A propósito de lo que leí en una nota acerca de escritores que se vanaglorian de los trabajos que hicieron en sus viajes de aprendizaje, me tocó pensar en si alguna vez he exagerado las dificultades del camino. Espero que no.
Siempre consideré los trabajos que tuve que hacer y las épocas de maldad económica en comparación con los tiempos en que la vida era fácil.
Es decir: Si a las cuatro y media de la mañana de un viernes estaba semidormido y con frío en un paradero de Brooklyn─empezando un viaje de tres horas que me llevaría a un club de golf y a su parqueo de de automóviles donde me ganaba el dinero los fines de semana─ solía suavizar el momento pensando en los días en que no hacía nada sino estudiar. Pensaba en esos martes por la mañana en que me tumbaba en una silla de la NYPL después de mis clases de inglés mientras otros miraban el mundo desde una oficina. Recordaba las tardes en que deambulaba por las calles del Village y lo único que me preocupaba era encontrar un buen restaurante y un espagueti.
Y si me daba un ataque de orgullo por dedicarme a recolectar dinero por mover automóviles─sábados y domingos de 6 de la mañana hasta 11 de la noche─pensaba en los días limeños en que mis domingos consistían en levantarme resaqueado para subirme a mi automóvil e irme a buscar un cebiche y una playa. Me enfocaba en aquellos fines de semana en que lo más complicado era saber qué hacer con tanto tiempo libre.
Si alguna vez me peleaba con un amigo por dos dólares que no tenía para comprar una bolsa de sopa Ramen, hacía memoria de las tantas comodidades de mi niñez y de mi adolescencia. No me incomodaba el cuarto donde mi cama ocupaba todo el ancho de la habitación, si me colgaba de la estrecha ventana por donde se colaba el viento y veía la punta del Empire State.
Aquellos días siempre tuvieron la apariencia de una gran aventura.
Es verdad que había incertidumbre y es verdad que por momentos sobraba la nostalgia. Supongo que estaba jugando a una especie de rifa: apostando a que la vida daría otras vueltas y que al final del túnel habría alguna luz, sopa y ropa caliente.
Cuando saludaba a los jugadores de golf y los llamaba por su nombre: Mister lo que sea, me recordaba a mí mismo llegando apurado a un partido de tenis. Veía a ese muchacho en un automóvil, llegando al gimnasio con su maleta de ropa limpia a las 7 de la mañana de Lima y al hombre de la puerta saludándolo: Buenos días señor Gonzales.
Me parecía honesto tener la chance de ver el mundo desde otra perspectiva. Lo veía no tanto como una pena sino como un regalo.
Y si alguien me dice que no es fácil pues le replico que tampoco es tan difícil. Con el debido respeto a esas lágrimas que aparecieron de vez en cuando, agradezco a quienes aparecieron en el camino a recordarme que mi vida era mejor que la de muchos.
«El mundo es tuyo» me dijo ayer ella y yo le repliqué (quizá pensando en esos laberintos, en las oportunidades y las opciones de Nueva York): el mundo es de todos.