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Mientras tantoEscenas de caza con fondo de Bach

Escenas de caza con fondo de Bach


 

Angustia es una palabra que Edgar Borges reitera con frecuencia en El olvido de Bruno (Ed. Carena). También miedo o frío. Y un frío que a veces atraviesa el cerebro; precisamente el cerebro, como si ya no quedase rastro del corazón. Cuando alguien no es capaz de hacer su vida, y conectar con sus fantasmas más íntimos, es una leyenda temer que está condenado a oír voces. Porque no es capaz de vivir por dentro su nombre, ha de repetirlo para que su historia se vuelva a reiniciar. Bruno tiene rota la conexión entre el intelecto y las emociones, y esto ya parece un mal general. De algún modo, también esa es la dolencia de los vecinos que rodean al antiguo querido librero, hoy acosado por una horda que le interroga a distancia. En este punto, la novela de Borges es una advertencia sobre la niebla que nos amenaza.

 

Bruno representa, y esto nos resulta vagamente familiar, la soledad de alguien que tiene que llamarse a sí mismo para volver de algún modo a la existencia. Ni siquiera sus mujeres –Eliana, Amanda– o sus pocos amigos como Lisandro consiguen sacarle de una nebulosa donde, para sobrevivir, se ha de boxear con los que son poco más que moscas.

 

Todo viaje es «literario», tanto en el sentido de que desplaza jalones en la narración de nuestra propia vida cuanto en el que mezcla las lilas de nuestra ilusión con la tierra muerta de nuestros viejos fantasmas. En cualquier viaje toda constelación de signos que preside nuestro Olimpo de creencias puede verse afectada. Se ha dicho incluso que de un auténtico viaje nunca se vuelve, puesto que remueve los cimientos de lo natal, incluyendo las más íntimas convicciones.

 

A la inversa, toda literatura es un viaje, tal vez por eso la lectura decae en medio de este sedentarismo global. Leer no es simplemente un ejercicio intelectual o literario, más bien desplaza físicamente el territorio mental por el que transitamos. No somos lo que leemos, leemos lo que somos. Si Alonso Quijano acaba trastornado con la lectura es porque, por dentro, ya le recorrían sombras de caballería.

 

Simplemente habitar, vivir la sede donde nos hemos instalado, es un viaje constante. Paseamos para reconocer los detalles de nuestro sitio, comprobar sus cambios y mezclar de otro modo sus marcas. No es solamente que, para los hombres, el horizonte siempre se desplace al caminar. Al depender toda solidez de la perspectiva mental que la abarca, se puede decir que nosotros difícilmente tenemos suelo firme. Como habitamos un territorio cargado de símbolos, nuestro destino, sin salir del más amable de los valles, incluye un nomadismo continuo. De ahí las fiebre y las visiones del más modesto o apocado de los hombres. En este justo punto resuena una vieja pregunta griega que alcanza a Nietzsche: ¿Cómo llegar a ser lo que ya se es?

 

Este temblor de natal que constituye a la especie podría configurar el fondo de reflexión en El olvido de Bruno. Su febril densidad, en poco más de cien páginas, es también un arduo ensayo sobre la falta de lugar, sobre una ambivalencia narrativa y referencial que socaba las vidas del extraño ser que llamamos hombre.

 

Hay que decir sin embargo que la dificultad de la novela de Borges está atenuada desde el principio por lo que todavía podríamos llamar oficio. El olvido de Bruno está escrito con una soltura sin fisuras, como de un tirón. Es así que la novela de Borges va sola, enlazando –sin solución de continuidad– escenas que nos envuelven tanto por su ambigüedad irreal como por su precisión. Esto le ahorra al lector la habitual coacción, presente en la literatura de consumo, de tener que «compartir» una trama que no se sostiene sola, sin una complicidad cultural, ni en todo caso nos sostiene.

 

En esta entrega de Borges, un libre uso del hilo temporal hace difícil entrar y descansar en una trama más poblada de sombras que de cuerpos sólidos, más de visiones y ecos que de presencias indudables. Pero se debe insistir en que la soltura de lo escrito libra al lector de seguir en cada punto los entresijos de una historia de la que no tenemos la clave. Y sin embargo, atrapa. Al poco de empezar el lector tiene la sensación de que el recorrido -por poco convencional que sea su corriente narrativa- terminará por sí solo, sea cual sea el estado anímico de quien asiste a la historia.

 

No es exagerado decir que cierta atmósfera de Kafka o Camus vuelve a entrar en escena en este extrañamiento del mundo al que la probable enfermedad del protagonista nos introduce.  En la novela de Borges, con toda la consistencia de un mundo posible, la realidad adviene a ráfagas, como un viento que no cabe en el paisaje. Admitamos que, en realidad, cualquier vivencia intensa funciona así, como una «puntuación sin texto» (Lacan) a la que le falta continuidad. Solamente la memoria, después, entreverada con la imaginación, envuelve con una especie lábil de continente esa cascada de fulguraciones. Lo curioso de este caso, aun aceptando esa ambigüedad del fondo referencial, es que el mundo de Bruno, en el que reaparecen y desaparecen personajes, termina por resultar envolvente.

 

La «lógica de los juegos inesperados» con la que Eliana, uno de los escasos contrapuntos femeninos de Bruno,  gusta de proteger a su marido, no deja de evocar esa intensidad existencial que carece de piel que la sujete. Como si el impacto de los acontecimientos vividos borrase los contornos precisos de las situaciones. Igual que en quien ha perdido un suelo de continuidad, una voz le narra al protagonista su vida. Con algunas preguntas casi teológicas, por en medio: «¿Quién te narra? ¿Quién me narra? ¿Quién nos narra, señor Bruno?». Su propio nombre –Bruno– ha de ser pronunciado aquí y allá para que sea posible recordar, al menos, retazos de una historia cuya dirección se ha perdido en la niebla del barrio que habita.

 

Es cierto que Bruno podría padecer Alzheimer, esquizofrenia  o cualquier otra dolencia que corroe hoy nuestro carácter y explica este sujeto flotante de la actualidad, invitado constantemente a participar en la dispersión. Pero recordemos que las enfermedades, además de una patología clínica, son también un signo de la época en la que se asientan. No hace falta ser un experto para intuir en el Alzheimer una pérdida de memoria que, depositada en los medios y en los dispositivos técnicos, afecta hoy a la entera humanidad desarrollada. Como si el debilitamiento del sujeto, esa «corrosión del carácter» que preocupaba a Richard Sennett, fuera la exigencia irrenunciable de una Sociedad que se arroga, sobre nuestra intimidad, derechos monstruosos.

 

Se ha llegado incluso a analizar la depresión, un «problema nacional» en Francia, como la exigencia crónica de una sociedad que apenas puede conocer freno a la hora de inmiscuirse en la vida íntima del sujeto. En el fondo estaríamos deprimidos por una omnipotente cobertura anímica y la consiguiente ausencia de trauma, de dispositivos subjetivos para afrontar lo real. Supongamos las alergias como síntoma de un sujeto carente de defensas ante la contaminación externa. Por no hablar de la metástasis -literalmente, «más allá del reposo»- como signo de una vida, que en sus mismas células, ha entrado en una vía de crecimiento insostenible. La obesidad mórbida, la conectividad mórbida, etcétera. Finalmente, deberíamos ser algo así como inválidos equipados para poder convivir con el bienestar ciudadano de este orden global.

 

Uno, dos tres. Repetir una escena hasta aprendérsela bien es una obsesión que vuelve en el cine y la literatura. Repetir hasta volver a aprender el álgebra de vivir. Uno, dos, tres: la enumeración se repite en la novela de Borges –igual que la palabra Bruno– como un sucedáneo de continuidad, un intento de lograr al menos un simulacro de sucesión en el ambiente difuminado que nos envuelve. Un hombre solamente ha de repetir su nombre cuando el amor no le llama por su nombre. Y Bruno ha perdido el amor, el calor de los suyos, como quien ha perdido la conexión interna entre sus órganos. ¿No es un poco nuestra condición consentida?

 

Un viejo temor, teñido acaso de esperanza, reaparece en la novela de Borges. Para poder vivir hemos de tener dos manos y lograr que una no entienda muy bien lo que hace la otra. Si Bruno es un inválido, desde luego no está equipado. De ahí que algunas mujeres intenten protegerle. De ahí también las escenas de caza que se esbozan en su entorno, entreveradas con la graciosa polémica sobre Bach y Wagner que el librero mantiene con uno de sus pocos amigos, Lisandro. Es cierto que un complejo síndrome clínico puede afectar a Bruno, el antaño querido librero del barrio. Sin embargo, la novela de Borges no pone tanto el acento en los padecimientos internos del protagonista, aun siendo angustiosos, como en la rareza monstruosa del entorno colectivo. La ferocidad del mundo es una constante del paisaje donde Bruno olvida. Y agrava esa ferocidad de la cacería la ausencia de maniqueísmo, que colocaría cómodamente el mal de un lado. El mal late difuminado en la banalidad del bien. No solamente los cinco delincuentes retirados que habitan la plaza del barrio son muy distintos entre sí, y desconcertantemente humanos, sino que el resto de la población que palpita en la trama –el sastre, las dos o tres sombras de niña, el policía escuálido, los gamberros asesinos– se presenta a veces con un aire de jauría y cinegética popular. La crueldad del mundo exterior, vivida con angustia desde la niebla que respira el protagonista, hace que tampoco la infancia se libre de un sadismo exclusivo de las bestias inteligentes que llamamos racionales.

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