Al final, después de décadas dando tumbos, ya sé que es lo que quiero hacer en la vida: ser mujer de embajador. Mucho mejor que embajadora, todo el día dando discursos, con el cd de los himnos nacionales en el bolso, aguantando recepciones interminables, ensalzando los logros económicos y culturales que el país respectivo ha consolidado con el Líbano, leáse la pasta que los fenicios se han llevado por la cara, soportando a cientos de compatriotas empeñados en venir a hablar “de lo suyo”…
No, mucho mejor la otra variante. Ella, la señora del embajador, sonríe a lo Isabel Preysler rodeada de pelagatos que buscan decir cualquier cosa a la que ella asentirá con gentil gracia. La señora de embajador maneja el español con cierta dificultad así que para solventar el obstáculo una cuadrilla de camareros filipinos emerge solícito desde las profundidades de la miseria palaciega, la cocina, dispuestos a cargar las copas de los invitados.
Al agasajado de la noche, un periodista que ha venido a enfrentarse cara a cara con el dolor digno de un click en la web -refugiados bilingües y domesticados por la ONU para consumo del gremio periodístico-, ella le sonríe con ternura y le perdona que no distinga chiítas de sunitas ni ortodoxos de maronitas. A un idiota nunca se le contradice, se le deja hablar. Una conclusión a la que solo se llega después de años de meditación pero que en la carrera diplomática aprenden desde el primer día. El recién llegado pregunta que qué va a pasar en Siria, como si el resto lo supiésemos o nos importase, y relata después alguna historieta sobre las atrocidades cometidas en Mosul. La señora de embajador tuerce el gesto consternada, siempre es terrible la muerte de pobres niñitos, aunque menos terrible que ahora a las 11 de la noche se nos acabase el vino.
Las vistas de Beirut que se contemplan son sencillamente magníficas, la pobre mujer se habrá pasado el día entero controlando a las señoras de la limpieza para que todo esté impecable. Como si permitiera el acceso a su coqueta intimidad desvela que está haciendo sus primeras amiguitas en el barrio, otras esposas de embajadores que la invitan a comer, intercambian recetas sobre cómo preparar una bomba casera, y departen sobre las carreras universitarias de sus hijos mientras sus maridos, los embajadores, engordan cada día un poco más con la satisfacción que da ser alguien en un país de mierda.
Un chico muy guapo y que finge ser heterosexual departe amablemente con las féminas de la reunión al tiempo que alaba la calidad de los cacahuetes en Oriente Medio. Todos le damos la razón con entusiasmo, nadie como un español para comprender que después de siglos de historia de un imperio milenario, de uno pueden terminar elogiando la calidad de sus nueces o como aliña las ensaladas. El segundo de la embajada insiste en que en el sur de América Latina ir al psicoanalista es como que aquí te maten a algún pariente en una reyerta sectaria, lo más normal, e invita a los presentes a psicoanalizarse en algún momento de la vida. Seguro que sale algo malo pero cuánto se van a divertir… Ella se ríe levemente, no se sabe si porque va medicada o porque se psicoanaliza desde los 12 años.
La cena, como cabía esperar, es deliciosa. Los invitados se deshacen en halagos hacia la exquisita mujer que ha abierto el libro de recetas delante de la cocinera filipina para explicarle cómo se cuece convenientemente la carne bajo pena de ser deportada esa misma noche a Manila. Beirut se contempla al fondo, tranquila en la noche aún cálida. Es la mejor escuela de vida para recordar que lo que importa importa muy poco.