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Mientras tantoLa honestidad de la mirada de 'El hijo de Saúl'

La honestidad de la mirada de ‘El hijo de Saúl’


 

 

¿Quién sobrevive y cómo se sobrevive a eso? El hijo de Saúl trata de hacer lo más difícil: lo que pocos han logrado: ponernos literalmente en el lugar del otro. Pero no en el de las víctimas del Holocausto, sino en otras. Los servicios auxiliares reclutados por los nazis. Un Sonderkommando. Y de qué modo tan terrible lo logra en esta película que se va a incrustar (espero que para siempre) en la memoria.

 

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No hay exactamente silencio, pero el que observa apenas habla, dice lo necesario, y mira lo que tiene delante, pero también algo más. Más escollos, sombras, cuerpos, llamas alrededor, al fondo, a veces quemando al propietario: pero solo, siempre. Y guardándose para sí estos episodios concretos e inmisericordes del Holocausto.

 

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Esta noche quiero volver a (ver) El hijo de Saúl. Pero ya no hay más funciones. Y no voy a piratearla. Nunca lo he hecho. No voy a comenzar ahora. Tampoco tengo el dvd. Sólo la hojita que dan en los cines Verdi, y lo que recuerdo. Fui solo. Frente a mi costumbre, acabé de beber una botella de Coca-Cola, incluso cuando ya habían empezado a aparecer (y sobre todo a oírse: en esta película el sonido borroso y las imágenes borrosas adquieren un insoportable valor dramático, como si lo difuminado, lo entrevisto, fuera mucho más fidedigno, más realista, que lo nítido) cosas espantosas en la pantalla. Y tuve algún acceso de mala conciencia. Como si estuviera cometiendo una suerte de profanación. Pero me decía es que me hace falta. Tengo sueño. Enseguida acabo. Ese sentimiento de culpa por el refresco me perseguirá durante la proyección, pero también me persigue ahora. Ahora que lo que más me gustaría es dormir. Olvidar. Dormir. 

 

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Vuelvo a El hijo de Saúl, al desorden de las calderas, la carbonería, la sangre y los excrementos que hay que fregar después de cada ducha colectiva, la humedad, el desorden, las catacumbas donde duermen los Sonderkommando tras una larga jornada de trabajo que a veces se prolongaba en plena noche cuando llegaban nuevos convoyes de deportados. Hasta el punto de que a veces los mataban al borde de la fosa común. Esa era la vida cotidiana en un campo de exterminio. Y en el rostro de Saúl Ausländer, es decir, en el de Géza Röring, que lo interpreta como un sonámbulo en estado de alerta, registrando cada sonido, los olores, las voces, los gestos, nos hacemos la pregunta que debemos hacernos: ¿Qué hubiéramos hecho en su lugar?

 

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Algunas cosas intuidas y otras sospechadas, otras inadvertids, de El hijo de Saúl, la tan terrible, tan insoportable, como hermosa y necesaria (¡cuidado con los adjetivos desgastados!) del húngaro László Nemes.

 

Era Auschwitz. En 1944.

 

El protagonista se apellida igual, creo que igual, que la gran poeta Rose Ausländer

 

Cree que reconoce a su hijo entre los cadáveres, aunque no está seguro.

 

¿Es legítimo hacerse pasar por rabino para salvarse de la muerte? ¿Es legítimo hacerse pasar por otro para salvar el pellejo? Sí, si con tu acción no envías a otros a la muerte en tu lugar. Hablo de inocentes.

 

Nació en Budapest en 1977. Hablo del director, László Nemes. Sus padres eran disidentes del régimen comunista húngaro. Él, director de escena. Ella, profesora. Emigraron a París, donde László estudió cinematografía. A los 26 regresará a su país para iniciarse de verdad en el cine.

 

Tuvo la suerte de encontrarse con uno de los directores que más me han turbado en los últimos años, Béla Tarr. El autor de El caballo de Turín le enseñó a «concentrarse en los detalles, comprender la trascendencia de las escenas, el hecho de que todo forma parte de un proceso consistente y riguroso, desde la elección de los colaboradores hasta la grabación de la película». Algo que deberías tener presente en el ABC Cultural como lo tienes presente en fronterad y como lo tenías en Koyaanisqatsi. 

 

Hacen falta equipos leales y unidos para conseguir lo que te propones, sobre todo cuando tus objetivos son ambiciosos y están cargados de sentido.

 

En El hijo de Saúl no se pretende mostrar el Holocausto, una empresa imposible, sino «la historia de un hombre atrapado en una situación espantosa, limitado en el espacio y en el tiempo».

 

Si pierdes tu humanidad en una fábrica de muerte (a menudo aquello parece una fundición, o las calderas de un barco que navega a toda máquina hacia el infierno), ¿cómo te redimes? Tal vez de la manera más absurda: tratando de dar digna sepultura, misericordia, al cadáver de quien tal vez fue tu hijo y al que no prestaste la debida atención en vida. Aunque en medio de esa hecatombe, y mientras algunos se rebelan contra su destino, ese esfuerzo parezca ilusorio y condenado al fracaso.

 

El director hace hincapié en un rasgo óptico fundamental, «el uso de una fotografía con poca profundidad de campo, la presencia constante de elementos fuera de plano en la narración de tomas largas y la limitada información tanto visual como basada en hechos a la que tanto el protagonista como el espectador tienen acceso». La honestidad de la mirada: ni la omnisciente ni la subjetiva («lo vemos a él como personaje»): no podemos verlo todo, saberlo todo, mostrarlo todo. Al reducir la profundidad de campo y desenfocar el contexto, y al dejar sin traducir o sin descifrar las otras voces, podemos ponernos con más fundamento en su lugar. 

 

¿Qué voz podemos escuchar en nuestro interior en unas circunstancias como esas?

 

Creo que siempre me voy a acordar del rostro de Géza Röhrig, el actor que interpreta a Saúl Ausländer. Al principio me da la sensación de que tiene una mancha de sangre en la comisura de la boca.

 

«En el verano de 1944, el campo de concentración funcionaba sin descanso: los historiadores calculan que varios millares de judíos eran asesinados diariamente». Sentimos la presión constante de nuevas remesas de cadáveres, de grupos que van a ser exterminados. Y de ahí que Saúl y sus compañeros de Sonderkommando apenas puedan parar ni a tomar aliento: fregando la sangre y los restos, clasificando las ropas, llevando los cadáveres a los hornos.

 

Parte de la familia del director fue asesinada en Auschwitz. «Era algo de lo que hablábamos todos los días».

 

A la pregunta de si hubo algo que se prohibió hacer dice László Nemes: «Las imágenes que no se muestran son la de la muerte, imágenes que no pueden ser reconstruidas y que no deberían tocarse ni manipularse. Para mí era muy importante respetar el punto de vista de Saúl: sólo muestro lo que él ve y aquello en lo que él se fija».

 


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