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Mientras tantoEl amor en los tiempos del parchís

El amor en los tiempos del parchís


 

 

Hay sillas de ruedas, andadores y, de fondo, el zumbido de los televisores encendidos a los que nadie presta atención. También bastones, ancianos que juegan al parchís y, en las paredes del ascensor, pegadas con celo, las fotos de los que cumplen años hoy. En el piso de arriba están las habitaciones ocupadas por los que tienen menos suerte, los que no pueden jugar al parchís.

 

Y ella está ahí. Tiene ochenta y seis años y está postrada en la cama. Es algo temporal; solo hasta que se le curen unas heridas feas. Se queja sobre todo del aburrimiento y de que su eterno novio, que tiene noventa años ya, no está ahí con ella. Mi tío abuelo postizo está abajo, jugando al parchís.

 

¿Lo habéis visto? –nos pregunta a mi madre y a mí.

 

Negamos con la cabeza.

 

Es que ayer, cuando me vino a ver, parecía…¡un gentleman! Sí, sí. Un gentleman. Vestido todo de negro y encima sin el bastón, ¿lo podéis creer? Como si fuera un jovencito.

 

Pone los ojos en blanco y se hace un silencio. Continúa indignada:

 

¡En el baile no lo dejan solo ni un segundo! Dicen que es el Paul Newman de la residencia…

 

Estoy a punto de hacerle una broma: te lo van a robar o Huy, éste anda muy suelto, pero mi madre me mira amenazadora desde la otra esquina de la cama, y dice:

 

Ahora vamos a verlo. Seguro que está igual de aburrido que tú.

 

Encontramos al pobre gentleman –jersey de cuello vuelto negro, gafas de pasta y un misterioso parche blanco en la oreja– jugando al parchís con una mujer que a todas luces está haciéndole ojitos mientras le dice que se va a dejar ganar para que él esté contento.

 

 

El pasado fin de semana leí una columna de Rosa Montero, ‘El sexo a los sesenta’ que abordaba, ya no tanto La carne, su último libro, como la perplejidad acerca de las preguntas que habían ido surgiendo a lo largo de la promoción: “algunos periodistas me dijeron en tono laudatorio: ‘Una cosa muy interesante de tu libro es que te hayas atrevido a tocar el tabú del sexo de las mujeres de 60’, y a mí se me abrieron los ojos como platos”, decía Montero.

 

La verdad es que tiene toda la razón. Ayer, en la residencia, pensaba no solo en el sexo como tabú –sobre todo a partir de cierta edad– sino en todas aquellas realidades que a fuerza de no hablar de ellas, las convertimos en invisibles. Ahí estaba mi tía abuela, muriendo de amor por su novio, jugando al parchís con otra mujer.

 

Pobre Beigbeder, cuánto se equivocaba con lo de que el amor duraba tres años.

 

Al salir de la residencia, me despedí del gentleman y su admiradora me cogió de la mano:

 

Nena, ven, acércate.

 

Sintiéndome una traidora, como cuando de adolescente hablabas con el chico que le gustaba a tu amiga, lo hice:

 

Un día soñé que tenía dieciocho años y cuando me desperté estaba aquí.

 

Ése es otro tabú. Que la vida pasa rápido, en un instante. Por eso, es necesario correr más que ella, más que la vida. Exprimirla. Y con el amor hay que tener paciencia. En realidad, siendo francos, es mucho más divertido que el parchís.

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