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Metro

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Hace un par de días llegué al Metro con más libros de la cuenta: el que leía (Oda a Proust y otros poemas, de Paul Morand, editado por Renacimiento), y tres más que iba a regalar a una amiga que, afortunadamente, deja Camboya. Y todos en inglés, porque en este país no existe la lengua española así como en la práctica totalidad de Asia. Las obras seleccionadas: Stoner, de John Williams –la mejor novela que he leído en mucho tiempo–; El Gran Gastby, de F. Scott Fitzgerald; y unos poemas en forma de haikus del poeta budista japonés Matsuo Bashi. Por lo que podríamos decir que en esa cafetería para modernetes estaba dando el cante.

 

Porque el Metro es eso: un lugar donde antaño –abrió hace una década– se atropellaban expatriados a siete mil euros la mensualidad, si no más, y en donde ahora se ceden espacio los expatriados que quedamos buscándonos la vida y los primeros jemeres millonarios que desean aparentar todavía más, aparcando sus Lexus en la puerta, cuando ninguno trae un libro sino una mujer corneada y maquillada –en ambos casos extremadamente– además de tres hijos vestidos como paletos occidentales: de los del caballo gigantesco a la izquierda del polito, justo sobre el corazón; que así nos salen luego. Porque así está la cosa; y en Asia.

 

Yo al Metro voy a leer y a beber Beerlao. Sus camareras, de excelsa belleza –y vestidas con uniformes que realzan esa belleza–, a veces me convocan a unas charlas alrededor de la barra cuasi infantiles –como en casi toda Asia–, por lo que cuando vuelvo a retomar el libro procuro quitarme las gafas por dos asuntos primordiales: leo mejor de cerca sin ellas, y así no las vuelvo a ver incitándome a perder el hilo. Que los mejores momentos de mi vida en Metro se produjeron cuando me enganché de tal manera a Stoner que por primera vez en mucho tiempo pedí de comer: era la una del mediodía y llevaba cinco cervezas laosianas. Todo un nubarrón mañanero. Porque la comida en Metro no es el oasis del peregrino ni tampoco del guerrero. Aunque el ambiente, francamente bien conseguido –con el aire acondicionado casi perfecto, las cervezas servidas en su punto de semi-congelación y la música casi siempre perfectamente seleccionada– hacen de este espacio uno de los escasos templos de Phnom Penh, aún a gran distancia de mi recientemente desaparecidos en China The Den, Casablanca 2F, y el aún visible en los madriles, Toni2.

 

Debo reconocer que este texto que estoy escribiendo se comenzó a gestar antes de ayer, cuando me negué a continuar el anterior, que ya estaba cerca del cierre y etiquetado, por penoso y deficitario. Y dicen los expertos que borrar, quemar o destruir lo escrito –yo simplemente lo he ignorado– es señal de progreso. Yo, para incluir otra novedad, me he acercado hoy al Metro a finalizar esta crónica de vida pidiéndome en la barra –el auténtico trono del buen cliente, cuando las mesas son una obscenidad repletas de carroña social que elevan sus voces a coro para compartir entre babas lo que han pedido sin saber cuando no es un apareja la que se ronronea y evita comer de los platos– un entrecot de ternera americana, flojo de solemnidad, con la salsa de pimienta de Kampot demasiado industrial. Luego pagué con un 25% de descuento que previamente me había regalado Raksmey, una de esas camareras que en Lorca serían Miss Región de Murcia, y que cuando estoy sin gafas leyendo y pasa por delante de mí me planteo si perder la comba del poema de Paul Morand o la vista de un asombroso cuerpo que se aleja hacia la cafetera en otra extrema vulgaridad de las ninfas que pasan sus horas en centros hosteleros. Normalmente me las pongo tarde y pierdo ambas cosas. Y para más inri, el médico me prohibió el café, que yo me intenté saltar hasta que la arritmia enseñó un par de garras.

 

 

Joaquín Campos, 29/12/15, Phnom Penh.

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