Ni bien termino de decir “americanos” y ella me corrige, con razón: “estadounidenses” o “norteamericanos”, con el daño reducido a los canadienses y a los mexicanos.
No śe en qué momento dejó de preocuparme ese detalle, contra el cual antes también me esforzaba en lidiar. Que los ciudadanos de este país se hubieran apropiado del gentilicio no significaba que yo iba a ser cómplice de su marranada. Me corrijo inmediatamente y le digo “estadounidenses”. Sin embargo, ya no me atrevo a confesarle la facilidad con que en estos días, al referirme a la historia del cine de los Estados Unidos, he soltado frente a mis estudiantes estas dos palabras: our country. Unas cuantas veces. Sin pestañear.
No es que me haya convertido en ciudadano de un momento para otro. Soy peruano. Ofrezco como prueba la pasión inconsciente con la que grité cada conquista, esta semana, durante la goleada que le propinamos a Paraguay en Asunción. No puedo imaginar un grito similar así el Team USA metiera el gol de la Copa del Mundo en el estadio, digamos, de Moscú. Aún me conmueven mucho más cualquiera de los versos sueltos de Poemas Humanos que los mejores versos de Whitman en Leaves of Grass.
Es solo un dato, tal vez menos preocupante que la constatación de que ciertas canciones que me inducían al vómito cuando mi madre las ponía en la radio del carro durante mi adolescencia, ahora me gustan. No sé si me define más como individuo decir “our country” frente a un grupo de estudiantes de los Estados Unidos, que gritar en el auto, con pasión, una balada romántica. Querida. Por lo que quieras tú más ven. Más compasión de mí tú ten. El mundo da vueltas dicen por ahí. Los gustos cambian. Las pasiones se suavizan. A los quince años, dibujé un gran mapa de América donde los Estados Unidos no existían. Lo pegué en el techo de mi habitación. Solía echarme en la cama por las tardes y observarlo orgulloso.
Otras cosas que me importaban: cierta literatura, el rock en español que tanto me gustaba, solía considerarlas como conquistas contra “aquel maldito imperio del norte”. Si bien jamás le compondría una canción a una Persiana americana.
Es verdad que al apropiarme inconscientemente de otro país también me adueño de lo malo que éste representa. Y sin embargo, al decir our country, de cierto modo también me apropio de Faulkner, me apodero de Bellow, de la música de Dylan.
Sirva este detalle de consuelo.