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Mientras tanto#26 Humo, madera y gente elegante

#26 Humo, madera y gente elegante


 

I.

 

 

Jordi Évole y su programa, Salvados, requemaron el Liceu el pasado domingo. El programa estaba dividido en cinco actos. Muchas imágenes de archivo, declaraciones a mansalva y la promesa, desde la semana anterior, de que había revelaciones de calado sobre el famoso incendio que arrasó el coliseo barcelonés en 1994. Al menos, sirvió para que muchos que no lo sabían lo descubriesen. Pero no sirvió para que los que devoramos cualquier cosa relacionada con la ópera y alrededores nos quedásemos demasiado satisfechos.

 

Al equipo del programa le salen tres tipos de productos, según cómo hayan pasado la semana: los que presentan un buen tema estupendamente tratado; los que plantean un buen tema pero naufragan en su presentación; y la minoría: los que presentan un tema espantoso y lo convierten en uno apasionante. Este reportaje pertenece al segundo grupo.

 

Hay tantas leyendas urbanas, mitos y misterios en torno al Gran Teatre del Liceu que uno acaba por echar de menos más llamas, más espectacularidad y menos fárrago administrativo de informes, dimisiones, nombramientos y memorandos. La vaguedad de las declaraciones de los unos y de los otros acaba por resultar exasperante: en el programa se entrevista a casi una decena de voces autorizadas y nunca se llega a explicitar una conclusión, una hipótesis, algo en firme. Sencillamente, se entrelee que el Liceu se quemó por negligencia, pero al tiempo nadie quiere apuntar con un dedo acusador. Es solo un «ponerlo sobre la mesa», revelar un pacto de silencio, un «aquí ha pasado algo y saque usted sus propias conclusiones». Una vaguedad deslavazada a la hora de explicar qué y cómo sucedió. Una pena, en definitiva, con las posibilidades que ofrecía el relato de la Barcelona post olímpica; el mundo de la ópera español de los primeros años 90; el linajudo clasismo del Liceu y su Historia; ¡madera, humo y gente elegante!

 

 

 

II.

 

 

Pero tan solo se entrevista a un ex jefe de eléctricos del Liceu —el responsable por aquel entonces—. Todos los demás son políticos, gestores o directores generales. O fiscales. En concreto, la falta de sensación de vida que transmite el brevísimo documental se debe seguramente a eso: a que cuado hablan espectadores más o menos implicados (como pueden ser los que aquí aparecen) resulta que piensan en el teatro no como un hogar, sino como en una entidad, una institución, un sitio en mitad de las ramblas. Faltan olores, sabores y con toda probabilidad faltan personas y personajes para entender qué podía suponer la hecatombe del Liceu en su contexto.

 

Por ir incluso un poquito más lejos, hubiera sido deseable un ejercicio de documentación algo más hondo en torno a si esto puede ocurrir hoy en España. Ciñéndose al mundo del teatro y las artes escénicas, antes que alinear el documento —que es lo que Évole tiende a hacer— con una visión algo prefabricada sobre turbios manejos políticos.

 

El incendio del Liceu es algo fascinante en sí mismo: la construcción del discurso posterior, la gestión de la crisis, el renacimiento… Porque, además, todo se encuadra en los años de la resurrección de la ópera en España, de su preparación para el siglo XXI. Esa etapa inaugurada con la reapertura del Liceu, que prácticamente coincidió con la del Teatro Real de Madrid (dos años antes) sí merecería ser el foco de un documental sobre el incendio del Liceu, y no tanto la constatación de que el poder político actuó, como poco, mal.

 

Nos acercamos sin remedio a las dos décadas transcurridas desde sendas inauguraciones y, por tanto, posiblemente nos acerquemos también a un cambio de época en la lírica española. Nadie habla de eso. ¿Estamos preparados para el año 2017, que supondrá el 25 aniversario de la España de los Juegos Olímpicos y de la Expo de Sevilla? Puede que en el ejercicio de observación acabemos revelando verdades muy incómodas.

 

 

 

III.

 

 

No nos desviemos: decía que eché en falta algo más de visión interior, de madera, humo y gente elegante. Todo lo que se dijo, todo el tratamiento del informe, todo aquello que se puede entrever con algo de entrenamiento me recuerda a tantas otras cosas que no han dejado de suceder.

 

En concreto, a aquello tan hispánico y tan teatral del descuido, la dejadez porque «nunca pasa nada» y «está todo bajo control». La consabida crisis económica no ha ayudado, precisamente, a mejorar demasiado la situación: con la falta de dinero vienen las decisiones equivocadas de quien lo maneja. Y quien lo maneja tiende a no escuchar, o a escuchar moderadamente, a quien expone qué necesidades hay.

 

En este sentido, sí es muy revelador en el documental el comentario que se hace sobre los desorbitados sueldos que se pagaban en el Gran Teatre del Liceu en su apertura (unos 1.800 euros mensuales, más casi la misma cantidad en horas extras, allá por finales de los años 80), y que contribuyeron sin duda a que fuese más fácil instalar un cómodo silencio sobre el incendio.

 

Es muy impactante comprobar lo cíclico del adocenamiento, lo complaciente del silencio, la complicidad en la chapuza. Se proyecta aquello y no se trae a nuestros días. Eso es lo más escabroso, lo que más se echa de menos: que mañana mismo podría ocurrir algo similar.

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