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Mientras tantoLas metáforas

Las metáforas


Como dice Rosa Montero, cada vez estoy más convencida que el mundo se divide entre los que están deseando que llegue la noche para darle una patada a sus preocupaciones, abandonándose en un profundo y reparador sueño, y los que en cuanto la oscuridad se asoma, sus pensamientos, los más negros aparecen enturbiando su descanso, enredándoles en mil pesadillas que les suman en el desasosiego más absoluto.

Por mi parte y aún creyendo formar parte del primer grupo, no sé cómo me las apaño, que cuanto más cansada estoy, peor duermo. La oscuridad, ese nido de obsesiones, parece burlarse desde la otra orilla como el zarpazo de un cocodrilo que te acecha desafiante. En cuanto bajas la persiana, no hay ovejas que valgan, empiezas a dar vueltas y vueltas en la cama, mientras tus miedos también dan vueltas en tu cabeza abriéndose paso sin avisar, alborotados, retadores, susurrándote al oído tus miserias como una alegre mentira a punto de estallar.

Una especie de monólogo interior del que no logras huir: “De mañana no pasa que ponga en orden mi vida, – te dices- mientras le das la vuelta a la almohada y si consigo levantarme pronto, me pondré al día con mi inglés y terminaré de escribir ese cuento que me trae de cabeza y que según mi editor, está pidiendo a gritos un nuevo final, a ver cómo me organizo…“

Vas al baño, bebes agua en un afán de distraer esos pensamientos que divagan peligrosamente. Subes un poco la persiana pensando que tal vez ver esa estrella grande que brilla, te ayude, pero no… El duermevela parece agrandar los problemas que empiezan a pasearse por tu cabeza con nombres y apellidos con una chulería que asusta. Hasta la estrella que brillaba hace un rato, parece no brillar más, presa también de ese desaliento contagioso. Te acuerdas de la llamada de ese compañero interesándose por tu vida, el pobre no se ha atrevido a llamarte hasta hoy. Parece que nada haya cambiado en tu antigua empresa, el mismo descontento, el mismo acojone, más despidos, todo sigue igual…

Por un momento olvidas tu actual vida de escritora en ciernes y vuelves a imaginarte en la que fue tu empresa durante tantos años, contabilizando facturas como si todo hubiera sido un mal sueño, y no, ya no sientes ese extraño pellizco que antes te martirizaba, ya no. Incluso te alegras de no estar allí y ver todos los días la cara de tu jefe. Te cuesta hasta recordar el consejo que te dio aquel amigo, su famosa teoría de ver el trabajo como un juego de balances. “La Contabilidad representa el juego de la vida, y si te lo tomas como que eres una artista de las metáforas y de las palabras todo será más sencillo”. Ahora que lo pienso, valiente gilipollez, ¿qué se creería aquel tipo que eran las metáforas?

Antes que la noche te engulla sin remedio, intentas apartar como puedes esas imágenes sin sentido, pero tu cabeza va a mil revoluciones. Sobredosis de realidad ¿o es ese café de media tarde, a destiempo que ahora pasa factura? No dejas de repetirte en tu duermevela la misma cantinela: tengo que ser valiente, tengo que ser valiente, una vez y otra: doscientas veces. Y mil si hiciera falta. Piensas que tal vez a fuerza de insistir, termines creyéndolo posible. Sabes que hace falta plantarle cara a la angustia si quieres sobrevivir, pero no lo puedes evitar. No puedes evitar sentir una punzada como si te clavaran mil alfileres en esas metáforas de las que huyes.

El despertador te mira de refilón. Cierras los ojos y  mientras te abrazas al entusiasmo de lo incierto como si de un Red Bautler insomne se tratase, te convences de que mañana será otro día. Un día mejor, o por lo menos distinto. Quién sabe si con la luz del nuevo día que ya se asoma, la vida te despierte con un beso en la boca, con lengua, un beso de verdad, como el de aquella canción de Serrat; porque sí, porque a estas alturas, yo creo que ya me toca.

 

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