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Mientras tanto¿Por qué todo es tan complicado?

¿Por qué todo es tan complicado?


 

Escribir «en contra»


Leía estos días de puente-sin-puente los diarios de José Donoso y me preguntaba cómo tenía una que leer un diario íntimo. Me alegró comprobar que no era la única y que Gombrowicz también se lo cuestionaba: “¿Para quién escribo? Si es para mí, ¿para qué va a imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué finjo dialogar conmigo mismo?”. En fin: dudas irresolubles. Otra de esas inquietudes me surgió a raíz de empezar una novela de la mexicana Elena Garro, Reencuentro de personajes, que me esperaba desde hacía tiempo en la mesita de noche. Me sorprendió comprobar que grandes libros como ése pudieran surgir simple y llanamente del odio a otra persona. El de Garro nace del desprecio absoluto que le profesó durante todos sus días a su ex marido, el Premio Nobel Octavio Paz. La duda, pues, es la siguiente: si del amor al odio hay un paso, entiendo que del odio al amor tiene que haber el mismo trecho. Y sé que estoy simplificando mucho toda la problemática entre Garro y Paz, pero me parece que dedicarse toda la vida a vivir y escribir «en contra de alguien», es tirar la vida a la basura. La duda es, por tanto: ¿por qué lo hacemos todo tan complicado?

 

La cobra y E.T.


Resulta que el día de Halloween, el 31, llegué pronto a casa. Mientras hacía zapping me encontré con aquel viejo amigo de infancia, E.T.-Teléfono-mi-casa. Pero todo había cambiado. La película, E.T., yo misma. De hecho, había escenas que ni siquiera recordaba: los sapos en el colegio, ese beso de niños encima de una silla, el armario que dividía la habitación de los hermanos… Me asombró ver lo feo que era E.T. y entendí –y me perdoné por fin– aquellos sentimientos encontrados que tenía siendo niña al ver la película. Por un lado deseaba abrazar a aquel bicho pero ay, luego estaban esos dedos larguísimos y nudosos que me daban cosa. Cuando llegaron los anuncios volví a hacer zapping y me di de bruces con OT: El reencuentro, así que viajé de la infancia a la adolescencia con solo un cambio de canal. Pero no me entretuve demasiado. Vi a David Bisbal empezando a cantar ‘Ave maría’ y pensé que había cosas que era mejor dejarlas en el lugar en el que estaban; en el recuerdo de los bares y las verbenas de verano. Así que volví a E.T. Pronto me impacienté y terminé apagando el televisor. Ya en la cama, cogí el teléfono y en Twitter, esa plaza del pueblo en la que siempre se está decapitando a alguien, hablaban de una cobra. De la cobra de nuestra Jennifer Aniston, Chenoa. Y me reí. Lloré de la risa.

 

After-cobra


No sé vosotros pero yo, personalmente, antes de bailar con un ex delante de toda España –un ex de esos que encima te dejó él a ti–, preferiría hacer puenting en un río infestado de caimanes. En esa situación, una cobra es lo de menos. Vamos, las hay, como yo, que podríamos montar un circo de lágrimas y pataletas en el mismo escenario.

 

No suelo divagar acerca de temas de actualidad porque casi nunca me entero. Pero ayer, a raíz del asunto de la cobra, pensaba en lo valientes que somos cuando tenemos una pantallita de por medio. Pensémoslo bien: a todos nos han hecho la cobra. A mí, al menos, mil veces. No me refiero a que te giren la cara sino a todas las otras cobras que no mencionamos. Y no pretendo hacer metafísica de la cobra, ya me entendéis.

 

Hoy leía una acertada columna de Manuel Jabois llamada Afectos. Hacía referencia a la serie El joven papa, de Sorrentino, en la que se hablaba de la distinción entre dos tipos de afectos: las relaciones afectuosas y las formales. Es bien sabido que el mundo se rige por ciertas leyes no escritas y si uno escoge la formalidad, llega “al camino frío y desapasionado con el que evitar que nos hagan nunca una cobra”. Yo le diría a Sorrentino y a Jabois que las cobras nos las van a seguir haciendo, demos un beso o un apretón de manos.

 

Resumiendo:


No sé por qué nos lo ponemos todo tan difícil. Ni por qué Elena Garro se complicaba tanto la vida, ni por qué se la enredamos nosotros a Chenoa o nos empeñamos en distinguir entre afectos buenos y malos. Porque también está la canción de Héroes del silencio que ha sonado esta mañana en la radio. Decía “no sé distinguir entre besos y raíces. No sé distinguir lo complicado de lo simple”. Me dan ganas de llamar a Bunbury para decirle: pues mira que es fácil.

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