El robo, tráfico y comercio de reliquias/antigüedades es una tradición que se pierde en la noche de los tiempos. Los ladrones de reliquias vieron ennoblecida su profesión con la invención en el siglo XVIII de la arqueología, un surgimiento que Ignacio Gómez de Liaño ha vinculado en su último libro sobre Carlos III al patronazgo que este monarca ejerció en sus años napolitanos sobre las excavaciones de Pompeya y Herculano. La saga del Dr. Jones a partir de Raiders of the Lost Ark apuntaló definitivamente el estatus de quienes perdieron sus haciendas, el entendimiento y hasta la vida a causa de esa pasión, bien en el rumbo del lado oscuro, entre los que descuella por su elegancia y refinamiento el archienemigo de Indiana Jones, el arqueólogo francés Bellocq, bien en el tramo respetable de la cucaña de la búsqueda desaforada de las reliquias/antigüedades, que son una cosa o la otra dependiendo del gremio que las buscase, el regular o el seglar. Nombres como Schliemann, Evans, Lord Carnarvon y Howard Carter o los protagonistas de las crónicas de arqueólogos del Próximo Oriente de Ceram —los dioses, las tumbas y los sabios— surgen de modo instantáneo cuando pensamos en los fundadores de la arqueología moderna, pero el oficio es indudable que era mucho más antiguo.
Las reliquias —del latín reliquiae, plural de reliquus, “resto”, “residuo”, sustantivación del adjetivo “restante”, “sobrante”— en muchos casos constituían la medula del entramado simbólico de una ciudad, una especie de pedigrí para aquellas urbes con ambición de ser una auténtica metrópolis. El cristianismo se limitó a asimilar un modus operandi bastante extendido en el Oriente Antiguo y en la Antigüedad Grecorromana. El Nudo Gordiano, los restos míticos de los oráculos o las antigüedades que se custodiaban en Atenas, Roma o Cartago fueron los antecedentes de las reliquias de los santos con las que se identificaban —y se siguen identificando— las ciudades más antiguas del Mediterráneo. El mercado de reliquias de santos o del propio Jesús fue uno de los negocios más florecientes desde el siglo IV, cuando comenzaron los tiempos de las vacas flacas para los cristianos tras el edicto de Tolerancia de Constantino. Su madre, conocida en el santoral como Santa Helena, fue una de las precursoras de esa fiebre con sus “excavaciones” en la ciudad santa de Jerusalén en busca de restos y reliquias de la vida de Jesús, comenzando por el emplazamiento del Santo Sepulcro, de la Vía Sacra, del Monte de los Olivos y del monte Gólgota. Si sumásemos los restos que se han conservado de la cruz en la que se crucificó a nuestro Salvador, el lignum crucis, habría suficiente madera para construir un trirreme. La fiebre de las reliquias había comenzado. No había ciudad que se preciara que no contara con las reliquias de un mártir, a ser posible un apóstol, que se adorarían a partir de su invención o hallazgo en un santuario local, con el consiguiente flujo de visitantes —los albores del turismo de masas—, en propiedad peregrinos que comenzaron a inundar esas ciudades: Palmeros, a Jerusalén; Romeros, a Roma (San Pedro, San Pablo y miríadas de mártires en sus catacumbas); peregrinos por el camino Jacobeo a Compostela que comenzaron en torno al cambio de milenio a visitar las reliquias de Santiago Apóstol. ¿Y Venecia? ¿Cómo se iba a quedar atrás Venecia? Unos audaces mercaderes robaron las reliquias del evangelista San Marcos en Alejandría y las llevaron a la ciudad de la laguna. El león del tetramorfos es inseparable de la iconografía de Venecia hasta tal punto que casi todos apostaríamos porque San Marcos fue martirizado allí. Otro grupo de mercaderes de Amalfi se hizo con las reliquias de San Andrés que se custodian en la catedral de una de las cuatro grandes repúblicas talasocráticas italianas. Salerno tampoco se quedó atrás en la carrera: se hizo con las reliquias de otro evangelista, San Mateo, que se conservan en la cripta de su catedral. Las reliquias de otro de los evangelistas, San Lucas, tuvieron una suerte más azarosa, pues se conservan en varios lugares diferentes; en Tebas, Grecia, la ciudad en la que descansaban sus restos, se conserva una costilla; el cráneo en la catedral de San Vito en Praga y el resto del cuerpo en la abadía de Santa Justina en Padua, que por aquel entonces formaba parte de la república veneciana. Las reliquias de San Juan Bautista se descubrieron en el monasterio egipcio de San Macario y las de la mártir alejandrina Santa Catalina en el legendario monasterio homónimo al pie del Monte Sinaí. Comerciantes de Bari se llevaron a su ciudad la mayor parte de los restos de San Nicolás de Mira, en la actual Turquía, un santo que ahora es conocido como San Nicolás de Bari o Santa Claus en el Norte de Europa. La otra parte de sus reliquias fue llevada, cómo no, por marinos venecianos durante la Primera Cruzada a la iglesia de San Nicolás en el Lido, desde donde aún parte la procesión de acción de gracias de “El matrimonio del mar”. No nos extraña que San Nicolás sea el patrón de los marinos. ¿Y qué decir de la sábana santa de Turín, la sindone, o la lanza que el legionario Longinos le clavó a Jesús en un costado? Los avatares y peripecias de todas estas reliquias son una historia tan fascinante como la del Arca de la Alianza a la que Bellocq e Indiana Jones consagraron sus vidas de arqueólogos metidos a ladrones de reliquias. Traficantes de reliquias.