariacontecidos y trajeados en ambos andenes que me dieron ganas de bajarme y ofrecerles un mitin sobre cómo vivir mejor. Creo recordar que iba solo. O al menos en mi vagón y en el siguiente. Por razones que sólo tienen que ver con mi pasado, cada vez que entro en Madrid, en el medio de locomoción que sea, resuena en mi cabeza el Sympathy for the devil de Jane’s Addiction. Y además, en directo.

 

Desde Chamartín a la Librería Lé, sita en el Paseo de La Castellana, a patas. Aprovechando el mono que tenía de Madrid, que pasear en España –sobre todo  cuando resides en Asia– es todavía posible. Y no lloré de la emoción porque tenía hambre y estaba cansado. Pero las ganas no me faltaron. Tras dejar atrás unas Torres Kio que comparándolas con los rascacielos asiáticos o neoyorquinos, son, como diría Muchachada Nuí, “de chichinabo”, me adentré en la ribera izquierda de un Paseo de la Castellana absolutamente cercano, con sus edificios recios, donde se imaginan interiores voluminosos repletos de muebles como reliquias, y con sus porteros, tan necios, mirándote de arriba abajo porque llevas una maleta y media, andas con aires desgarbados, y tienes cara de no haber pegado ojo. Y la barba. Y el pelo largo. No, si al final van a llevar razón todos esos porteros que, a sabiendas de que yo no era ni concejal ni lateral derecho suplente del Madrid, me menospreciaron con la mirada sólo por pasarles de cerca.

 

A eso de las cinco de la tarde, a dos horas y media de mi última misión en España, crucé la puerta de la Librería Lé –por cierto, me sorprendió no ya su selección de libros, sino su tamaño: otro lugar perfecto donde quedarse encerrado, siempre que tengan vino tinto a la temperatura adecuada– para tras dejar mi maleta en su almacén, volcarme en la búsqueda de un espacio gastronómico donde poder comer y beber, el cual por supuesto encontré a las primeras de cambio, en una bocacalle junto al Bernabéu, donde los Ribera del Duero cayeron de manera concreta y unos magníficos chipirones encebollados hoy serán, como poco, estiércol del bueno además de un recuerdo fantástico. Los camareros, agradablemente bordes.

 

El primero que llegó a mi vera fue Diego Herrero, un amigo íntimo, profesional de la imagen al que sólo había visto en Asia (numerosas ciudades chinas además de Camboya), con el que reanudé una ronda de vinos. La terraza del lugar, apasionantemente estirada, con señoras entradas en años subidas a zancos, otras vestidas cual tigresas, y señores al borde de ahogarse por sus corbatas asesinas, que además fumaban puros y bebían gintonics como piscinas olímpicas, me recordaron que España sigue siendo eso: España. A su vez, dos extrañísimos europeos del este –lo siento, pero eran de allí– tomaban nota de todo lo que ocurría alrededor. Juro que hubiera apostado tres mil euros a que no eran ni albañiles, ni camareros, ni consultores; tampoco futbolistas a prueba en el Club Deportivo Leganés. Fumaban, estaban algo nerviosos, de complexión muy fuerte; algo aborregados. Y con muy malas caras.

 

A la entrada de la Librería Lé me crucé con otro montón de amigos y conocidos además de con lo más parecido a un fan que antes de que presentara ambas obras ya se había pillado Doble Ictus requiriendo, como los interventores del banco, mi firma. En ese mismo instante apareció Ayanta Barilli, la persona que me presentó los dos libros. Que por el hecho de ser mujer –ya ocurrió con Roser Amills en Barcelona– me quitó un peso de encima para ese falso calvario que digo que padezco cuando la plebe me tacha de misógino.

 

La asistencia a la librería fue suficiente, cercana al notable. Seríamos unas cuarenta personas, o tal vez alguno más, entre los que se encontraba Fernando Sánchez Dragó, el cual nunca sabré si vino como padre o como amigo del autor. Podría ser por ambos asuntos; por animarme. Fernando, por supuesto, mantuvo la posesión de la palabra por un buen espacio de tiempo, dominando a sus anchas al resto de público, organizando debate y dejándome en una evidente medalla de bronce en importancia. Por lo que ya sé que si presentando mis libros quedo en un emotivo segundo plano yendo de asistente pasaría completamente desapercibido. Tres señoras se alteraron con Dragó. Un Dragó que descosía leyes morales como abría heridas. Asuntos a agradecer.

 

Cuando Ayanta y yo decidimos dejar de recibir preguntas en lo que era mi última presentación en España –lo del día siguiente en Málaga iba a ser una charla con una meta: denunciar a la tosca, capciosa y cainita prensa malagueña–, pasé a firmar libros de manera robótica. Aunque claro, que aún reconociendo a Jorge Gelabert entre el público, ex cuñado de los de antes del cambio de siglo, no pude llegar a imaginarme –ni las vi, entre la gente– a Elsa y Mari Carmen: mi primera novia y mi primera suegra. No sé quién estaba en ese mismo momento a mi izquierda, pero le dije algo así como: “Mi primera novia –señalando a Elsa–, que si llego a escribir en esa época también le habría caído un libro”. En ese mismo instante me acordé del malicioso comentario de una señora del público dirigido a mí: “Pues a partir de ahora habrá que ver qué mujer acepta estar contigo si luego vas a escribirlo todo”. Y a mí, que todo esto me parece un homenaje único y no un ataque terrorista.

 

A la salida, todos al bar –y al mismo de antes–, por lo que España quedaba de nuevo representada. Pero antes, media hora antes, y en medio de la presentación, apareció como una especie de ángel derrotado, de insomne feliz, de extra en el videoclip de Michael Jackson de su mega éxito Thriller, otro amigo de los de verdad, que para mayor sorna debía presentar a los tres días, ya no los dos últimos, sino mis tres libros –la totalidad de mi obra– en Berlín. Aunque siempre lo sospechara nunca pude imaginarme que, a eso de las seis de la mañana, me iba a despedir de Krapoola, mi querido David Gómez El Toralinero, en un after donde, tirado en el suelo, me dijo que necesitaba dormir un poco. Por supuesto fue baja en Berlín. Aunque eso ya es otra historia. Y eso me pasa por asociarme a crápulas que lo son tan de verdad que se hacen hasta llamar así: Krapoola.

 

Tras acabar con buena parte de las existencias de vino y algún que otro barril de cerveza, tomé una de esas decisiones que se consideran históricas: me fui con mi socio y su hermano, Diego Herrero, Gómez (Krapoola) y Víctor, otro que tal baila, al barrio de Lavapiés, donde algo confusos por las ingestas varias decidimos meternos en un precioso bar de techos altos, junto al Teatro Pavón, donde la gente gritaba y nosotros más. Hasta que acabaron llamándonos la atención. Tras pagar la cuenta, dejando atrás todos esos urinarios ignorados mientras la gente hacía cola para meterse en el habitáculo que congrega al váter y al rollo de papel higiénico vacío, cruzamos la Plaza de Cascorro descendiendo por calles que me resultaban muy familiares en el extraño fulgor de las estrellas del cielo de Madrid. En aquel momento eché de menos a otro dueño de esos momentos, don Enrique Escorza, que gracias al devenir de España se gana la vida en Malabo.

 

Llegados al after, un local vergonzante –mucho peor que el Zentropa que David Mesa y yo montamos en Madrid, en una época tan dura que por poco no nos confunden con terroristas– que en realidad era un piso bajo reabierto como bar, sin reforma alguna, salvo una barra postiza que sólo servía cervezas Mahou clásicas, acepté que Madrid supera en este tipo de asuntos a Barcelona, y que aquel antro, sin nombre aparente, era todo aquello por lo que Madrid sigue siendo la única capital de nación del mundo occidental con pintas de far west.

 

Antes de asomarme a la posibilidad de la pérdida del tren, me fui con Diego Hérrero y Víctor Telúrico, supervivientes como Dios manda, a tomar un par de pinchos de tortilla blanquecina y mazacote al Metálico, bar en Embajadores que atiende, además de a yonquis y borrachos, a taxistas. Siempre me sorprendió que abrieran durante toda la madrugada y que algunos de sus empleados se tiraran de los pelos viendo según qué tipo cruzaba la puerta. Incomprensible.

 

Y en el AVE, camino de Málaga, sostuve conmigo mismo una lucha dialéctica:

 

–Joder, ¿y qué será de España cuando la corrección política cierre todos sus afters y la Organización Mundial de la Salud desaconseje el consumo de tortilla de patatas en el Metálico?

 

 

Joaquín Campos, 15/11/15, Phnom Penh.

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