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Mientras tantoConócete a ti mismo

Conócete a ti mismo


 

Tanto o más que la figura de Cristo, es sorprendente el constante retorno de la silueta de Sócrates en la cultura de Occidente. Y esto ocurre, de San Agustín a Kierkegaard, de Freud a Emerson y Nietzsche, en escritores de muy distinta formación, disciplinas e ideología. Sócrates (470-399 a. C.) no escribe. Solamente dialoga, discute, camina, critica, piensa y se hace preguntas. Es su discípulo Platón quien, en sus Diálogos, nos trasmite abundantes noticias sobre el maestro y detalles aparentemente completos de su pensamiento. Debido al alejamiento entre physis y nomos -entre la naturaleza y el mundo normativo de los hombres- que se ha producido en la urbanización que expresan los sofistas, Sócrates no se ocupa del cosmos, sino solamente del alma (psiqué) del hombre. Sin embargo, aunque pertenece a la época de los sofistas, Sócrates se aparta de ellos en un punto clave: al alma del hombre no le vale cualquier cosa, cualquier afirmación bien argumentada. Cada hombre, cada alma tiene un sentido, una verdad u orientación que se debe buscar.

 

Es posible que Sócrates comparta con los sofistas la idea de que en las diversas polispueden convivir distintos nomos y distintos dioses, dependiendo de las costumbres de los hombres. Pero este relativismo no vale para el alma, que define la singularidad de cada hombre, y para las verdades que le afectan. Cada hombre tiene una verdad que debe buscar. Es necesario que el hombre escuche su daimon, su voz interior, para que sepa a qué atenerse.

 

El famoso diálogo socrático significa tanto la búsqueda de una verdad en común, compartida con los iguales -costumbre griega ligada a la pasión por la rivalidad y la participación en la vida democrática de la polis-, cuanto un tipo de verdad que siempre está en camino, que consiste más en buscar que en llegar a una conclusión definitiva. Como todo, al menos en estado latente, está dentro de cada hombre, la política -muy lejos de nuestros presupuestos actuales- se subordina a la ética. Todo el estruendo del mundo depende del coro de voces que atraviesa a cada hombre por dentro, como si cada uno de nosotros tuviera una gigantesca ciudad en el interior. Por esta razón, diga lo que diga el resto del estruendo mundial, el hombre debe atreverse a ser libre, a pensar por sí mismo y darse sus propias reglas. Sócrates, junto con Antígona, es uno de los primeros ejemplos éticos de la autonomíaantigua. Por esto mismo, la educación (paideia) no consiste para Sócrates en inyectar desde fuera conocimientos, al estilo de la sofística, sino en ayudar a cada hombre a encontrar lo que ya tiene dentro, aunque esté dormido, en estado latente.

 

Con la combinación de ironía, por la cual se hacen entrar en crisis los falsos conocimientos de los demás, y mayéutica, el arte de dar a luz -Sócrates es hijo de una partera y bromea con esto-, se puede despertar en cualquier hombre todo el conocimiento. Conocer es despertar lo dormido en el hombre, hace manifiesto en el lenguaje lo que estaba latente. La función del maestro es proporcionarle al discípulo preguntas e instrumentos para actualizar lo que ya tiene dentro, escondido. Sócrates hace suyo el emblema que preside el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Todo el esfuerzo del hombre, el poder, las riquezas y viajes, se resume en la tarea de conocerse a sí mismo, donde radica la verdadera virtud. Lo cual significa que el conocimiento debe volcarse en lo interior y que cada cual debe conocer sus límites.

 

En casi todos los diálogos platónicos Sócrates necesita ridiculizar, criticar, entorpecer el conocimiento de los que creen saber, de los que creen haber llegado a la seguridad, para que acepten que no saben y emprendan la búsqueda del conocimiento. Éste tiene que ver con reconocer una y otra vez nuestra ignorancia. El conocimiento casi nunca llega a una conclusión definitiva, sino que siempre está en marcha: los griegos con frecuencia discutían caminando. Obsesionado con los griegos, Nietzsche llega a decir: «Desconfía de un pensamiento que no haya sido caminado». A su vez, Sócrates insiste en el Banquete de Platón: «Yo sólo entiendo del amor». Se trata de un saber que es más amor al saber, deseo de saber, tendencia, que saber absoluto, definitivo. Sócrates reconoce constantemente que no sabe, que no sabemos, y que es necesario atravesar la ignorancia para reemprender una y otra vez la búsqueda de una verdad difícil, remota, que se nos escapa.

 

Sigue siendo muy socrática una sabiduría actual en la que el hombre debe descender incansablemente a su no saber, a una ignorancia -«Sólo sé que no sé nada»- que es el motor del diálogo, de la búsqueda compartida de la verdad. Al margen del éxito social, del estruendo público que preocupa a los sofistas, la virtud consiste en volver constantemente a la línea de sombra del alma. Se trata de saber residir ahí, cruzando una y otra vez la crisis de nuestra ignorancia para poder entender el secreto que nos susurra el daimon.

 

En Sócrates la política se subordina a la ética porque un universo entero se juega dentro del alma de cada hombre, precisamente en cuanto no es ni una bestia ni un dios. El famoso «intelectualismo moral» significa, ciertamente, que el saber debe regir la conducta del hombre. El que sabe obra bien, según la ética de su alma. El que obra mal es porque no sabe: habría entonces que enseñarle, se suele decir, más que castigarle. Pero en esta conducción de lo moral y lo práctico por el saber, Sócrates no se refiere exactamente a un saber teórico, al estilo moderno, sino a una sabiduría del alma que afecta a la vida entera del hombre. Además, Sócrates no niega que esta ética pueda chocar con la ciudad, como de hecho ocurre en su caso con Atenas, y en el de muchos héroes de la autonomía posteriores.

 

El maestro de Platón pasa a la historia como un inconformista: se hace preguntas, interpela, muestra una incansable sed de saber. Que con frecuencia declare que «no sabe» es para él totalmente cierto, pues nunca se llega al fondo de una cuestión. Pero es también un arma irónica de falsa humildad, el primer paso para no contentarse con el saber de los otros, a quienes ridiculiza en sus supuestos saberes. Sócrates es la joya de la cultura ateniense y también su acicate. Alguien llega a decir que es el «aguijón que espolea las ancas blancas del caballo de Atenas». Finalmente, después de muchas polémicas, y de muchas ofensas a hombres poderosos de la época, el pensador ateniense es condenado a muerte bajo la acusación de corromper a la juventud y ofender a los dioses. Al parecer, la condena a muerte permitía una salida honrosa, exiliarse o retractarse, pero, en un último gesto de humor, Sócrates acata la condena. Como cree realmente que Atenas y él son incompatibles, finalmente bebe el veneno -la cicuta- que le lleva el magistrado de Atenas a su propio domicilio.

 

Es famosa la escena en la cual Sócrates es el único que se muestra sereno ante su propia muerte. Cuando el hombre encuentra su muerte -piensa él-, ésta es una liberación, una culminación, la más alta posibilidad. En un poema titulado Come: Enjoy your sunday, Robert Graves dice: «¿Tienes miedo a la muerte? La muerte no es nada, sólo el plomo que sella un frasco repleto». Hasta tal punto Sócrates asume su muerte que incluso regaña a sus amigos, y manda expulsar a las plañideras, por su falta de serenidad. Finalmente le dice a su criado: «Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio». Asumir la muerte es el colmo del conocimiento, la condición para entender el enigma que es cada vida y que, así, ésta pueda seguir su camino. De hecho, cuando el hombre llegó saber algo ya llegó entrar en esa sombra viva que alienta en todos los seres. Por tanto, la muerte final sólo culmina esa experiencia radical hecha en el centro de la vida.

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