Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoViajar al borde del día

Viajar al borde del día


 

«Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca. Y, además, todo el mundo puede hacerlo. Basta con cerrar los ojos y abrirse al otro lado de la vida». L. F. Céline.

 

Aprovechando el viaje a Dinamarca de algunos alumnos, y también que teníamos tiempo, me rompí los sesos buscando una película que sirviese para acompañar los temas de ética y política del final de este curso. No servían las películas que siempre ven los jóvenes, tampoco otras que ya había puesto (Deliverance), pues se trataba de buscar algo nuevo, lo más impactante posible: algo que les «hiriese» (es un decir) y mostrase el escándalo que es, que puede ser el mundo (como en La caza) cuando nos bajamos de los sistemas de protección que nos impiden percibir y pensar. Pensé en King and country y Johnny cogió su fusil, antiguas y magníficas, pero ilocalizables… y tal vez, para los jóvenes, un poco anticuadas.

 

Así que me acordé de La gran belleza, la cinta anterior de P. Sorrentino, pero con más éxito todavía que Youth: misteriosamente, los cretinos de la Academia (los mismos que acaban de premiar un comic de venganza, osos y nieve) le concedió el Oscar a la mejor película extranjera en 2014. Los temas de La juventud se repiten, pero tratados de manera completamente distinta: la vergüenza de vivir en este mundo y sobrevivir al paso del tiempo, el misterio de todas las edades y de la juventud; la amistad, la decadencia, el amor, la belleza y la muerte… Todo ello con un formato multicultural y cosmopolita, pero esta vez (a diferencia de Youth) muy italiano, pues la película está rodada en la Roma actual y, a distancia, siguiendo el eco de aquella legendaria La dolce vita de Fellini. El fondo es muy dramático, incluso trágico, pero, como en Youth, Sorrentino lo sirve otra vez en una superficie perfeccionista, de estética muy cuidada. Tal vez la intención es que sea más digerible la crudeza de lo que quiere mostrar, con un ritmo que no concede descanso. Me llamó la atención también la forma en que Sorrentino ama y cuida la música: hasta los temas «horteras» de R. Carrá o de música suramericana son entrañables, no digamos otros más delicados, desconocidos o vanguardistas. No sólo esta magnífica banda sonora, que habría que buscar. Sorrentino cuida también unas envidiables coreografías en las dos o tres fiestas que recorre con la cámara, coreografías que en principio no parecían ser su especialidad.

 

Con un ritmo frenético, La gran belleza encara una variación mundana sin media aritmética, también en los personajes y en la música, pues ambos oscilan entre lo vulgar y lo exquisito. Fijaos en los rostros, en medio de una fauna internacional: bellísimos o grotescos, extraños, a veces inescrutables… Y los personajes. Los amigos de Jep: la enana Davina, Viola y Andrea, Ramona y su padre, el simpático Lello… La brutal novia de Romano, drogadicta. El enigmático vecino de arriba, el cardenal Peruchi, la Santa… Lo que se podría llamar la mutación anímica de la especie, una cuestión que algunos nos obsesiona, aparece en los rostros desencajados o inaccesibles, en la escena del gurú de la estética y el botox, en escenarios y fiestas alucinantes, más probables en Roma (una Roma que ya no es «refinada», se queja Jep) que en Madrid. Este contraste entre lo sublime y lo grotesco, sin ningún maniqueísmo, Sorrentino lo extiende también a la mezcla entre moralidad e inmoralidad, entre alegría exultante y tristeza total; entre inocencia y perversión, lo laico y lo religioso… No hay buenos de un lado y malos de otro. El bien y el mal están terriblemente repartidos, en una especie de banalidad del mal (H. Arendt), y también una banalidad del bien, que hace a ambos casi intercambiables, separados por el truco de una delgada lámina.

 

En cierto modo el protagonista, Jep Gambardella, está encharcado en la brillante banalidad que le rodea. Absorto por la vida nocturna de Roma, ya no escribe novelas. Aún así le queda un resto de honestidad y sabe que esa fluidez es engañosa, por eso no le perdona la vida a todos los que, sean artistas o cardenales, van de listos y quieren pescar fácilmente en esas aguas revueltas. Jep Gambardella, aunque no es malo, dice y hace cosas bastante terribles. Quiere ser un cínico y adaptarse a esa atmósfera disipada, pero no lo consigue, lo cual le hace más entrañable. Mantiene de hecho una especie de hilo de moralidad, o sentido común, en medio de la corrupción de la alta sociedad romana. Reconoce la derrota de su generación; añora (recordad) el «olor de la casa de los viejos» mientras sus amigos piensan en otra cosa; cuida y quiere a sus amigos, también a la encantadora Ramona, con quien tiene una relación leal y honesta. Mantiene un amigo, Romano, que no es nadie, pero a quien él aconseja y le ayuda. Se trata de igual a igual con su asistenta, esa granuja a la que adora. Sobre todo, por encima de todo, no olvida jamás a Elisa, su primer y casi último amor, cuya belleza inocente y cuyo abandono (ni siquiera sabe por qué le dejó) le mantienen obsesionado.

 

Con todos sus defectos, todos los amigos de Jep (también Stefanía, desde luego Ramona) están muy lejos de la estirpe de policías, de derecha e izquierda, que nos intenta gobernar. A diferencia del narcisismo policial de la estúpida millonaria que se hace fotografías a sí misma para Facebook, del siniestro cardenal Peruchi, los amigos de Jep viven el momento, sienten y hablan según el suelo que pisan. Lejos de nuestra cobardía media actual, de nuestro moralismo hipócrita, Jep juega a ser frívolo y cínico, hasta inmoral. Sin embargo, con una especie de quijotismo irónico, protege a los débiles y ataca sin piedad a los poderosos: hunde en la miseria a la idiota artista conceptual que recuerda a M. Abramovich; destroza a la presuntuosa Stefanía, aunque la quiere. Ama y cuida a Davina, la genial enana, directora de la revista para la cual Jep escribe. Se divierte con su amigo Lello, gamberro y vendedor multimillonario de juguetes. También con su histriónica esposa. Se deja querer por Viola y su hijo Andrea, cuya muerte Jep no se puede perdonar. Nadie es muy bueno, nadie (excepto algún personaje directamente siniestro) es muy malo. La propia niña-artista, Carmelina, oscila entre un demonio y un ángel.

 

La subordinación socrática de la política a la ética es patente en la discusión entre Stefanía y Jep, que acaba mal, aunque después se reconcilian. Jep defiende, también Romano y Davina, que en los sentimientos, en las emociones y en el recuerdo hay algo más «universal» e importante que toda la basura que se juega en lo que llamamos ciudadanía, en la obsesión pública representada (de manera humana) por Stefanía y de modo más siniestro por el Cardenal Peruchi. Lo personal es político, se ha dicho. Es posible que Jep no sea una radical de izquierdas (es Stefanía la que juega a eso), pero sabe al menos que es un miserable en decadencia, que no puede estar contento consigo mismo ni encantado de haberse conocido: a diferencia del Cardenal, la millonaria a la que abandona en su habitación, la novia brutal del ingenuo Romano, etc. Jep tiene una relación fraternal con su asistenta hispana y que atiende lo que le dice Davina, que es enana, sobre la necesidad de recordarnos el niño que somos.

 

Salió en alguna clase: lo personal es lo político. A una persona se la mide por sus gestos y su estilo de vida; por sus silencios y sus palabras, por sus trucos. No por la ideología que dice defender, como intenta Stefanía. La carne de lo cotidiano es el barómetro de lo político. ¿Cómo creéis que sobreviven los miles de palestinos hacinados en los llamados Territorios Ocupados? Pues posiblemente como muchos de los que nos rodean, con una idea de lo político muy distinta a la que tienen entre ceja y ceja la estirpe de policías, de derecha e izquierda, que nos intenta gobernar. Se sobrevive a la infamia tal vez como nuestros padres, como Jep: buscando raíces, según sor María, un buen truco para poder encontrar vacuolas donde respirar, algo de belleza en la vergüenza que es vivir en el mundo.

 

Tal vez uno de los mensajes políticos de Sorrentino sea: ¿No somos todos nosotros unos enanos? ¿No deberíamos estar más cerca del suelo y no olvidar el niño que todavía somos? Muchos adultos han destruido sus vidas. Onetti escribió: «Un hombre hecho es un hombre deshecho si no es excepcional». Lo único que podemos hacer es reconocerlo, cuidarnos unos a otros, hablar de cosas intrascendentes y buscar un truco que permita que la tragicomedia de la vida siga.

 

Al final es un truco, un gesto infantil de humor, amor y confianza, lo que nos permite encontrar la belleza, quizás pequeña, en medio de las dudas y la dificultad de vivir en este mundo. El sentido del humor, y cierta inteligencia benévola, permite a Jep conectar de forma humana con un mundo que hierve en la corrupción. No sólo recupera la relación con Stefanía, baila y tontea con ella, sino que incluso lo hace también con ese sueño que le puede, una escena juvenil con la belleza de Elisa, no consumada, que nunca entendió del todo. Nunca sabrá por qué le dejó, pues Elisa ha muerto y su diario se ha perdido. Sólo le queda buscar el truco de una raíz en todo eso. Al final es posible que sor María, la Santa casada con la pobreza, sea la más «política» de todos ellos. La misma que ha leído y entendido El aparato humano, la única novela de Jep, como un libro «bello y fiero», a la manera del mundo mismo de los hombres. 

 

Es genial, a la muerte de Andrea, el discurso sobre los funerales. Nada de informalidad, dice Jep, pues es la escena social por excelencia. Se debe estar visible pero no mucho. Jamás debemos llorar (aunque Jep no puede cumplir con este mandato), para no quitarle protagonismo a la familia. Una buena actuación, y aquí Ramona se queda como congelada ante el espejo, no debe tener nada de superficial. Pero es precisamente que Jep, que se siente culpable, se derrumbe en el funeral lo que permite que Ramona le conozca como hombre de carne y hueso y que inicien una breve aventura sentimental. Sí, a pesar de la burbuja de lujo en la que vive, Jep siempre ha sido bastante humano. A la vieja pregunta «¿Qué te gusta más de la vida?» sus amigos respondían «Los coños». Pero él, parado entre sus amigos que bailan, recuerda: «El olor de las casas de los viejos». Incluso es humano en sus pocos y medidos estallidos de cólera: «No soy misógino, soy misántropo», le contesta a Stefanía. Eso, dice el gamberro vendedor de juguetes: «Ya de odiar, hay que odiar a lo grande». Noctámbulo, Jep reconoce ante su asistenta que se encuentra raro porque no sabe qué hacer: «La mañana para mí es un objeto desconocido».

 

¿Qué vas a hacer?, le pregunta Jep al desconsolado marido de la difunta Elisa. Lo que siempre he hecho, responde: vivir adorándola. Termino con uno de los minutos mejores de este (después de todo) inolvidable curso, las palabras finales de un Jep que cierra los ojos en el claroscuro intermitente del mismo faro bajo el que conoció a Elisa: «Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo; bajo los demacrados e inconstantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia y el hombre miserable. Bla, bla, bla, bla, bla. En otros lugares hay otras cosas. A mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí, sólo es un truco».

Más del autor

-publicidad-spot_img