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No pensar


 

«Caía una fina lluvia, en forma de husos, como si ella misma se alegrara del acontecimiento», leemos en Ensayo sobre el día logrado de Handke. Debido a que ser es ser percibido, a que todo acaece en el espacio absoluto que es una mente cualquiera, es imposible en el fondo separar lo sensible de lo intelectual, la materia de lo espiritual, el acto de la potencia. Toda separación de este tipo es instrumental y pasajera. Lo cual explica que la sabiduría popular, los escritores y poetas, suelan llegar a la verdad -a la verdad que primeramente se siente- antes que la ciencia o la filosofía, con frecuencia enredadas ambas en largos rodeos frente a la marea de lo sensible.

 

Esto, cuando esas dos disciplinas no se limitan simplemente a huir, a escurrir el bulto. Normalmente la filosofía estudia la percepción desde arriba, desde una actitud fenomenológica que permite una segura distancia. Y sin embargo, la primera tarea para pensar radicalmente sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que acaece.

 

Precisamente porque percibir ya es interpretar, es importante bajar de la seguridad habitual del sujeto y acercarse, para que la interpretación brote del impacto sensitivo más directo posible. Lo cual exige establecer un corte en el continuum de la comunicación que nos protege, algún tiempo muerto en nuestra omnipresente interactividad. Percibir en vivo y, desde ahí, acaso poder llevar los análisis a cierta viveza. En este sentido, no está mal ser básicamente situacionistas. Con su ironía contracultural, Watts lo expresa así: «Es increíblemente importante no pensar, al menos una vez al día, para la propia conservación de la vida intelectual. Si no hacemos otra cosa que pensar, como nos aconseja la mayoría de los profesores y gurús académicos, no tendremos nada en qué pensar, salvo pensamientos».

 

Y además una persona predecible, por carecer de una secreta zona ártica (Deleuze) desde sentir, pensar y actuar, se convierte en muy vulnerable. Como decía Don Juan a Castaneda, alguien así es una presa fácil. La única manera en que podemos estar vivos, en ser verdaderamente irregulares es no sabiendo, intelectualmente, lo que vamos a hacer. Es decir, permaneciendo cerca de aquel dictum evangélico según el cual «El Espíritu es como el viento, pues que sopla donde quiere».

 

Es necesario entonces desenchufarse, apagarse para poder encenderse y recrear continuamente la propia vida. No hay on sin off. No existe una montaña con un solo lado. Hay que saber desaparecer, no ser visible y resultar anodino. Probablemente es necesario también poder estar feo y deprimido de vez en cuando, triste y antipático, para ponerse a prueba a sí mismo y a los amigos. Feo, católico y sentimental, deletrea Valle-Inclán de un personaje de una de sus Sonatas.

 

El sentido real de la tristeza y la depresión es que nos ayuda a descolgarnos del carrusel colectivo que, si sólo existe él, nos impide vivir, sentirnos vivos y percibir. Son vitales mecanismos de interrupción, vacuolas desérticas en las cuales sea posible tocar otra vez tocar lo elemental, un suelo vivo y sin formar. Para sobrevivir, es necesario mantener la relación con una puntuación cuántica sin texto, una vibración local, sin cobertura ni metalenguaje. Lo universal de un individuo, trágico y cómico a la vez, es sólo esa intensidad. De existir, el dios mismo lo hace a ráfagas, no tiene más remedio lejos de lo que pensaba Einstein que jugar a los dados. Para percibir la tierra, y entrar en un sinfín de situaciones no elegidas, es necesario tener una buena relación con el diablo de una noche sin tiempo.

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