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Mientras tantoMi madre, Knausgård y yo

Mi madre, Knausgård y yo


 

 

Últimamente me ha dado por cocinar. O por intentarlo. Quien participa de mi nuevo hobby es mi santa madre, que tuvo la paciencia de “enseñarme” a hacer un redondo de lomo la semana pasada (las comillas las pongo porque, claro: lo hizo ella). Compró la carne, la cortó como si fueran las páginas de un libro, Laura, de esto seguro que te acuerdas. Rellenó las páginas de huevo duro, pimiento rojo y olivas, y las ató y  metió la pieza en el horno. Mientras, se puso a pelar patatas.

 

Yo tengo que acabar un artículo, mamá. Me voy a escribir otra vez.

 

Desde mi despacho, de vuelta al mundo de lo conocido, lejos de lomos que se abrían cual libros, escribía sobre mi querido Knausgård. Me planteaba cosas tan peregrinas como qué hubiera ocurrido si Mi lucha hubiera sido escrita por una mujer en vez de por un hombre, me preguntaba si nos interesaría lo mismo escuchar a una mujer hablar de pañales, de borracheras. También, en un alarde de intelectualidad, subrayaba artículos de The Paris Review y filosofaba con un interlocutor imaginario acerca de si Knausgård era o no parecido a Proust o a Sebald. En fin. Tenía una de esas tardes en las que me había puesto de repente el traje de intelectual y estaba encantada de haberme conocido a mí misma.

 

A través de la ventana que daba a un lavadero anexo a la cocina, escuchaba a mi madre trajinar. Yo, concentrada, seguía levantando el mundo mientras tecleaba furiosamente para llegar a alguna conclusión sobre la relación entre el aburrimiento y lo profundo.

 

¡Ven a ver cómo tiene que estar la carne de dorada para darle la vuelta! –gritó mi madre.

 

Por la ventana se había colado un olor a patatas fritas. Vi la vida escindida en dos: en los discursos teóricos frente a un ordenador y las patatas fritas. Dos partes tan distintas.

 

Con fastidio salí del despacho y me encaminé hasta la cocina. Habían interrumpido mi flujo creador para ver en qué punto de cocción tenía que girar el redondo.

 

¿Ya está, me puedo ir otra vez?

 

Mi madre me miró inquisitivamente.

 

–Es que estoy escribiendo sobre un tipo que se ha hecho famoso gracias a una saga de 3.600 páginas acerca de su vida. No cuenta nada importante pero da todos los detalles: los cafés, las salidas al parque con sus hijos…¿No te parece increíble que se convierta un bestseller alguien así?

 

Mirada ceñuda.

 

Buffff… ¿pero sobre qué escribe? Este hombre tiene que pensar mucho sobre sí mismo ¿no? Bueno, fíjate, gira el redondo. Sí, sí hazlo tú.

 

Después de cerrar el horno, volvió:

 

 –Huy, yo no podría. ¿Es de estos hombres castigados? Ay no, Laura, estos no. Menudo pesado.

 

Mi madre 1 – Knausgård 0

 

Le conté lo que sabía, lo que había leído, mis conclusiones, y ella me escuchaba procesándolo todo en su mente lúcida y apta para sacar mucho mejores conclusiones que yo. Aunque no hubiera leído a Knausgård ni pensara hacerlo.

 

Y he llegado a una conclusión interesante… ¿Tú crees que la gente le hubiera prestado la misma atención si hubiera sido mujer?

No sé.

¿Pero crees que la opinión de la gente hubiera sido la misma?

Mira, Laura, no lo sé. Pero a mí, ya te lo aseguro: también me hubiera parecido una pesada.

 

Mi madre 2- Kanusgård mujer 0

 

Le faltó añadir que en esta vida se puede ser de todo menos un coñazo, que decía Michi Panero. Me encerré de nuevo en mi despacho y lo volví a vislumbrar: las dos vidas. Estaban tan cerca la una de la otra que casi se tocaban. Y sin embargo, a veces hacía falta un poco de perspectiva para darle a cada cosa la importancia que merecía. La vida del despacho tenía que comunicarse con la otra; la de verdad. Con el olor de las patatas fritas que se colaba a través de la ventana.

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