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Una visita a Spoon River: Edgar Lee Masters en el túnel del tiempo

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

 

para Rafael Pérez Gay y Héctor de Mauleón, valientes

 

Ornitorrinco con pies de plomo


Escribo y entrego esta crónica con al menos cinco años de retraso. Debido a un par de mudanzas, la última de ellas con destino a Detroit, Michigan, escribo esto sin las notas que tomé diligentemente en mi ridícula Moleskincita de bolsillo, hoy extraviada en cajas que no se volverán a abrir en siglos. Los entendidos saben que la única crónica posible es aquella que su autor juró entregar a su editor el día de antier. Juan Villoro, sin duda el mejor cronista de la lengua española, fijó en un texto ya canónico los tiempos y condiciones —aplicables también, me parece, a los circuitos suicidas de la Fórmula 1— con que el género, de suyo operante contra reloj, mantiene su auténtica vigencia en los siguientes términos: “Una crónica lograda es literatura bajo presión.”

 

Si usted es un lector que se respeta a sí mismo, ya puede irse olvidando en esta crónica no digamos de la literatura, sino de la nula, inexistente presión: está usted frente a un auto de carreras Fórmula 1 con los cuatro neumáticos ponchados, un armatoste que espera, con todo el tiempo del mundo, su entrega al “deshuesadero”, como se conocen en todo México esos dudosos comercios donde se desarman —seré exquisito: se los someten a un proceso de deconstrucción— los automóviles hasta el último de sus tornillos, hasta su más significante tuerca.

 

¿Qué objeto tiene entonces proponer una cosa que a todas luces parece, o mejor dicho es una anti-crónica? ¿Aceptaría usted que le vendieran un carrazo deportivo montado sobre pétreos tabiques a falta de llantas fenomenales?

 

Yo no, jamás.

 

Una vez le escuché decir al guionista y director de cine, Guillermo Arriaga, que él escribía sus historias antes de que se le pudrieran adentro, como si se tratara de tepache fermentándose con cada minuto que pasaba alejado de la computadora.

 

Si acaso, argumentaría en mi defensa la hazaña, de dimensiones más bien gástricas antes que literarias, de haber aguantado la dichosa fermentación del tema de esta crónica en mi sistema digestivo —y nervioso— durante más de un lustro. Al cabo de los años, llegué a apestar y a tener aspecto de homeless, uno de esos hombres sin techo que caminan desbraguetados a lo largo del Sunset y de todo bulevar que se precie de tal.

 

 

 

 

Otro logro atribuible a esta crónica escrita, razonada, vivida y vuelta a vivir, siempre a destiempo —consignarlo aquí, en definitiva no me ayuda en nada— tiene que ver con un honor ridículo, pírrico: hasta donde sé, soy el único portador de pasaporte mexicano que, entre empecinado y apendejado, manejó las 185 millas que separan a Chicago de Spoon River y del cementerio Oak Hill, que inspiró a Edgar Lee Masters a escribir su celebérrima antología: estoy hablando de un pasado remoto en el que no había navegadores ni sistemas GPS integrados al móvil, te chutabas más de tres horas de carreteras laterales guiado por las “instrucciones de manejo” de yahoo, las cuales invariablemente te conducían a cualquier sitio menos el deseado. Una chinga solamente disfrutable para exploradores y Boy Scouts.

 

Perdido en el País de Spoon River


Renté, pues, un auto compacto, color blanco, imposible recordar más detalles acerca de la marca o modelo pasada media década, en el aeropuerto Midway. A los veinte minutos ya no sabía si iba por el camino correcto, las chingadas hojas impresas con las direcciones para llegar a mi destino mostraban servir para un carajo. A la fecha sigue siendo un misterio para mí cómo fue que pude llegar hasta Lewistown, un pueblo de dos mil habitantes ubicado en un remotísimo confín del estado de Illinois en el cual, por cierto, jamás puse un pie durante los cuatro años que viví en la ciudad de los vientos, Chicago.

 

Recorrí en mi compacto de renta pequeñas y sinuosas carreteras que nada tienen qué ver con los super-freways de seis carriles a los que se refirió Adorno en Minima moralia: “Estas siempre aparecen imprevistamente dispersas por el paisaje, y cuanto más lisas y anchas son, tanto más insustancial y violenta resulta su resplandeciente superficie en contraste con el entorno excesivamente agreste. Carecen de expresión.”

 

Recuerdo que en mis extravíos me detuve, hambriento, a tragarme una galleta remojada en café en la capital del estado, Springfield, ciudad carente de expresión si las hay, para no hablar del Museo Presidencial Abraham Lincoln, una suerte de idiota Disneylandia con el gran estadista como temática de fondo. Después de hacer algunas preguntas en varias gasolineras, después de consultar mi ejemplar de la Spoon River Anthology editada y anotada por John Hallwas, profesor de la Universidad de Illinois, con toda la ridiculez del caso y como si la neurasténica relectura de los poemas/epitafios que componen la antología fueran a guiarme y darme pistas definitivas para llegar a mi destino.

 

 

 

 

Después de horas de manejar, por fin crucé la línea de Spoon River Country y finalmente me detuve en el cementerio de Oak Hill. Hacía frío, me enfundé en mi chamarra y bufanda y bajé del auto. No había un alma. Predeciblemente, merodeé por el cementerio (muchas de las tumbas están numeradas e identificadas con una maltrecha placa de metal, de manera tal que el visitante sepa a quien se refería en realidad el poeta, pues todos sus personajes son reales, fueron habitantes de Lewistown, principalmente) hasta que no resistí las ganas de orinar. Juro que, como buen mexicano, encontré el rincón adecuado para descargar la vejiga cual se debe, es decir sin profanar la memoria de un solo muertito.

 

Al cabo de un rato, estaba helándome y precipitándome hacia el abismo del cansancio y la depresión.

 

Una vez más, me encuentro a bordo del automóvil rentado, esta vez a la busca de la tumba de Edgar Lee Masters, ubicada en el cementerio Oakland, en el vecino pueblo de Petersburg. Logro llegar sin demasiadas complicaciones. Me recupero al interior del vehículo, con la calefacción puesta al rojo vivo. Repaso algunos de los poemas de la Antología. Tengo mis preferidos. Cualquiera que haya leído a Edgar Lee Masters tiene sus poemas/epitafios/personajes preferidos. Por ejemplo José Emilio Pacheco, quien tradujo varios de ellos en dos entregas, la primera en Aproximaciones, publicado en 1984 en la extinta editorial Libros del Salmón (corre el rumor entre algunos poetas jóvenes y no tan jóvenes acerca de la eterna condición de “proyecto” del mentado libro: para salir de la ignorancia basta con hacer click en la página web de la biblioteca de mi Alma Mater, El Colegio de México, y encontrar en este vínculo una versión digital impecable: http://biblio2.colmex.mx/bibdig/Aproximaciones0.pdf). Llevo también conmigo la impresión, en unas hojas a punto de desintegrarse, de los cuatro poemas adicionales de Spoon River Anthology que JEP entregó traducidos a Héctor de Mauleón para su publicación en el suplemento cultural confabulario en ocasión de los centenarios de Pablo Neruda y Salvador Novo, ambos lectores primerizos de Edgar Lee Masters.

 

Una vez más, la vieja leyenda se muerde la cola. La nota introductoria de confabulario advierte al lector que “esta traducción inédita —que de hecho sí lo es, no así la absoluta novedad del mítico libro— forma parte del libro Aproximaciones que aparecerá a comienzos de 2005.” La nota introductoria a los cuatro poemas traducidos incluye, igualmente, una verdad de Perogrullo: “De Pedro Páramo a Chetumal Bay Anthology de Luis Miguel Aguilar, Lee Masters ha estado presente en la literatura mexicana.” Que yo sepa, desde su torre de marfil Paz jamás le dedicó una línea, Borges sí. De hecho, en sus famosas mini-biografías para la revista El Hogar, con excepción de la incontrolable compulsión mujeriega del abogado y poeta que aborda el también profesor Herbert Rusell en su mamotreto biográfico (University of Illinois Press, 2001), Borges logró en apenas dos paginitas cautivadoras una nítida síntesis de la recepción del poeta y de su poema, así como de la quizás inevitable deriva hacia la peor de las orillas, me refiero a la repetición: “El éxito alcanzado —escribe Borges en diciembre de 1936— fue enorme, y también el escándalo. Edgar Lee Masters, desde entonces, ha publicado muchos libros de versos, con la esperanza de repetirlos. Ha imitado a Whitman, a Browning, a Byron, a Lowell, a Edgar Lee Masters. Del todo en vano: es, por antonomasia, el autor de la Antología de Spoon River.”

 

Bajo del automóvil y me tomo mi tiempo observando desde distintos ángulos el lugar donde se halla enterrado el abogado y poeta. Su lápida es digna, bella incluso. Ha salido el sol y mi esqueleto vuelve a una temperatura aceptable. Paso aproximadamente una hora dándole vueltas a la imponente lápida.

 

 

 

 

Quizá no todo sea en vano. Extraigo de mis bolsillos Chetumal Bay Anthology de Luis Miguel Aguilar, releo algunos fragmentos, como para rendirle honor a ambos antologadores en un sitio que consideré inmejorable, la tumba por partida doble de Lee masters, es decir del autor de un libro circular, único.

 

Un día conseguí el email de Luis Miguel, jamás le escribí para preguntarle si alguna vez había puesto pie en estos agrestes lares.

 

Sin embargo, quizá, me repito a mí mismo, no todo sea en vano. En la breve nota que precede a la antología chetumaleña, aclara Luis Miguel Alguilar: “Muy pocos de estos poemas respetan la brevedad del epigrama: las historias los desbordaron y lo que me interesaba era contar bien esas historias, con la concentración que tiene la poesía. Busqué hacer un conjunto dramático y narrativo con unas cuantas intermitencias líricas.” Todo parece indicar que lo logró: el librito sigue dejándose leer bien, su conexión con Edgar Lee Masters es una conexión bien lograda, que va en sentido contrario del par de payasos de la propia generación de Luis Miguel Aguilar que todavía circulan disfrazados de Borges, conocidos por su prosa dizque aguda, inteligentísima, exacta, certera en verbos que adjetivan: pura paja pasajera producto de los comentarios de una crítica literaria facilona, holgazana.

 

Regreso al futuro


Emprendo el camino de vuelta con la idea de desarrollar mis notas e impresiones. Ha sido un día largo como “la noche errante” de Dylan Thomas en traducción, por cierto, de JEP. Ha sido una jornada larga, extenuante. A punto de pelmar de cansancio en plena autopista, me detengo en una de tantas tenebrosas estaciones de servicio que hay al borde del camino. Pongo los seguros, no vaya a ser que me violen unos motociclistas bigotudos, de esos que portan chalequito de cuero, y caigo en un sueño profundo como pocas veces he experimentado en mi vida de dormilón.

 

Sueño entonces, es decir hace cosa de cinco años, con las facciones de una mujer que entonces me traía flechado, atado al burro del amor y, quién lo diría, a su manera resulta tener el mismo rostro de otra mujer que conocí hace unos días —hablo del presente: cosa de dos o tres semanas— cuyo rostro, otro rostro que es extrañamente el mismo, se me apareció apenas hace unos días y a quien, al igual que la mujer soñada en la estación de servicio, sé de antemano que no volveré a ver jamás, no se diga en la vida, sino en la convulsa lógica de los sueños. Hablo de episodios semejantes a las historias enterradas junto con quienes las vivieron, o su contrario, jamás accedieron a ellas por vía de la experiencia, como es el caso de “Benjamin Pantier”, a quien Edgar Lee Masters le atribuyó este verso, o más bien un grito proferido a tres metros bajo tierra: “”Nuestras andanzas se pierden en el silencio. ¡Ándate al carajo, loco mundo!”

 

Algo sabía Villoro cuando escribió: “Siguiendo usos de la ficción, la crónica también narra lo que no ocurrió, las oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas, las conjeturas, los sueños, las ilusiones que permiten definirlos.”

 

Coda


Se reúnen en conciliábulo los poetas locales menores de 20 y mayores de 50. Dirige la compacta marabunta de bardos, hipsterosos unos y hippies otros, como provenientes del Túnel del Tiempo, una parejita de cabecillas a quienes mi amigo el escritor y editor GBG ha bautizado en alguna página compuesta de fragmentos como ese par de mezquinos iracundos. Conspiran como sólo los poetas saben. Planean viajar hasta Petersburg, Illinois, para exhumar los restos de Edgar Lee Masters. La razón: el agravio de no ser incluidos en su Spoon River Anthology.

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