Una mañana de diciembre, un avión se elevaba hacia São Paulo desde Santiago de Chile:
-Señora, necesito ver qué asiento tiene.
-No lo sé.
-Pero, ¿cómo? ¿Me presta su tarjeta de embarque?
-No me quiero sentar separada de la niña.
-¿Me presta su tarjeta de embarque?
La niña mira a ambas interlocutoras. Trae consigo la exuberancia rebelde, orgullosa, de un pelo afro en expansión. La mamá, chilena, morena, piel blanquecina y colorada, con sobrepeso y varias generaciones de injusticia. Me pregunto qué bachata insurrecta y desenfrenada antecedió a esta creación que presencio.
La azafata de la que depende lo duradero del sentarse juntas, madre e hija, es muy rubia. Mucho rubia. Mucho alta. Mucho claritos los ojos. También es chilena. Habla a la morena desde el extremo derecho del avión; ella resiste la embestida desde la izquierda. No lo dice, pero la chilena rubia cree que la chilena morena es una rota picante. La susodicha chista los dedos y endereza el hocico, defendiéndose ante la misma nada, sin alharaca todavía. Las chorizas saben cuándo hay que hacer escándalo. Y aún no toca.
-Ya, señora, si ya le dije que vamos a tratar de cambiar el asiento.
La azafata alta, con la tráquea embravecida pero acostumbrada a domar una compostura revoltosa, murmura y puedo leerle la puteada entre los labios:
–Chuchetumare.
Son tan visibles las autopistas por las que circula una y los caminos pedregosos por los que llegó sudando la otra que me asusta y me retrae esta generalización por absurda e inapropiada, reduccionista y obcecada, y quizá, también, injusta. Explica sin embargo tanto sobre la inmoralidad en general, las tropelías chilenas en particular, que se me doblan las muñecas antes de despegar y se desanudan décadas de oprobio, derramándose sobre los asientos que hay delante de mí, aún vacíos por fortuna.
Una mañana de diciembre, un avión se elevaba hacia São Paulo desde Santiago de Chile:
-Señora, necesito ver qué asiento tiene.
-No lo sé.
-Pero, ¿cómo? ¿Me presta su tarjeta de embarque?
-No me quiero sentar separada de la niña.
-¿Me presta su tarjeta de embarque?
La niña mira a ambas interlocutoras. Trae consigo la exuberancia rebelde, orgullosa, de un pelo afro en expansión. La mamá, chilena, morena, piel blanquecina y colorada, con sobrepeso y varias generaciones de injusticia. Me pregunto qué bachata insurrecta y desenfrenada antecedió a esta creación que presencio.
La azafata de la que depende lo duradero del sentarse juntas, madre e hija, es muy rubia. Mucho rubia. Mucho alta. Mucho claritos los ojos. También es chilena. Habla a la morena desde el extremo derecho del avión; ella resiste la embestida desde la izquierda. No lo dice, pero la chilena rubia cree que la chilena morena es una rota picante. La susodicha chista los dedos y endereza el hocico, defendiéndose ante la misma nada, sin alharaca todavía. Las chorizas saben cuándo hay que hacer escándalo. Y aún no toca.
-Ya, señora, si ya le dije que vamos a tratar de cambiar el asiento.
La azafata alta, con la tráquea embravecida pero acostumbrada a domar una compostura revoltosa, murmura y puedo leerle la puteada entre los labios:
–Chuchetumare.
Son tan visibles las autopistas por las que circula una y los caminos pedregosos por los que llegó sudando la otra que me asusta y me retrae esta generalización por absurda e inapropiada, reduccionista y obcecada, y quizá, también, injusta. Explica sin embargo tanto sobre la inmoralidad en general, las tropelías chilenas en particular, que se me doblan las muñecas antes de despegar y se desanudan décadas de oprobio, derramándose sobre los asientos que hay delante de mí, aún vacíos por fortuna.