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Mientras tanto#25. Opera star system

#25. Opera star system


 

I.

 

 

Domingo, Berganza, Carreras, Pons. Caballé, Aragall. Podemos llamarles por el apellido porque, quizás salvo uno o dos de los presentes, no haya nadie que no sepa quiénes son. Quiénes fueron, pero también quiénes son. Kraus, Pavarotti: esos pertenecen al equipo de los pretéritos, por fallecidos. Aquellos, en cambio, se han reunido esta semana en el Gran Teatre del Liceu para celebrar el 25 aniversario de la revista especializada Ópera Actual, que entre la información puntual y la crítica ha conseguido fraguarse un prestigio innegable dentro de la cosa operística.

 

Con todo, nunca es buena idea identificar a la gente por los apellidos. Supongo que en otras latitudes es muy difícil encontrar a periodistas que, hablen del ámbito que hablen, y hayan repetido las veces que hayan repetido un nombre en días o semanas, puedan referirse a alguien solo por el apellido. Seguro que siempre se encuentran con su editor de frente cuando incurren en la tentación de mentar a un político, a un cargo público o al director general de una empresa sin añadir en algún punto el puesto y una referencia que lo haga identificable al lego. Con una salvedad: las estrellas. 

 

Bono. Springsteen. Beyoncé. Lady Gaga. El star system permite construir redes de referencia que hacen prescindible una coletilla, o que incluso la hacen imposible: en no pocas columnas he tratado de hablar sobre Isabel Preysler sin encontrarle el adjetivo o el sustantivo correcto. Empieza a ocurrir lo mismo con su novio, Vargas Llosa, pero esa es otra historia.

 

El caso es que, de entre todos los asistentes a la fiesta de Ópera Actual, me descubro entendiendo referencias algo más opacas quizás por tener la cabeza metida en ello: Bros, por ejemplo. Es el enorme tenor que hace unos días arrasaba en ese mismo teatro, un viejo conocido para los aficionados pero un completo desconocido para quien nunca ha tenido la fortuna de oírle cantar en directo.

 

Eso no ocurre con quien jamás ha escuchado una canción de Beyoncé o quien obvia los conciertos de Justin Bieber. Ellos son estrellas; en la ópera, y más aún en la española, perdimos el fulgor hace quizás dos décadas. Arteta sobrevive. Es difícil saber qué hemos hecho para merecer un mundo (¿será la profesionalización, será el ruido?) en el que ya no hay figurones por los que, como cuenta Emilio Sagi, se alcanzaban reventas estratosféricas hace no tantos años.

 

 

 

II.

 

 

Tampoco es fácil calcular si este tipo de acontecimientos más o menos públicos, como puede ser la celebración de una revista, son un petardeo calculado de puertas hacia adentro o una reivindicación de puertas afuera. Un comentarista avinagrado lamentaba tras los Premios Líricos Teatro Campoamor de este año que al cóctel posterior solo se pudiese acudir con invitación (que él no tenía, por supuesto); y yo mismo me crucé, en aquella noche lluviosa, con un hombre que esperaba en una de las puertas del teatro a que Bryn Terfel se dejase ver para hacerse una foto y pedirle un autógrafo. No sé si lo logró.

 

En la entrada de artistas de la Ópera de París hay señoras de visón esperando a alguna estrella; y casi hay más gente en la puerta trasera de La Scala una noche de apertura de temporada que en la fachada principal. Quieren ver a sus ídolos, a unos ídolos que inexplicablemente tienen que contar, con grandes dosis de paciencia, quiénes son cuando los entrevistan en España. Cantar ópera es difícil, a mis padres les encantaba, todo eso. Recuerdo aún un titular de una entrevista a Sondra Radvanovsky, la soprano estadounidense que se ha hecho las tres reinas donizettianas en una temporada en el Met, en la que solo alcanzaba a señalar que le encantaba la sidra. O el chorizo a la sidra, algo así. ¿Qué demonios pasa?

 

Teresa Berganza, Plácido Domingo o Montserrat Caballé, los de la foto del principio, suelen aludir a la falta de cultura que se ha apoderado de España para explicar este corte repentino en la celebridad. Otros, como Ainhoa Arteta, que siguen en activo y ven qué se cuece por los teatros del mundo, opinan en cambio que la cosa tiene que ver con las planificaciones de las carreras artísticas (o su ausencia: la prisa es mala consejera en este mundo). Y un barítono como Juan Jesús Rodríguez, que ha vuelto a no callarse en una reciente entrevista en Platea Magazine, ataca directamente a las direcciones de los teatros españoles, bloqueadores, según él, de carreras pujantes.

 

 

 

III.

 

 

Puede que ninguno tenga razón, o que la tengan todos ellos. El hecho es que el diagnóstico es indiscutible: no tenemos estrellas en el firmamento de la ópera, ni embajadores de cara al gran público que queda por seducir. Ni siquiera es muy probable que un teatro se llene con un solo nombre en el cartel, o no en España al menos. Que se llene la primera noche y la segunda y la tercera sí, claro; que se llene la cuarta, que implica el desembarco de los paseantes ocasionales, ya se torna más complicado. Cantar ópera es díficil, explican, a todo el mundo le puede emocionar, insisten. Pero las taquillas no suelen reventar y los medios, salvo escándalo pintoresco, tampoco son muy dados a hacerse eco de un do sobreagudo o de una función bien conducida.

 

Es tentador, incluso fácil, lamernos las heridas en estas reuniones achacándolo todo a la ignorancia generalizada, pero por desgracia salta a la vista que queda muchísimo por hacer. No podemos ser tan condescendientes hacia el desconocimiento de lo que es una partitura; no podemos cargar las tintas sobre el hecho de que alguien prefiera ver fútbol a Tosca: no podemos porque, según la experiencia de cualquiera que haya llevado a alguien a la ópera, resulta que en general les gusta y quieren repetir.

 

Puede que nunca lo hagan porque no tengan medios, tiempo o porque les dé pereza, pero les gusta. A partir de ahí, es necesario cebarlos y alimentarlos no solo a base de estupendas funciones, sino de la posibilidad de referirse a cierta gente por el apellido. Está más que probado que el show business, que el star system y que un montón de cosas más que tienen nombres en inglés gustan por su contenido, pero también por su continente. De la ópera, en cambio, se ha apoderado cierta corrección política que nos exime y nos priva de un buen cotilleo cuando procede —más que a los que habitamos grupos de WhatsApp con enjundia o fisgamos foros de tanto en tanto–. Este relato, esa narración (Plácido y su mujer, Caballé y Freddie Mercury, busque su ejemplo favorito) son la sal y la pimienta de una forma de arte que merece vida, luz y taquígrafos antes que silencio y buenas caras. Algo más de transparencia (y si así fuera, triunfaríamos) contribuirían no solo a consolidar las maravillas que ya tenemos, sino a que todo un mundo acudiese en tromba a verlas.


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