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Mientras tanto#17 Wagner en los Oscar

#17 Wagner en los Oscar


 

I.

 

 

Alguien me dijo una vez, y con insistencia, que Wagner y Hitler se habían conocido. De ahí que al dictador le gustase tanto la música del maestro: ¡Porque había compuesto óperas para él, bandas sonoras, de todo!

 

Quizás esta percepción les parezca a algunos absurda, pero para otros se trata solo de sumar un gesto adusto en una foto en blanco y negro más un desfile con el brazo derecho en alto; dejarlo cocer en la mente, espolvorearlo con algo de Apocalypse Now y ya tenemos una fantástica equivocación histórica: Wagner murió en 1883; Hitler nació seis años más tarde.

 

Equivocaciones como esta las hay a miles; y más cuanto más retrocedemos en el tiempo. Pero este caso es, quizás, el más llamativo de los hechos por lo próximo que lo tenemos y lo equivocados que estamos.

 

Lo digo, claro está, por cierto revuelo —nada discreto, pero tampoco especialmente malintencionado— en la elección de fragmentos de Die Walküre y de Rienzi en la gala de entrega de los Oscar del domingo pasado. Era la música que sonaba para cortar los discursos de agradecimiento de los premiados; y una de las películas triunfadoras, Son of Saul, trata sobre el holocausto: «Una película que se va incrustar (espero para siempre) en la memoria», como escribía aquí Alfonso Armada.

 

New Musical Express tituló su crónica sobre la reacción a esta decisión en las redes sociales, ahora sí, con la peor de las intenciones posibles: «The Oscars Played Hitler’s Favourite Composer To Celebrate A Film About The Holocaust — The Internet Reacts» («Los Oscar utilizaron al compositor favorito de Hitler para premiar a una película sobre el holocausto: Internet reacciona»).

 

Los tuits son delirantes, porque encima y sobre todo, la consigna en esta gala era protestar por la ausencia de artistas afroamericanos —o sea, negros— entre los nominados. Así, NME recoge algunos comentarios furibundos, que ponen a la gala de «antisemita» en adelante.

 

Lo dice gente que, obviamente, nunca ha escuchado a Wagner. Pero tampoco se les puede culpar; ni siguiera considerarlos del todo ignorantes: ¿qué clase de ola cultural los ha arrastrado a tamaño error?

 

 

 

II.

 

 

Alex Ross lo explica muy bien, sin condescendencia ni grandes lamentaciones, en este artículo: la conclusión viene a ser que Wagner dejó de ser Wagner, se desgajó en otra personalidad, cuando su música empezó a ser empleada en películas de Hollywood asociadas a cosas distintas: la cabalgata de las valquirias de Apocalypse Now llega en un momento despiadado y crudo; y Woody Allen dijo, con más retranca de la que sospechábamos, que su música le daba «ganas de invadir Polonia».

 

Si bien la imagen del Wagner estrella, su incrustación en la cultura popular, es así de negativa; en el circuito operístico la cosa mejora —pero solo un poquito y moderadamente—: es de los pocos compositores de los que hay obras prácticamente censuradas, por motivos distintos y a menudo sorprendentes.

 

Una de ellas es La prohibición de amar, que hasta pasado mañana representa el Teatro Real, en producción de Kasper Holten y dirección musical de Ivor Bolton. Es una obrita de juventud de Wagner, que más tarde renegaría de ella. No se representa en Bayreuth, el festival construido por Wagner y consagrado a su música cada verano. Pecadito de juventud olvidado en un cajón.

 

La otra es la propia Rienzi. No es que esté censurada explícitamente, pero sí procura evitarse y, cuando se camina por los terrenos del totalitarismo estético en la puesta en escena… La cosa se pone fea y los propios alemanes, tan osados, se revuelven (un poco) en sus butacas. La música de Wagner, dicho sea de paso, está absolutamente prohibida en Israel, salvo algunos conciertos puntuales. Nunca se ha escenificado una ópera suya.

 

¿Tendrá algo que ver la andanada antiwagneriana de los Oscar con este hecho?

 

 

 

III.

 

 

Nunca he tenido y posiblemente nunca tenga la paciencia de leerme todos esos textos en los que Wagner demuestra si es antisemita o no; y menos aún de leer todos los estudios que se han escrito después: hay quien dice que en realidad hay que colocarlo todo en su contexto, y que el sionismo, en su origen, nunca estuvo del todo en contra de él; hay quien dice, por contra, que de su creación intelectual y musical pudo emerger con más fuerza el nacionalsocialismo. Hay de todo.

 

De todo menos un análisis sobre lo que contienen, por qué lo contienen y qué significan sus obras. Y no solamente desde una perspectiva musical o textual; sino también dramática, metafórica y política. Pero este análisis entraña una dificultad enorme, por la cantidad de capas, ambigüedades y sugerencias que contiene cualquier obra de Wagner. Muchísimas más de las tolerables en los años de Internet, en la sangre y fuego que entrañan las redes sociales: si así fuese, alguien descubriría de qué va Die Walküre en general y la cabalgata en particular; y entonces se sorprendería de encontrarse ante un relato de poderío femenino bastante claro —o del gusto de cierto feminismo biempensante de hoy, al menos—; o incluso de que la elección de Wagner para los Oscar, toda vez que se saquen de la ecuación las implicaciones que se le imputan, no es del todo desacertada.

 

Pero Wagner tiene un sambenito muy difícil de quitar; no tiene Twitter para defenderse —o reafirmarse— y se ha convertido, en términos de arena y ruido mediáticos, en un pelele impenetrable al que todos lanzan por los aires sin misericordia, para luego recogerlo y seguir dándole cera.

 

Con todo, y volviendo al titular de New Musical Express para cerrar el bucle, nótese que el mayor pecado de Wagner es uno involuntario y que nace de una confusión monumental: su mayor pecado es, en efecto, ser el compositor favorito de Hitler. Y eso ha de ser forzosamente malo, y eso convierte su música en algo inevitablemente evitable para demasiadas mentes cerradas.

 

Porque un examen algo más pausado a las vidas y pensamientos de todos los compositores del repertorio, incluso a los contemporáneos, los dejaría casi seguro en muy mal lugar según los estándares de hoy: si todos tuviesen un reverso «popular», como Wagner, Verdi o Rossini, probablemente no todos ellos serían amables. Algunos saldrían del repertorio a la velocidad que entraron. Y todo eso es por culpa, seguro, de la incapacidad —tan mitómana como errada— de desgajar no al compositor de su tiempo; sino a la obra de su autor. Que en el fondo, es lo menos importante.

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