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Taipei


 

 

Regreso de un largo viaje sin mucho que decir, sin mucho que contar. Es decir, con mucho que decir, con mucho que contar. Pero con miedo a caer en lo innecesario. En el constante ensordecimiento del mundo, que nos impide, por ejemplo, prestar atención a lo que es valioso. Como hace Walter Benjamin con las sillas siempre preparadas en las casas de Ibiza: «Tienen mucho que decir». ¿Cuándo dejamos de prestarles atención?

 

Nos la reclama Frédérik Pajak en el primer volumen (¿serán once?) de su Manifiesto incierto. Al dibujar las sillas de las que habla Benjamin, anota Pajak: «Y en la estancia principal siempre hay preparadas unas sillas de una sencillez desarmante». Recuerda que, cuando Albert Camus pasó por la isla, escribió: «Si el lenguaje de esas tierras armonizaba con lo que resonaba en lo más profundo de mí no es porque respondiera a mis preguntas, sino porque las volvía inútiles».

 

En el silencio del templo de Confucio, en la ciudad de Tainán, antigua capital de Taiwán, un calígrafo regalaba sus obras en papel de arroz. Cuando le pedimos que nos tradujera algunas de las frases que había dibujado, nos contó en un inglés de acento perezoso, como si algunas sílabas estuvieran colgadas de los ficus, que se trataba de una frase de Descartes, de una sentencia de Confucio, de que la llegada de la primavera, que hace que todo renazca, también nos recuerda que todo ha de morir.

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