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Mientras tantoCon el frío en el cuerpo

Con el frío en el cuerpo


Hay días como hoy en los que el calor parece derretir el asfalto y en los que hay que salir a la calle con vestidos vaporosos y frescos que dejan insinuar formas e intimidades, y donde en esas ironías del verano y del aire acondicionado hay que estar preparada para pasar verdadero frío, de ese del que pela: en las grandes superficies, en algunas lineas de metro (cada vez menos), bibliotecas, restaurantes y también en mis queridas salas de cine. Si en los centros comerciales cuanto más caras son las tiendas más bajas son las temperaturas, no quiero ni contaros la que deben pasar en la “milla de oro”; ahora me explico esos cutis tan tersos de las vendedoras de Loewe. Ya decía yo.

Así que no conviene olvidarse la rebequita famosa, aunque salgas en plena canícula y en tus planes esté después un cine o unas terrazas en Olavide y acabes volviendo a casa  ya de madrugada. Incluso unos calcetines ligeros siempre vienen bien, porque no veáis como se te quedan los pies después de un rato sentada en la butaca del cine, que ya no sabes donde meterlos. Puedes buscar el abrazo desinteresado de tu acompañante, mientras haces piececitos con él, pero ya ni con esas, el aire enlatado sopla tan fuerte que ni ese abrazo logra templarte el cuerpo.

Ni siquiera cayendo en la ensoñación de imágenes de un Paul Newman y su cálido e incendiario verano, ni  de Marlon Brando y su camiseta sudorosa antes de perder el último tranvía y volver loca a Vivien Leigh, parecen devolverte el calor al cuerpo. Como Liz Taylor sobre un tejado de zinc, no hay pensamiento tan caliente que valga para combatir el aborrecible aire acondicionado y ni la voz del mismísimo Luciano Ligabue susurrándote al oído unas pocas frases en sensual italiano, servirían para calentarte lo suficiente. Menos aún, frases enlatadas sacadas de la factoría 50 Sombras de Grey.

Al final es tal la brisa que corre por tu nuca y por tus piernas, que te olvidas y te abandonas, te acurrucas encogida y deseas con todas tus fuerzas que la peli se acabe cuanto antes, para volver al fuego de la calle. Tórridas paradojas.

Mierda de dinero tirado a la basura, con lo bien que estaríamos tú y yo ahora mismo en una buena terraza junto al Conde Duque, tomándonos una cervecita, pasando calor pero sin llegar a pasar frío.

 

Y es que ya veis, combatir el calor está muy cerca de una pulmonía en estos meses de verano. Y la culpa la tienen estos edificios modernos, inteligentes, domóticos y de una eficiencia energética presuntuosa y falsa. Ese aire acondicionado centralizado se convierte en una fuente de conflictos entre compañeros de oficinas, arriba y abajo el termostato, abajo y arriba… con lo fácil que sería abrir las ventanas y crear una corriente gratis, fluida y natural.  Pero no: a los arquitectos parece gustarles las peleas entre los empleados antes que un verdadero ahorro energético.

Mientras unos trabajaban sofocados con la camisa empapada en sudor, otras teníamos que echar mano de chales y bufandas y yo, que estaba condenada justo en la salida del aire acondicionado, acudía invariable a la máquina a por un cappuccino bien calentito, que te entonara el cuerpo antes de volver a entrar en esa nevera gigante que era la oficina… y ya veis, ahora lo echo de menos, como se echan de menos tantos sacrificios de los que te libra el paro, como en la oscuridad del cine de una noche de agosto echas de menos el calor del asfalto y al salir a él corres sofocada a esa cafetería donde sabes que tienen puesto a tope un buen soplo de aire de mentira.

Diría que tengo suerte de no vivir en la gran manzana neoyorkina, donde la humedad hace que la sensación térmica de los cuarenta grados sea aún mayor, pero prefiero no decirlo y añorar ese calor húmedo mientras me regodeo en despotricar de esta sequedad infernal del Madrid de este ardiente y brusco verano.

Al fin y al cabo nadie está a salvo del calor, ni aquí ni allá, y parece que solo en los parques y en las piscinas terminas encontrando ese equilibrio entre las infernales máquinas de expulsar aire congelado y un pegajoso asfalto que parece escupir fuego. Y aún así, por si acaso, mejor no dejarse la rebequita en casa.

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