¿De qué hablan tres escritores que se encuentran en un café en la Quinta Avenida? De películas, de libros, sí claro, de la novela publicada, de las promesas de nunca más volver a hablar mal─tampoco muy bien─ de los libros que uno publica. También hablan de la vida, de las arrugas, de cómo tratamos a la ciudad, de la última vez que nos echaron de un bar. Vidas de escritores: fantasías que se tejen bajo el amparo de la realidad.
¿De qué hablan los teóricos de la literatura? Del campo, de las distintias intervenciones en esa realidad construida por los escritores: de Foucault, de García Canclini, de Beatriz Sarlo, de los inventos que se hacen para pasar el rato intentando entender mejor ese rato que uno pasa mirando las veredas de la Quinta. Y si yo vengo de la escuela de Cornejo Polar ¿cómo puedo expresarme ahora mal del viejo arqueológico, de esa pieza de museo que apenas si sabía hablar en inglés y cómo se quejaba de los que escribían en inglés. Y por otro lado acá estábamos condenándolo, después de habernos leído una traducción de algo que se leía mucho mejor en castellano. Citan a Gustavo Cerati para hablar de la ciudad letrada (Y cuando uno no ama, compra), hablan de una orgía en una conferencia de filósofos en el norte de Italia, de aquellos años en que se atrevieron a dar clases de latín, de las distintas formas en que se parece el alemán al inglés. También del sabor de los postres de tres leches, del pollo y del pernil.
Escritores y teóricos son muy diferentes. Porque el escritor debe morir, porque esas notas que escribas mientras miras a la calle no valdrán nada hasta que se las compre a tu viuda el Harry Ransom. Mientras que los teóricos y los escritores sigan con vida y trabajen bajo el mismo techo, fulanito soñará con conseguirle novia a fulanita y fulanito pensará en lo bien que se le ve a zutanito con esos anteojos de marco rojo. Escaneamos papeles, miramos al techo, la hora, el teléfono, y no nos sacamos el pellejo alrededor de las uñas pensando en cómo habría hecho Dostoievsky o cómo vamos a conseguir que nos paguen el viajecito al DF para irnos por ahí a hacer lo que hacía Malcolm Lowry cuando escribió Under the Volcano, con todas las botellas disponibles de mezcal paradas en fila sobre la mesa. Somos gente normal.
«Ya conozco tu método», dice una de las escritoras, temiendo que el otro ponga en papel lo que ella ha dicho sobre la menstruación y la leche materna o sobre cómo se puede ver el sol salir desde el baño donde ella se siente en las mañanas a mirar Nueva York: como quien mira los Pantanos de Villa. Como quien sospecha que más allá, más al sur están los Andes donde pasó el mejor marzo de su vida.