Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLa desesperanza política

La desesperanza política


 

Desde hace alrededor de un año Petróleo, inacabada obra de Pasolini, reside en mi mesita de noche. No porque lo esté leyendo. En realidad, ése es el lugar de las obras abandonadas. Empecé con él, lo intenté, pero no pude seguir, lo tuve que dejar. No sé si porque su sordidez, sus excesos y su provocación me resultan insorportables. O quizás esa es una excusa para ocultar lo que realmente me ocurre y es que me resulta dificilísimo de entender. No llego al fondo. O sí. Haber leído este verano a Alberto Moravia debería ayudarme a ser un poco más valiente y a retomarlo. De todas maneras, pese a todo, lo tengo muy presente. Lo he dicho ya en alguna entrada anterior. He repetido muchas veces un fragmento. El que me turbó tanto cuando lo escuché sin saber a qué obra pertenecía que no paré hasta enterarme de cuál era y encontrarla, algo que no es nada fácil si no se acude al mercado de viejo porque hace años que no se edita en España. Ese fragmento, de menos de una página, lo lee el protagonista de ‘1992’, una extraordinaria serie italiana que también me obsesionó un tiempo. Seguramente también se sentía identificado con estas líneas:

 

«Hay muchas personas que no creen en nada desde que nacen, pero eso es algo que no las detiene, intentan aprovechar sus vidas y luchan por conseguir sus objetivos. Otras personas, sin embargo, tienen la costumbre de creer y materializan ante sus ojos los ideales en los que creen. Si un día dejan de creer, lentamente, a través de una serie lógica o incluso ilógica de desilusiones, redescubren esa nada que otros han visto desde siempre de una forma natural. El descubrimiento de la nada, sin embargo, es una novedad que implica varias cosas: implica continuar actuando, continuar interviniendo y operando, pero ahora, sin saber el porqué, lo hacen gratuitamente y tienen la hilarante sensación de que todo es sólo un juego».

 

Alberto Moravia no es tan optimista en Los indiferentes: la falta de ideales que guíen la vida se convierte en un vacío desolador, en cansancio, en aburrimiento, en abulia.

 

«Esto es lo que quisiera saber: si es posible seguir así cada día, con este aburrimiento; no cambiar nunca, no dejar nunca estas miserias, y regodearnos con todas esas estupideces que nos pasan por la cabeza; discutir y pelear siempre por las mismas razones; no elevarnos nunca del suelo (…) Tú no te das cuenta, pero deberías mirarte en el espejo mientras estás hablando, mientras discutes. Entonces te avergonzarías de ti misma y comprenderías hasta dónde pueden hacernos llegar este hastío y este cansancio, y cómo se puede llegar a desear una vida completamente distinta de ésta».

 

Ha cundido en exceso la idea de la imposibilidad de la transformación del orden político, económico y social. Y me resultaba insoportable. Pero puede que por fin haya llegado el momento de despedirse de esas turbaciones, que se unieron en infeliz coincidencia con un contexto de total desesperación, en el sentido de pérdida total de la esperanza. De la esperanza política.

 

Hace unos días esa especie de crisis de fe ha tocado fondo al ver que la nueva izquierda madrileña parece haber renunciado también a la defensa del laicismo, a la histórica reivindicación de la separación de la Iglesia y el Estado. Es una anécdota. Quizás ni siquiera es importante. Posiblemente el equipo rector del Ayuntamiento de Madrid hace esto por un bien superior o sólo para evitar la crítica mediática. Pero si las renuncias se hacen en lo más pequeño, quizás no haya mucho que esperar en lo más grande, que da mucho más miedo, que puede encontrar mucha más oposición, que puede ser mucho más difícil. Pero éste no es un artículo estrictamente político, sino sólo una confesión. Y decíamos que mi esperanza había tocado fondo. Que el cinismo y el descreimiento se estaba convirtiendo en mi manera de estar en el munto. Pero lo bueno de tocar fondo es que a partir de ahí sólo podía mejorar. Y la recuperación vino de la mano de dos lecturas. La primera, la de unas líneas de Cómo se hace una chica, de Caitlin Moran:

 

«Cuando el cinismo se convierte en el idioma por defecto, resultan imposibles la picardía y la creatividad. El cinismo restriega la cultura, coo la lejía, eliminando millones de pequeñas ideas incipientes. El cinismo significa que tu respuesta automática siempre es ‘No’. El cinismo significa que das por hecho que todo acabará decepcionándote. Y por eso, en definitiva, todo el mundo se vuelve cínico. Porque a todos les da miedo el desengaño. Porque les da miedo que alguien se aproveche de ellos. Porque temen que alguien utilice su inocencia contra ellos; que cuando se den la vuelta, tan contentos, para comerse el mundo de un bocado, alguien intente envenenarlos».

 

¿De verdad quiero no creer en nada?, ¿quiero tener esa pose descreída, más crítica con quienes están más cerca que con quienes representan lo contrario de lo que siempre me ha gustado?, ¿prefiero no ilusionarme nunca? Dejé esas respuestas en suspenso. Porque ésos que están más cerca (en lo ideológico y en lo político) nunca me han gustado menos. Y no es que me hubieran entusiasmado antes.

 

Seguía (sigo) teniendo la impresión de que lo único que ha cambiado en este año, en este año y pico, en estos dos años de nueva política, ha sido que el mundo alternativo ha muerto. La transformación ya no es ni siquiera una utopía. La ambición electoral no se acompañaba de una potente aspiración de cambio social, económico, político. El proceso al que asistíamos parecía (sigue pareciendo) un relevo en las élites políticas, un recambio en el poder. Ni siquiera, como en otras ocasiones, una clase social reemplaza a otra en el poder. No. El origen social de lo viejo y de lo nuevo es muy parecido. Y la endogamia y el nepotismo presente en las fuerzas viejas es casi ridícula al lado de los existentes entre los emergentes. La nueva política está formada por personas que no han sentido nunca lo que describe Elena Ferrante, que en su tetralogía habla estupendamente de la desigualdad más sutil, la que va más allá de lo económico, y que, por ello, dudamos mucho de que sean capaces de atajar uno de los principales problemas de nuestras sociedades:

 

«Al día siguiente ya dejé de sentirme bien. El tiempo pasado con los parientes de Pietro me había dado una prueba ulterior de que mis fatigas en la Escuela Normal eran un error. El mérito no era suficiente, se precisaba algo más que yo no tenía ni sabía aprender. Qué vergüenza esa acumulación de palabras agitadas, sin rigor lógico, sin calma, sin ironía, algo que en cambio sabían hacer Mariarosa, Adele, Prieto. Había aprendido el ensañamiento metódico de la investigadora que somete a comprobación hasta las comas, eso sí, y daba prueba de ello en los exámenes, o con la tesis que estaba escribiendo. Pero de hecho seguía siendo una inexperta en exceso culturizada, no poseía la coraza para avanzar a paso tranquilo como hacían ellos».

 

La segunda de las lecturas que me animó a «seguir creyendo» fue un artículo del blog de Branko Milanovic sobre la posibilidad de una utopía de una sociedad sin dinero. Los intelectuales siguen pensando en transformaciones sociales a los que la política más presuntamente rompedora parece haber renunciado. No creer en lo concreto, en lo que hay aquí y ahora, no implica no seguir creyendo en lo abstracto, en quienes critican la deriva política actual y en quienes inventan mundos posibles. La real politik no debe borrar las aspiraciones de los más ambiciosos. Las prácticas nunca pueden acabar con las ideas. En realidad, la esperanza reside en que nunca, en ningún momento de la historia de la humanidad, los hechos han conseguido borrar las ilusiones. Las decepciones, las renuncias y los fracasos no impidieron que nuevas gentes, o las antiguas, siguieran ansiando e ideando modelos transformadores, da igual de qué signo.

 

El mes que viene el ex primer ministro francés François Mitterrand cumpliría 100 años. Su victoria electoral a principios de los años ochenta vino acompañada de una ola de esperanza para la izquierda europea que veía con temor los principios que estaban dirigiendo la construcción de la Unión que son los mismos que han aflorado con la crisis económica: austeridad, contención del gasto, lucha contra la inflación, devaluaciones internas para ganar competitividad… Pero nada más llegar al poder, Mitterrand dio marcha atrás. Lo cuenta Yanis Varoufakis en ¿Y los pobres sufren lo que deben?:

 

«François Mitterrand fue elegido en mayo de 1981 con un programa de ‘acabemos con la austeridad’ que su coalición de gobierno socialista-comunista había prometido implementar. Una fuga de capital inmediata hacia Alemania forzó al banco central de Francia a subir los tipos de interés hasta el 25% y a introducir una congelación de los precios. Nada de eso funcionó y Mitterrand dio instrucciones a su ministro de Finanzas, Jacques Delors, de que negociara con Alemania una devaluación del franco dentro del SME. Las autoridades alemanas aceptaron, con la condición de una inmediata congelación salarial en toda la República francesa. La izquierda francesa estaba escandalizada y exigió una salida inmediata del SME, por temor a que el gobierno francés quedara reducido al agente de las decisiones políticas hechas por los gobiernos conservadores alemanes. El gobierno de Mitterrand tuvo que elegir entre salir del SME, con una devaluación unilateral del franco, o abandonar su programa antiausteridad con el fin de mantenerse dentro del SME. Quedarse en ese proto-euro, el SME, precisaba de atraer dinero extranjero hacia Francia, lo que, a su vez, significaba mayores tipos de interés, menor gasto público y, básicamente, contraer la economía francesa con el fin de mantener un valor estable del franco. Fue la primera vez que un gobierno de tendencia izquierdista descartaría sin ceremonial su agenda antiausteridad en favor de mantenerse fiel a la lógica de hierro de la unión monetaria europea».

 

Las renuncias de Mitterrand supusieron un duro golpe para la izquierda europea. Mermada, cada vez más pequeña y menos valiente, siguió peleando por un mundo mejor. Me falta convicción para terminar el artículo con un poco de esperanza, aunque me había empeñado en manifestarla después de haberla recuperado un poco con Moran y Milanovic. Igual es que hemos perdido de verdad. Porque después de Miterrand, tres décadas después, la esperanza de cambio que llevó consigo el triunfo electoral de Syriza en Grecia, ha quedado reducida a menos que cenizas. Quizás es que es verdad que no hay nadie de quien fiarse. Sí, en realidad la desesperación continúa pese a que la esperanza, a veces, luche por abrirse paso.

 

 

Sígueme en twitter: @acvallejo

Más del autor

-publicidad-spot_img