Oneirocrítica. Así llamaban los griegos a la disciplina que se adelantó en dos milenios a La interpretación de los sueños del chamán vienés de origen moravo. Onírico es el helenismo que designa en nuestra lengua a todo el campo semántico del sueño. El sueño del que el alma dormida recuerda, como se decía en el castellano de los tiempos de Jorge Manrique “despertar». Y recordar es “volver a traer al corazón».
En griego moderno, con su proverbial capacidad de hacernos pensar que utiliza un cultismo para palabras muy comunes: éxodos (“salida”), sindóni (“sábanas”), metáfora (”mudanza”), se emplea ónira para designar a los sueños. En nuestra lengua se utilizaría el término para caracterizar el cine de Emir Kusturica, y oníricas son a su vez las cajas negras de nuestro sistema nervioso, sistema compensatorio de nuestras frustraciones, nuestros anhelos y nuestros fracasos, un dispositivo de una complejidad imposible de calibrar por la inteligencia humana.
Anatolia, Anadolu para los turcos, que adoptaron –y adaptaron a su fonética uraloaltaica– el topónimo vigente cuando llegaron a aquellas tierras, es el nombre que los griegos dieron a la inmensa planicie de Asia Menor; en griego Anatolia significa “El Este”, “Oriente”, o, literalmente “Amanecer”, un término análogo al latín “Levante” u “Oriente”, “donde nace (el sol)”. Por tanto, el antónimo de Poniente u Ocaso u Occidente. No obstante, no fue el primer termino del que se sirvireron para designar esa tierra, pues la llamaron en primer lugar Ἀσία (Asía). Toda vez que con el término Asia se fue designando otras regiones del Mediterráneo Oriental, se acabó diferenciando a Anatolia como Μικρὰ Ἀσία (Mikrá Asía) o Asia Minor, en latín, es decir. “Asia Menor”.
En la onomástica europea también tenemos este nombre; en la francesa (Anatole France) o en la rusa: el crápula de Guerra y paz (un húsar tenía que ser) que seduce a la inocente Condesa Natascha Rostova, el infame Anatole (à la française), y Anatoly Karpov, el gran ajedrecista soviético que se enfrentó a Garry Kasparov en Sevilla en 1987 en un duelo en el que se dirimía algo más importante que el Campeonato Mundial de Ajedrez.
Esta planicie mesetaria, el corazón histórico de Turquía, tiene bastantes semejanzas físicas, ecológicas e incluso históricas con los páramos de nuestras dos mesetas castellanas separadas por el sistema central. Su altura sobre el nivel del mar. Su inmensidad. Su nieve invernal. Su desolación. Su incomunicación. En todos los órdenes. Un viaje en tren cruzándola de arriba abajo y de abajo arriba confirma lo que no es sino mera intuición, pues, para mi pesar, nunca he viajado a Anatolia. Salvo con los libros y los mapas, que no deja de ser una manera, precaria, eso sí, de viajar.
Anatolia, auténtica protagonista de Sueño de Invierno, la película del director turco Nuri Bilge Ceylan, como la Meseta Castellana lo es a su modo de El espíritu de la colmena de esa isla de nuestro cine que es Victor Erice. Una mujer joven de Estambul, recluida en una de las viviendas troglodíticas de la región de Capadocia –que se han convertido en icono de toda Anatolia–, como Teresa Gimpera en el film de Erice contempla la lluvia desde la ventana, observa caer los copos de nieve desde su cárcel, que ya no es cárcel de amor, y comienza lenta, inadvertidamente a sollozar, porque no puede dejar de intuir retazos de su vida en las poderosas imágines visuales que se proyectan en su mente a traves de una ventana, que es al mismo tiempo espejo y microscopio, pues diálogo, palabra hablada, hay muy, muy poca. Porque en este larguísimo sueño de invierno, la antítesis de Sueño de una noche verano, el protagonista, además del paisaje de Capadocia/Anatolia (merece la pena del mismo cineasta, Uzak, “lejano”, otra película protagonizada por el paisaje de Anatolia) es la incomunicación, categoría esencial de la condición humana, y en esta historia capítulo final del amor entre el hombre de teatro que se ha retirado (nunca mejor dicho) a sus cuarteles de invierno en Anatolia y la joven de Estambul que hasta allí lo ha seguido que contempla desde su celda troglodítica la nieve y piensa, o comienza a pensar, como Rimbaud, como todos nosotros, que la vida siempre está en otra parte (La vraie vie est ailleurs)
Si es difícil decir la nieve, como lo ha logrado Menchu Gutiérrez, ¿cómo decir el sueño? Auténtica aporía, en la que sólo pueden incurrir los poetas. ¿Cómo puede ser posible decir lo inefable? El sueño. El mayor alivio de la condición humana: la promesa, cumplida, como la del Arco Iris del Génesis con respecto al Diluvio Universal, de que cada noche terminará la vigilia y comenzará el sueño reparador. Como decía Juan Ramón:El dormir es como un puente/que va del hoy al mañana./ Por debajo, como un sueño,/pasa el agua, pasa el alma.
¿Vivimos ese sueño? ¿Nos vivió él a nosotros? Si fue un sueño, puede que no queramos despertar de él. O, como diría Cavafis, aunque el sueño de Marco Antonio no fuera un sueño de invierno:
Y sobre todo no te engañes, no digas/ que fue un sueño, que fue error de tu oído/ nunca aceptes tan vanas esperanzas./ Como dispuesto desde ha tiempo, como un valiente,/ como te va a ti que de una ciudad tal has sido digno,/acércate con entereza a la ventana,/y oye con emoción, pero no/ con súplicas y quejas de cobarde,/ como un último goce los acordes
Mientras tanto, sigamos durmiendo, especialmente en invierno, cuando Perséfone está en el inframundo, la savia de los árboles congelada o latente, y los escasos osos de la Cordillera Cantábrica hibernan plácidamente. Y es que, como todos sabemos, el sueño es don y patrimonio de los justos. Sobre todo si es sueño de invierno.