Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLa Marsellesa contra Kant

La Marsellesa contra Kant


 

El monopolio de la violencia hoy no sólo es legítimo en sentido hobbesiano, es decir, por ser el único medio fiable para mantener la paz y la seguridad jurídica; lo es también por ejecutar eficazmente leyes que nos hemos dado entre todos, que se aplican a todos por igual y que se crean mediante un procedimiento por todos aceptado (porque hemos podido participar, porque protege nuestros derechos y porque siempre podremos cambiar las leyes vigentes que consideremos injustas). El resultado es que ya no cumplimos la ley sólo por miedo a la sanción, que ayuda, sino por convicción. No robamos por ser injusto; y, quien roba, no encontrará el aliento de sus conciudadanos para apoyar su latrocinio. Este ir en paralelo la moral y el derecho es inherente al derecho democrático. Que es derecho, y zanja objetivamente el conflicto, como atestiguará el desobediente. Entre las ventajas, percibiremos cierta desactivación de la violencia política: interiorizada la norma, no hará falta que nos encañonen para cumplirla.

 

A esta ocultación del peor rostro de la violencia ejecutiva la llamaremos “civilización del poder”. Un proceso que sucede dentro de los estados democráticos, pero cuyas repercusiones trascienden fronteras: Kant creyó que la paz mundial llegaría, entre otras razones, porque la extensión de repúblicas democráticas disuadiría a los gobernantes de ir a la guerra. Si ya no somos propiedad del monarca sino copropietarios de ese territorio que antes le perteneció, y colegisladores, de consuno, de nuestras propias normas, difícilmente aceptaremos ir a la guerra por un quítame allá esas pajas.

 

Pero no cantemos victoria. Las relaciones internacionales, por definición, no están sometidas a un monopolio legítimo de la violencia, ni hobbesiana ni kantianamente; cualquier poder absoluto sobre todos los estados haría temblar la idea misma de libertad. De hecho, de 1648 a 1914, el Derecho internacional clásico rigió un sistema de estados nacionales concebidos, mediante insostenibles abstracciones, como iguales: junto al vaporoso principio de no intervención, imperaba el ius ad bellum (derecho de los Estados a declararse la guerra). En tal sistema, al carecerse de criterio jurídico-moral que controle objetivamente los actos que realiza un Estado fuera de sus fronteras (no hay derecho democrático mundial), toda alusión a una constitución internacional entre estados falazmente iguales sólo encubrirá la pura correlación de fuerzas.

 

El problema es evidente. Mientras que en una democracia poder y derecho legítimo se requieren mutuamente, en el plano internacional subsistirían en relación brutalmente asimétrica: el derecho sólo desplegaría su efecto estabilizador si la equiparación formal de los estados es respaldada por un equilibrio de poder. Pero, como sentenciara Kant, esto es como la casa de Swift, “construida por un arquitecto tan perfectamente según todas las leyes del equilibrio que se vino abajo cuando un gorrión se posó en ella: es una mera quimera”. La guerra acabaría siendo inevitable, lo cual sería incompatible con el “derecho de la humanidad en nuestra propia persona”. La abolición de la guerra es un mandato de la razón; por eso, junto al derecho estatal y al internacional, requerimos uno cosmopolita (de los ciudadanos del mundo): “la idea de una constitución en consonancia con los derechos naturales del hombre, a saber, que quienes obedecen a la ley deben ser al mismo tiempo legisladores, está en la base de todas las formas políticas, y la comunidad conforme a ella (…) se la denomina ideal platónico, no es una vana quimera, sino la norma eterna para cualquier constitución civil en general, y aleja toda guerra”.

 

Kant puso así las bases del pacifismo jurídico, sustanciado primero en la Sociedad de Naciones (1919), y luego en la ONU (1945) que, pese a estar controlada por 5 países con derecho de veto, consiguió entronizar la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hacer honor a su proyecto cosmopolita implicaría, con diferencias sustanciales y similitudes evidentes respecto a las dinámicas históricas de nuestras constituciones, asentar primero la paz mundial (mediante el poco democrático acuerdo entre las 5 potencias a las que Zolo, burlándose del pacificismo jurídico, denomina “Santa Alianza”), para, con tiempo, ir tejiendo los lazos de una opinión pública mundial capaz de identificarse ahora a sí misma y de ir legitimando kantianamente (haciéndolo más inclusivo) un orden que nació con gran mácula epistémica. De nosotros dependerá la eficacia actual y futura del Derecho internacional para civilizar al poder político allende las fronteras.

 

Pero lejos de honrar a Kant, el pasado 28 de septiembre, tras bombardear al Estado Islámico, Hollande abogó ante la ONU por excluir a las autoridades sirias de las negociaciones sobre el futuro del país. Y, tras los atentados, afirmó que “Francia está en guerra. Los actos cometidos (…) constituyen una agresión contra nuestro país, contra sus valores, contra su juventud, contra su modo de vida”. Se nos ocultó así que no puede  típicamente “agredir” quien no es un sujeto reconocido de Derecho internacional (el artículo 8 (bis) del texto consolidado del Tratado de Roma enumera supuestos de ataque por parte de un Estado) y que no puede haber, por tanto, “legítima defensa” (artículo 51 Carta de UN) con que declarar convencionalmente la guerra. Sin embargo, los hay todavía por encima de estas minucias que, con tal de justificar la guerra, acaban alegando (como ya se oye) que Francia inició una “guerra justa” (emprendida siempre por quien cuente con ganarla; y calificada así por quien busque legitimarse), sosteniendo un pacifismo moral que en realidad no se apea de la nuda correlación de fuerzas.

 

De ahí que, con intención de apuntalar el pacificismo legal contra las ideas que ya condujeron recientemente a Francia a enfangarse en Libia, nos propongamos desmontar algunas premisas del realismo político que campan estos días a sus anchas, desde las más hondas a las más técnicas.

 

En primer lugar, partiendo de una supuesta inconmensurabilidad intercultural, algunos considerarán imposible una fundamentación común de los derechos humanos. Responderemos que esa Carta ya existe y despliega efectos: un tirano no se privará de defenderlos públicamente para legitimarse. Respecto a la inconmensurabilidad, aclararemos que todos debemos afrontar los mismos retos y experiencias con los instrumentos que nos brinda nuestra común civilización: ningún Estado escapa al mercado y, por tanto, a positivar derechos de propiedad individuales (por más que una élite quiera acapararlos para sí, enclaustrando al pueblo en el organicismo confuciano o mahometano). Sin ánimo de colegir nada sustancial, sirva contra la inconmensurabilidad el revelador ejemplo del asesino del Bataclán acusando a Francia de no intervenir antes en Siria y a Occidente de intervenir en Irak: esta justificación desgraciada revela los vínculos de toda comunicación con universales pretensiones de validez desde las que trascendemos con mucho nuestros ámbitos culturales y buscamos recovecos para hacernos inteligibles. Lo que el Derecho (también los DDHH) debe garantizar es que dicha comunicación sea lo más simétrica posible.

 

En segundo lugar, retomarán la idea de “lo político” como irresoluble antagonismo entre naciones que se afirmarían unas contra otras. Este núcleo irracional olvida las interdependencias efectivas entre soberanías (nuestros problemas exigen la cooperación internacional institucionalizada) y sobredimensiona la voluntad nacional/soberanía estatal frente al derecho internacional, donde el principio de no-intervención quedó deslegitimado tras el horror de Auschwitz.

 

En tercer lugar, y es aquí donde erró EEUU en 2003 y donde al son de la Marsellesa traicionan hoy nuestro mejor legado, habrá que responderles que no existen las guerras justas, sino los DDHH. Si queremos juridificar las relaciones del poder fuera de nuestras fronteras, para que todos rindan cuentas sin desatar su nudo poder, habremos de procedimentalizar decisiones como la declaración de guerra en el único organismo que hemos sabido crear: la ONU. Por lo demás, bastará la legitimación reactiva del grito proferido por la comunidad internacional ante los horrores del EI.

 

Debemos evitar justificaciones morales de la guerra que, como expone Klaus Günther, “amenazan con adoptar rasgos fundamentalistas si, por una parte, se orientan no a la puesta en marcha de procedimientos jurídicos para la aplicación y ejecución de los derechos humanos, sino al empleo de modo directo del esquema interpretativo con el que imputar violaciones de derechos humanos, y si, por otra parte, se convierten en las únicas fuentes de las sanciones exigidas”.

 

El pacifismo moral de una potencia que quiera imponerse unilateralmente en nombre de unos valores, deberá sucumbir ante el pacifismo legal: “la razón del derecho racional moderno no se hace valer en ‘valores’ universales que fuese posible poseer, distribuir globalmente y exportar al mundo entero, como si se tratase de bienes” (Habermas). Ninguna guerra deberá ser otra cosa que legal. El unilateralismo no procede sin agotar otras vías: si funcionó en Kosovo ante la impasibilidad de la ONU, ha empantanado casi siempre, como en Irak. Entonces, ante las manifestaciones europeas, dijo Robert Kagan (ex asesor de Bush) que “los americanos viven en Marte y los europeos en Venus”. Se impuso la Pax Americana y se pasó sobre el Consejo de Seguridad. Y, en tanto no se esperó a quienes buscaban armas de destrucción masiva, sospecharemos siempre que los DDHH (o, peor aún, los “superiores” valores americanos) sólo fueron una coartada para imponer sus propios intereses.

 

Frente a este desvarío, la guerra legal (que resultaría de un multilateralismo jurídicamente procedimentalizado, e inspirado en  el proceso de integración europeo y, por ende, en nuestro derecho continental) legitimaría la intervención, afinaría la estrategia, abriría la interpretación de los derechos a distintas voces, consagraría garantías procesales a criminales y preservaría los derechos de las víctimas de guerra. Puesto que cuesta apelar a la “legítima defensa” por “agresión”, convendría aceptar (si de verdad queremos acabar con el Estado Islámico) que estamos ayudando coyunturalmente a Al-Assad, como soberano de un Estado canalla. Así conseguiríamos también desenquistar el conflicto que quedaría una vez arrasado el EI: ¿qué pasará entre una Francia contraria Al-Assad y una Rusia favorable? Dos enemigos, con sus respectivos aliados, que se encontrarán en el campo de batalla, frente al cuerpo del enemigo común que les unió. Más tarde nos quedará la opción, hasta hoy desaprovechada, de juzgar a Al-Assad por crímenes contra la Humanidad.

 

Desgraciadamente acabamos desatando otra “guerra (justa) contra el terrorismo”, sin el aval a tiempo de una ONU que, empezada la guerra, concedió una confusa “autorización” para combatir al EI con “todas las medidas necesarias”. ¿Será posible sancionar ahora a Turquía (artículo 43.1 de la Carta) por no dejar pasar (y derribar) un avión en esta pseudo-misión de Naciones Unidas? ¿Habrá una escalada de hostilidades? ¿Será posible desandar los pasos que han desdibujado estos días a la única organización capaz de civilizar y encauzar el peor conflicto imaginable? De momento, ha quedado oculta y deslegitimada la única organización a la que podríamos dirigir una de las preguntas más pertinentes de todo este asunto: ¿quién ha comprado el petróleo (un 30% por debajo del precio de mercado) con que se viene financiando el Estado Islámico?

 

PS: Al parecer, desde julio se sabe quién es el principal comprador de petróleo: uno de los dos principales países que, según los servicios secretos, pudieron financiar y dar apoyo al Daesh, Turquía. Y yo sin enterarme. ¿Por qué dirá Obama que “Turquía tiene todo el derecho a defender su espacio aéreo”? Veremos qué nuevas nos depara mañana.

Más del autor

-publicidad-spot_img