De un tiempo a esta parte, ha estado retumbando en la pared de mi cráneo la frase “cuando Dios quiera”, relacionado con la historia de Obiang. Es como si una entidad superior, y esto pasa con muchos escritores, me estuviera dictando algo que pasaría cuando el Altísimo, que en gloria siga, se apiade de los guineoecuatorianos y sople sobre el cabello ennegrecido del Obiang, o lo fulmine y suba al poder otro que no espere que legiones de hombres y mujeres bailen por él o lancen vivas con su nombre.
Cuando Dios quiera, y sea alabado su nombre, Obiang sufrirá un ataque, lo contarán en el palacio, o donde esté, y lo meterán rápido en un ataúd chino y lo llevarán a la basílica que mandó construir en Mongomo. Querrán, ya lo sé, que lo entierren allí. El truco que se agazapa bajo tanta mención de Dios es que aunque el Altísimo no lo quiera, Obiang tendrá un final. Lo que le da pavor es que sea un final violento, como el que tuvo Samuel Kanyon Doe. Porque si esto se produjera, lo probable es que ni habría que mencionar el ataúd chino ni el túmulo, sino que se hablaría de la estampida de los ladrones que juraron vivir como parásitos con tal de que no se hable de libertad en ningún rincón de Guinea.
Lo interesante de este futuro jalonado de esperanzas es la cuantificación de los guineanos que, sentados, o haciendo leves gestos, esperan este deseo de Dios para ser presidentes en virtud de la aplicación de las normas de transparencia política. Esta es la parte importante en esta esperanza del deseo de Dios. Cualquiera podría hacer una lista y anotar el nombre de los pretendientes a un estado al que sólo se puede llegar si Dios quiere; he aquí el nombre de unos cuantos:
—Severo Moto Nsa
—Buenaventura Monsuy
—Andrés Esono
—Gabriel Nse
—Avelino Mocache
—Raimundo Ela
—Teodoro Nguema Obiang
—Mba Bakale
—Daniel Darío
—Chicampo Puye
—Constancia Mangue
Todos estos quieren que Dios acorte su tiempo de decisión y les permita, cada uno con los méritos atesorados por saber esperar, llegar a la ansiada silla sobre la que decidirán lo que concierna a la vida del resto de guineanos. La curiosidad descubierta en la tonadilla que resonaba en nuestros oídos sobre los supuestos deseos de Dios es que si cualquiera de estos subiera a la silla por aquel deseo supremo, entonces creerá a pies juntillas que sólo Dios podrá quitarle del puesto. Parece mentira que la esperanza en Dios tenga esta capacidad de alimentar el fuego de la dictadura.
Barcelona, 19 de mayo de 2016