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Mientras tanto2016/41 — La crítica literaria

2016/41 — La crítica literaria


 

Uno dejaba de leer a Verne igual que dejaba de llevar pantalón corto. Yo lo volví a encontrar años después, en las traducciones íntegras y muy cuidadas de Miguel Salabert que publicaba Alianza. Pero uno andaba ya en otras cosas, y en esas lecturas de Verne había sobre todo una especie de arqueología personal. Cuando uno es joven y ya adulto quiere alejarse cuanto antes de la adolescencia —al menos, lo quería—, y tiene prisa por formarse una educación del todo contemporánea. El antiguo lector de Verne quería serlo ahora de Faulkner y de Julio Cortázar, de Juan Marsé y de Borges y Onetti, y el capitán Nemo se le quedaba muy lejos.

 

Antonio Muñoz Molina en Babelia.

 

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Y hace dos días se cumplió el centenario de Rafael Calvo Serer, que fue profesor mío en la Facultad de Filosofía. La verdad es que no nos tratábamos mucho, porque él solía faltar a clase por culpa de sus conspiraciones y yo aún más por el barullo de las mías. Pero mostraba cierto interés por mí. En enero del 69, tras el asesinato de Enrique Ruano y las manifestaciones de protesta, me lo crucé al salir del aula: “Oiga, Savater, esta noche mejor no duerma en casa”. Dormí en casa, pero solo hasta las dos de la madrugada. Entonces, llamaron a la puerta…

 

Fernando Savater en El País.

 

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Hay varias razones por las que he perdido tan arraigada costumbre, entre ellas la falta de tiempo, la desaparición de los cines céntricos de la Gran Vía (se los cargaron el PP y Ruiz-Gallardón, recuerden, otra cosa que no perdonarles), y en gran medida los nuevos hábitos de los espectadores. Hay ya muchas generaciones nacidas con televisión en casa, a las que nadie ha enseñado que las salas no son una extensión de su salón familiar. En él la gente ve películas o series mientras entra y sale, contesta el teléfono, come y bebe ruidosamente, se va al cuarto de baño o hace lo que le parezca. Esa misma actitud, lícita en el propio hogar, la ha trasladado a un espacio compartido y sin luz, o con sólo la que arroja la pantalla. Las últimas veces que fui a uno de ellos era imposible seguir la película. Si era una de estruendo y efectos especiales daba lo mismo, pero si había diálogos interesantes o detalles sutiles, estaba uno perdido en medio del continuo crujido de palomitas masticadas, sorbos a refrescos, móviles sonando, individuos hablando tan alto como si estuvieran en un bar o en la calle. Seré tiquis miquis, pero pertenezco a una generación que reivindicó el cine como arte comparable a cualquier otro, y veíamos con atención y respeto todo, Bergman y Rossellini o John Ford, Blake Edwards, los Hermanos Marx y Billy Wilder. Con estos últimos, claro está, riéndonos.

 

Javier Marías en El País Semanal.

 

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Noor Tabouri, una periodista estadounidense de 22 años, hija de inmigrantes libios y de religión musulmana, se convirtió en la primera mujer en aparecer con hiyab en la portada de la revista Playboy.

 

Tabouri, reportera de la revista digital Newsy, aseguró a Associated Press que entrevistar con hiyab la ayuda a “aumentar la confianza de sus entrevistados como reportera” y considera que, “como mujer musulmana, sabe lo que es ser representada inadecuadamente en los medios”. Ahora sueña con seguir derribando barreras y presentar las noticias en un canal en abierto de EEUU.

 

Por Roberto Herrscher.

 

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La elegía del papel tendrá que esperar. Los negros augurios que daban por muerto al libro impreso, ese vehículo de ideas que cambió la historia de la humanidad, el más poderoso objeto de nuestros tiempos según claman algunos, no se han cumplido. El e-book no lo entierra; al menos, todavía. Persiste el olor a papel, a tinta, a cola; el tótem sigue vivo, tocado, pero coleando.

 

Quiero leer en papel.

 

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La tensión entre realidad y ficción está en la genética de la literatura, es de hecho la literatura, el motor que ha impulsado a escritores de todos los tiempos a explorar límites y alejarse de convencionalismos históricos para abrir nuevos horizontes. Con ese carburante han construido su imaginario desde Homero hasta Tolstói pasando por Cervantes y Shakespeare, todas las generaciones de narradores hasta llegar a la actual: de Emmanuel Carrère a Javier Cercas; de José Saramago o Martin Amis a Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro, Javier Marías, Manuel Vicent o Gustavo Martín Garzo. Con mayor o menor acierto, realidad y ficción se han mezclado siempre. Y nadie suele reparar en ello. Hasta que la literatura hiere más allá del punto final de la novela. Hasta que duele.


La ficción también duele.

 

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En España, la crítica literaria está hecha unos zorros. Merodeo el proyecto de tomar un suplemento literario un día cualquiera y, como un fiscal de la literatura, desentrañar en un artículo todas las conexiones e intereses que se ocultan detrás de cada reseña y de cada colaboración. Mi cálculo anticipado y perverso es que, entre las reseñas que un amigo le hace otro, las que el crítico propone como peloteo descarado al sello donde quiere publicar, las que le salen negativas porque el autor del libro que comenta cae mal en su entorno o en el propio suplemento, las que dedica a personas con las que ha follado y, finalmente, las reseñas en las que queda claro que el crítico no se ha leído el libro que enjuicia y se ha limitado a copiar cuatro frases de la nota de prensa y de la contraportada, dicho suplemento literario puesto al trasluz no aloja en sus páginas una sola cosa verdadera.

 

Alberto Olmos en El Confidencial.

 

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«El problema ha alcanzado una dimensión desconocida durante esta campaña presidencial, en la que tantos trabajos rigurosos de investigación e imparable verificación no han hecho mella en la imagen de Trump», escribía en Columbia Journalism Review Nausicaa Renner. «Los periodistas compiten no sólo con las noticias de famosos y con Trump, sino también entre ellos».


Dilemas éticos del periodismo frente a ‘Brangelina’.

 

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Hay quien dice que el Nobel es un premio político y lo es, pero no porque cada tanto lo gane un chino sino porque, igual que antes de 1945 se lo repartían franceses y alemanes, desde el final de la Segunda Guerra Mundial son mayoría los estadounidenses (no digamos los anglófonos) que se lo han llevado. No pasaría nada porque lo ganase uno más –Philip Roth, por ejemplo-, pero tampoco estaría mal que nos dijeran en Estocolmo quién es el Philip Roth africano. ¿Existe? Seguro que sí. Lo que no tenemos es paciencia o luces para descubrirlo por nuestra cuenta. Para eso está el Comité Nobel, que es solo un club de lectura cualificado, no el tribunal supremo de la justicia literaria. 18 individuos que nos han llevado a la obra de Bashevis Singer, Wislawa Szymborska, Herta Müller o Svetlana Alexiévich merecen cierto crédito. Y digo “llevado” y no “descubierto” porque pensar que el Nobel descubrió, por ejemplo, a Mo Yan parece algo ingenuo en el caso de un autor de 60 años y 12 libros (varios adaptados al cine) y nacido en un país de 1.300 millones de habitantes. La ingenuidad recuerda aquella ironía de Eduardo Galeano cuando la profesora dijo en clase que Núñez de Balboa fue el hombre que descubrió el Pacífico. Pregunta de Galeano: “¿Los indios que vivían por allí eran ciegos?”

 

Javier Rodríguez Marcos en El País

 

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Me parece igual de difícil encontrar nombres para mascotas, objetos o personajes literarios. Me da envidia Norman Mailer cuando aseguraba en una entrevista en The Paris Review que «dejo que el nombre surja solo, pues he descubierto que los nombres de mis personajes generalmente tienen raíces en el libro». En mis primeras novelas, escritas y después destruidas, me limitaba a usar los nombres de mis amigos. Era cómodo. Cuando necesitaba uno, telefoneaba a un colega y le pedía permiso para llamarle como a él a un personaje. Cada uno reaccionaba a su manera; estaban los que reclamaban ser «uno de esos borrachos que hay siempre en tus relatos», y los que se ponían a la defensiva, como Sergio, cuando me advirtió que me cuidase mucho de «contar lo de aquella noche de cocaína en Ibiza; porque tú también estabas, tengo que recordarte».

 

Juan Tallón en El Progreso.

 

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El reconocimiento a Dylan es perfectamente coherente con la evolución de un galardón que nació siendo literario, sobrevivió siendo político y terminará considerando las más variopintas “tendencias”.

 

Alberto Gordo en The Objective.

 

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Por muy de moda que estén estos conceptos, lo cierto es que vienen de lejos. En la segunda entrega de los diarios de Ricardo Piglia, Los años felices, (Anagrama), donde, con lúcida insistencia, se da vueltas a la cuestión, se lee en una entrada del mes de septiembre de 1970: “Novela. No se trata de convertir el documento en ficción, ni de explicar dónde está la verdad en lo que narro, se trata de enunciar la ficción en el modo de enunciar los materiales reales”.

 

Ignacio Echevarría en El Cultural.

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