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Mientras tantoLa Shoah y el laberinto del presente

La Shoah y el laberinto del presente


 

Mas hizo Dios que el pueblo rodease por el camino del desierto (Ex 1318). 


La Shoah en Lévinas: un eco inaudible (Alberto Sucasas, Ed. Devenir, Madrid, 2015) desarrolla una hipótesis genérica sobre la historia cultural de las últimas décadas. Ninguna de las ciencias humanas ha permanecido indiferente al exterminio nazi de la judería europea. Ningún saber sobre el hombre ha podido proseguir sus investigaciones sin acusar la conmoción provocada por una barbarie que apenas tiene precedentes. Y esto, ironía de los tiempos, hemos de leerlo en unos días donde el eco de los salvajes atentados de noviembre en París, y la sombra también de una brutalidad constante del estado de Israel en Palestina, siguen hiriendo nuestra retina. En efecto, estamos en la estela de un acontecimiento, el de Auschwitz, que seguirá ocupándonos durante mucho tiempo.

 

Desamparo extremo de los cuerpos devueltos a una animalidad inerme: la nada del pasado, la pureza del presente. El gas Zyklon B sale por los tubos de lo que parecían duchas, con los cuerpos desnudos, apiñados como ganado. ¿Corderos de un Dios ausente? Resulta, con todo, difícil evitar un testimonio vicario de un horror que se incuba en el centro de Europa y de nuestra alma: «¿Cómo traer al presente el pasado maldito y cómo expresar, valiéndose de la lengua de los vivos, la experiencia de los aniquilados en una muerte indigna, solución final de cuya abyección formaba parte, precisamente, la extinción de la palabra?» (p. 107). Al fin y al cabo, la lasitud del llamado musulmán en los Lager sólo es una expresión más de que la aniquilación pasa también por el fin del lenguaje.

 

Posteriormente conocemos el testimonio de Robert Antelme, Primo Levi, Jean Améry y Celan: ¿Se ha producido un cambio brusco en la imagen del hombre? No obstante, recuerda Sucasas (p. 13), el grueso de las habituales taxonomías en las respuestas a Auschwitz debe incluir también el caso complejo de quienes prosiguieron su trabajo de espaldas a la Guerra y sus consecuencias más extremas. Como atestiguan Francis Bacon o Beckett pero también Goya, Genet, Cioran, Canetti, Kafka o Walser el horror es tan viejo como el hombre y tal vez hacer de Hitler un unicum es hacerle un flaco favor a la multitud de las víctimas.

 

Sucasas en absoluto compartiría esta idea. Como sea, su libro se mueve en una topología andrógina: «desde el lugar propio se eleva el yo viril, autoafirmándose sobre el suelo; al lugar propio regresa, como a su útero o matriz, el durmiente. En el modelo levinasiano de subjetivación resuenan tonalidades míticas de la Madre Tierra» (p. 74). Vivir es depender del no-yo exterior en tanto que fuente nutricia. Este libro despliega una generosidad ontológica y moral donde, además de Lévinas, son perceptibles las huellas de Trías y muchos otros. Por ejemplo, en ese imperativo de pensar una humana conditio (p. 88) a la cual nada humano le es ajeno. Y ahora, después del Holocausto y la barbarie antisemita, tampoco nada inhumano.

 

Buscando en esquinas escondidas el eco inaudible de la Shoah, no en la línea principal del corpus levinasiano, Sucasas reproduce de algún modo el gesto de Derrida. Se trata de excluir una vía directa para deconstruir y reconstruir el pensamiento de Lévinas, al menos en relación a ese acontecimiento central del pasado siglo, desde los márgenes, a través de la connotación y la sugerencia (p. 70). Todo el libro persigue «la metáfora de un sonido que sólo sería audible en su eco» (Lévinas). No es casual que el tercer capítulo de La Shoah en Lévinas, «Metáfora y heterología», se dedique a las relaciones de lenguaje entre denotación y connotación. ¿Primero el sentido literal y después el figurado, secundario y derivado? No, contesta Sucasas, toda significación nace y se preserva en función de una potencia metafórica (pp. 40-43). Lo primario del sentido, de hecho, sólo se expresa en metáforas extinguidas, anómalas. Y lo literal sería un fenómeno residual, secundario.

 

El lenguaje es metáfora, a veces imprevista, que fisura la pretensión inmanente del mundo. Por tal razón, Sucasas sigue a Lévinas en su polémica con la ironía socrática sobre la retórica o en el rechazo platónico de la poesía. Ésta, sugiere La Shoah en Lévinas, dice más de la verdad del mundo que la pretendida exactitud científica. El lenguaje es la simultaneidad de una traducción y un referente, simultaneidad sin la cual no existe el original. Lo real es tal vez una metáfora absoluta (p. 46): «Dios es la metáfora misma que es el lenguaje» (Lévinas). Toda presencia es, de hecho, encriptada, un texto cifrado.

 

Lévinas: «Somos filósofos desde que dejamos de querer la guerra» (p. 57). Cerca de su maestro, Sucasas persigue -tal vez no tan lejos ahora de Heidegger o de Nietzsche: esa esencia que es existencia, ese ser que es devenir- un de otro modo que ser irrecuperable como ser de otro modo (p. 84). En nombre de una heterología, con ecos del pneuma o psykhé griegos, del ruah hebreo, se intenta atender a la presencia de lo infinito en lo finito. Y ésta, la de Lévinas y Sucasas, es una actitud ética, más que ontológica en un sentido clásico. La responsabilidad como actitud constituyente precede, al tiempo que la fundamenta, a su tematización como noción filosófica. Es como si resurgiese en este libro otra vez una connotación que va por delante de la denotación una vieja leyenda que habla de ser dos, doble: una segunda existencia ¿la del Hijo?, una segunda voz, propia del superviviente, que proclama, en un susurro, la deuda infinita para con las víctimas.

 

Y aquí entramos en un dominio clave de este denso y sorprendente libro. La conciencia, desde una perspectiva ético-metafísica -recuerda Sucasas con Lévinas-, es una modificación de la obsesión (p. 105). Pasado inactualizable, exigencia perentoria, pasividad, culpabilidad… Resulta difícil no reconocer en este cuadro «una expresión encubierta del trauma del superviviente» (p. 106): distanciado del mundo de los vivos por el peso obsesivo de la muchedumbre incontable de los muertos; distanciado también del presente vivido por el recuerdo de un pasado atroz.

 

Es preciso hacernos responsables de aquello que no se puede pensar. De la fidelidad judía a una divinidad irrepresentable desciende la actual responsabilidad. Ésta, en lugar de presuponer la libertad, la precede (p. 119). Ahora bien, ¿cómo puede la finitud del sujeto ético albergar el infinito de la responsabilidad? Es que quizás la ética es esto: aceptar el drama de la asimetría, de una no reciprocidad. ¿Por qué no un infinito en acto, entonces, un infinito del propio conocer? Porque el infinito de la responsabilidad no traduce su inmensidad actual, sino un acrecentamiento de la responsabilidad, a medida que se asume. «No poder hurtarse: he ahí el yo», insiste Lévinas (p. 123). Deber constante más allá de la muerte, prolonga Sucasas en un guiño a Quevedo.

 

Naturalmente, para dar cuenta de esta aporía de lo infinito en lo finito, del otro en el mismo que encarna ese pneuma del psiquismo, ocupa un lugar privilegiado un profetismo cercano el nabí bíblico. Sin ahorrarnos otra vez dificultades conceptuales, Sucasas llega a hablar de una ética de la alteridad o «teofanía veterotestamentaria». 

 

Llegamos así a un grado cero de la subjetividad que sólo cabe caracterizar mediante el oxímoron de una conciencia impersonal (p. 61). Heme aquí es la única respuesta posible a la infinitud que nos habita. Un decir sin dicho, un solo gesto ético: hacerse signo de esa llamada inaudible es disolverse en el significar. La metafísica infinitista no se somete a régimen fenomenológico alguno (p. 109). No muy apartados de Kant, Lévinas y Sucasas piensan lo nouménico el conocer queda lejos en la misma tensión de los fenómenos, en una especie de revelación o epifanía que viene después de un apocalipsis. 

 

Ser para la muerte, había dicho del hombre el maestro de Alemania. ¿Cómo sustraerse a la seducción nihilista del horizonte tanatocrático heideggeriano?, se pregunta Sucasas. Recuerda que Lévinas propone una versión inédita del principium individuationis, para lo cual lo decisivo no es interiorizar el propio morir sino responsabilizarse de la muerte de los otros (p. 128). Una filosofía de la posguerra debe hacer de la propuesta heterológica un mentís de la barbarie.

 

Otra cuestión clave, entonces. ¿Puede el perseguidor implacable o su más atroz avatar contemporáneo: el nazi de las SS ser considerado rostro, es decir, alteridad que Lévinas considera santa? ¿Puede negarse al genocida la condición de rostro sin con ello excluirlo de la especie, reproduciendo así, de manera especular, la lógica de la barbarie antisemita? (p. 85). Como quiera que sea, prosigue Alberto Sucasas, Lévinas plantea sin tapujos uno de los mayores desafíos que la Shoah legó a la posteridad: el de los límites de una especie cuya auto-afirmación afirmación de lo humano no puede disociarse de la posibilidad abisal de la negación absoluta. Como vemos, lejos de un moralismo fácil o maniqueo, este libro no nos ahorra preguntas incómodas.

 

Fijémonos en esta frase: «La demonización del victimario nazi, sugiriendo implícitamente que su ‘inhumanidad’ (…) lo excluye de la especie, no sólo constituye un lapso lógico, sino que representa asimismo una falta ética, por cuanto sirve de coartada a la buena conciencia: ellos, los nacionalsocialistas, no eran humanos; por tanto, nosotros, ajenos a su praxis bárbara, quedamos eximidos de toda responsabilidad. Exculpación moral acompañada de tranquilidad epistémica: al expulsar al nazi de lo humano, nuestra imagen antropológica no se ve perturbada» (p. 86).

 

Y esto se dice, cerca tal vez del coraje moral de Hannah Arendt, desde una íntima solidaridad intelectual con las víctimas del siglo pasado. «Pensador del exceso y de la hipérbole, extremista de la ética como filosofía primera, Lévinas no sólo da cuenta (…) del potencial filosófico de una experiencia histórica maldita, sino que igualmente asume el reto de revisar, a la luz de aquélla, nuestra idea del hombre, aunque ello le conduzca a la aporía de una alteridad, la del prójimo, que se reconoce a la vez en las facciones de un rostro santo y en el rictus despiadado del genocida».

 

Este libro vira, todo él, en torno a la memoria filosófica del YHWH inefable, sólo audible en su eco. No miraréis el rostro del Señor, sólo veréis sus huellas, el rastro de su espalda. «Después apartaré mi mano y verás mis espaldas; pero mi rostro no se verá» (Ex 33, 23). La pasividad de la persecución obliga al perseguido a responsabilizarse de la persecución que sufre (p. 83). Pero la vulnerabilidad es también el poder de decir adiós a todo ese mundo (p. 94). ¿Estamos hablando entonces de una especie de perdón, posterior al testimonio del tormento?

 

La verdad es que un libro que habla así, y persigue de este modo el rastro sombrío de algo parecido a la verdad, se sobrepone incluso a las perplejidades que nos arroja a la cara, día tras día, lo descarnado de este presente. Quedan muchas cuestiones pendientes, muchas, demasiadas para nombrarlas ahora. Pero es precisamente mérito de este libro haberlas resucitado otra vez. A veces, incluso con una brusca dulzura.

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