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Mientras tanto#27 El poso de Schönberg (Arón)

#27 El poso de Schönberg (Arón)


 

I.

 

 

De verdad que no fue fácil, pero encontré el vídeo de Moses und Aron, de Schönberg, y lo vi. Es el mismo montaje que se estrena en Madrid dentro de casi dos semanas, y que se pudo ver en la Opéra National de Paris el año pasado. Usted también puede zambullirse en el inquietante mundo del dodecafonismo aquí sin moverse de casa.

 

Hace ya unos meses que charlábamos amigablemente en este blog sobre Dmitri Tcherniakov y sobre Romeo Castellucci, que es el director de escena de esta producción. Debió de ser por aquel entonces cuando reuní el valor para meterme en el montaje, y en aquel momento mis sensaciones deambularon entre lo agradable, lo correcto y lo inane. No sé por qué solo me dejó una sensación mediativa que creía que olvidaría antes de haber acabado con el turrón navideño. Me equivoqué.

 

Algo pasa con ese Moses und Aron (sí, es «Arón», no «Aarón»: es la única manera de que el título tenga 12 letras en alemán) que se va decantando con el tiempo, que sus imágenes van quedando ahí y se van deformando, transformando, hasta eliminar por completo la narración del montaje. O sea, no sería capaz de reproducir, al igual que en otros montajes que sí me han impactado, la secuencia completa: cómo empezaba, cómo seguía, quién moría al final. Simplemente es una impresión, una manera de ver ópera y de escuchar música que trasciende lo que yo llamo «el gancho de los diez minutos».

 

Esa es una barrera psicológica a la que nos solemos enfrentar, y que seguro que tiene explicación científica: solemos empezar las cosas por el principio. Al hacerlo con una ópera, la frontera de la atención está más o menos en diez minutos (la obertura y algo más). A partir de ese momento, ya está pelada la manzana, ya ha desaparecido la emoción del primer mordisco, ya se tiene que aguantar por su propio pie. Y ahí es donde el dodecafonismo, por ejemplo, acostumbra a atraparnos o a repelernos.

 

 

 

II.

 

 

Volvamos al montaje, que de alguna manera inexplicable entiende esto y lo lleva al extremo. No hay una sola correspondencia entre el texto, la música y la escena. Vaya esto por delante. Sin embargo, es una de las puestas en escena más fieles a la obra —y con más sentido— que haya visto. No he conseguido entender, como digo, cómo lo ha hecho Castellucci o cómo funciona su cabeza. Pero funciona bien: quizás no le encargaría una Traviata, pero de este monumento a la dificultad sale más que airoso.

 

A medida que van avanzando las dos horas de Schönberg, todo empieza a volverse enorme. Uno de los ganchos para escribir esta entrada, de hecho, son las dos únicas pinceladas que hasta ahora he visto o leído sobre el montaje hasta este momento: la primera fue de Rubén Amón, que lo tiene fácil para descollar en el erial que es la cobertura de ópera en la prensa generalista de este país. No habló de música, sino del toro de 1.500 kilos que participa en el espectáculo, Easy Rider. Hizo un par de chistes, bastante buenos por cierto: «Diferentes colectivos decidieron movilizarse en una recogida de firmas —30.000— que elevaron a la ministra de Cultura, Fleur Pellerin, conminándola a retirar al bóvido de la ópera. Consideraban que suponía un caso inequívoco de maltrato animal, no tanto por el estrés que pudieran suponer al mamífero dos horas de dodecafonismo como porque sostenían que Easy Rider actuaba drogado —no sería la primera estrella en semejante situación— y que resultaba vejatorio someter al animal a un espectáculo operístico.»

 

La segunda pincelada viene en forma de nota de prensa del Teatro Real, que hoy ha presentado el espectáculo. La alusión, el gancho para que los ociosos periodistas de Cultura se interesen y titulen sus informaciones con fuste también va de dimensiones: hasta 400 profesionales intervienen en este montaje, entre ellos tres submarinistas y seis alpinistas. Y un toro de 1.500 kilos, pero ese no sale en la nota de prensa del Teatro.

 

Entonces se clama por la belleza y la espiritualidad de Moses und Aron, pero al pan, pan y al vino, vino: hay más gente encima, debajo, detrás o alrededor del escenario que en el patio de butacas. O sea, a lo grande.

 

 

 

III.

 

 

Entiendo la dificultad de explicar o de vender algo así. Apetece salir a la calle, parar al primer viandante y preguntarle qué esperaría de un espectáculo, cualquiera, con estas coordenadas:

 

—Hay figurantes con malformaciones físicas (muchos).

—Hay un toro de 1.500 kilos.

Hay seis alpinistas profesionales.

Hay tres submarinistas.

Hay ciento diez músicos.

 

En una rápida composición de lugar, supongo que el sorprendido viandante se imaginaría al bueno de Easy Rider haciendo un triatlón paralímpico con música en directo, que es la única explicación posible a esta suma de elementos.

 

Sin embargo, una vez visto el espectáculo, ninguno de todos esos componentes es perceptible. Ni siquiera los cantantes, ni el coro. Los buenos montajes son aquellos en los que se olvida la presencia de la orquesta, en los que la música fluye y no se puede analizar —lo mismo que en un buen texto, en fin—. Este es uno de ellos, pero es uno con un «gancho de los diez minutos» lo suficientemente complejo como para que el sufrido público madrileño huya en desbandada del Real antes de dejarlo calar.

 

Es más, o mucho me equivoco o, silenciosamente, incluso la intelectualidad capitalina lo va a odiar. Les va a parecer pretencioso, impenetrable y abstruso: ellos sí verán el toro, los ciento diez músicos, etcétera.

 

Eso conduce a la sospecha de que el espectáculo solo se aguanta por la cantidad de medios que le han brindado a Castellucci (que quizás no podría sostener esta ópera con una silla y una mesa), pero no es así. El tiempo habla, las imágenes quedan y algo, algo muy valioso, permanece ahí. En unos meses, comentamos.

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