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Un apunte al debate entre el libro en papel o el libro electrónico

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Los debates, hoy día, asoman una parte tan televisiva que me llegan a producir arcadas. No es que no suela no opinar en un debate sino que no tolero ni las opiniones de los que las vuelcan. Me parece todo de un progre y un mezquino que dan ganas de ir en contra de ambas posturas, cuando no hay hasta tres propuestas. Pero por una vez, y basándome en un hecho de vida, voy a aportar algo al asunto papel o electrónico a la hora de leer.

 

A mí sólo me interesa leer en papel. Por ello poseo una librería con empaque que el día que quiera mudarme a otro país me va a costar moverla un ojo de la cara. Que además llevo gafas. Pero el papel me emociona. Lo huelo. Lo siento. Y lo imagino saliendo del árbol, por mucho que los ecologistas padezcan; y tantas y tantas veces por exceso.

 

Ayer iba directo al Metro –una cafetería perfecta de Phnom Penh donde abrirse el estómago antes de comer por obra y gracia de una cerveza laosiana bien fría–, como casi cada día, portando en mi mano derecha un libro, en este caso el ya hoy acabado Oda a Marcel Proust y otros poemas de Paul Morand, cuando caí en la cuenta de que en la acera de enfrente, y caminando en mi misma dirección, iba una rubia, que podría haber sido sueca o noruega, cargando en su mano derecha, a la vista de la carretera que nos dividía, con un dispositivo electrónico donde se pueden leer libros. Creo que era un Kindle.

 

Como si estuviéramos a punto de batirnos en un memorable duelo en pleno Far West, nos miramos con caras de asco –yo lo hacía porque prefiero el papel y para dejar claro que la soltería sigue siendo parte de mis intereses esenciales; o quién sabe si en realidad siquiera ella me miraba, ya que como media población occidental, haga sol o llueva, escondía sus ojos tras unas gafas de sol– continuando nuestros caminos: yo por la acera derecha y ella por la izquierda. Cuando estábamos a punto de desembocar en el Riverside llegó ese momento único que supera a cualquier batracio –qué de recuerdos, Ibáñez– defensor del libro electrónico, donde caben miles y se transporta con mucha más facilidad que intentar acarrear con decenas de libros de los de verdad. ¿Y lo de oler sus páginas? ¿Y lo de verlos relucir en sus estanterías? Porque cuando colocas una docena de libros en la estantería de tu salón ésta para a ser propiedad irrenunciable de las mismas obras, que como por arte de magia acaban casando tan bien con el mueble que aceptas renunciar a su posesión. ¿Y sus portadas? Para mí el libro electrónico, que es un avance, no es más que la muñeca hinchable para el que es soltero: puedes eyacular pero ni se te ocurra besarla.

 

Pues bien, cuando ya casi había olvidado a la supuesta escandinava –yo camino rápido y si además quiero dejar atrás a una rubia con un Kindle ni les cuento–, escuché un grito, un frenazo, un acelerón y una queja en lengua desconocida para mis oídos. Cuando me di la vuelta vi a dos ladronzuelos camboyanos –cada día suben en número y en tristes actuaciones– huyendo a lomos de una moto con el libro electrónico de la dama y a ésta con los brazos en jarra. Que en el fondo esa es la respuesta de las democracias occidentales a problemas que sólo se atajan con mano dura. Brazos en jarra. Tanta filosofía para acabar cuadrándonos ante el terrorista.

 

No soy de los que se vuelve para ayudar a una señorita de casi metro ochenta y espalda bigarda, salvo si hubiera sido golpeada o insultada. Qué espabile, me dije, por llevar el asunto a tratar en el brazo derecho dejándolo a la vista de los malhechores en moto. Que si hubiera llevado un libro como yo –además yo, en la acera de enfrente, lo llevaba situado a mi derecha, o sea, mirando a las tienduchas, lejos de moteros y otros roedores– otro gallo habría cantado. Porque salvo un amigo que tengo, que robó más de trescientos libros en librerías madrileñas de postín, ya nadie manga libros. Y menos en Camboya, donde leer y escribir no es un asunto completamente implantado en su sociedad.

 

Y a todo esto, comentar que los ilustres tironeros debieron pensar que aquello que refulgía contra el insaciable sol del sudeste asiático debía ser algo mucho más ilustre a la hora de venderlo. No sé, cualquiera de las tabletas, que de tamaños similares, asolan las ciudades, los cerebros y las libertades de un pueblo sumido en el desasosiego de estar siempre conectado. ¿Qué habrán hecho los rateros con un Kindle? Pues lo mismo que debieron hacer dos ladrones en Barajas que el otro día le levantaron una bolsa con dos libros a mi amigo: tirarlos en la primera papelera. Porque el día que la plebe robe libros estará todo solucionado.

 

 

Joaquín Campos, 02/01/16, Phnom Penh.

 

 

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