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Mientras tantoContratiempos cotidianos

Contratiempos cotidianos


 

Somos muchos los que consideramos que en la sencillez de lo simple se encuentran las grandes historias. Historias de desahogos y ocurrencias, muchas veces disparatadas, que en ocasiones se terminan disfrazando de oportunismo, cuando no de provocación. Y no me refiero tan solo a la literatura, que va.

Duchamp, ajedrecista y visionario, llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de cómo una rueda de bicicleta podía convertirse en una obra de arte. La colgaba del techo, la miraba desde su rincón. Pensaba y pensaba el modo de concebir con una simple rueda, un concepto artístico: el soporte sobre el que sentir libres sus pensamientos. Había veces que hasta se enfadaba consigo mismo y abatido retomaba su partida de ajedrez. Bordeando un día la Quinta Avenida, camino del club de ajedrecistas mientras ensayaba una jugada en su cabeza, descubrió un urinario en el almacén de una fontanería. Se trataba de un Bedforshire, polvoriento, que debía llevar años olvidado por las manchas de orín que nadie se había molestado en limpiar. Pero él no las vio, ni siquiera se fijó en que la tienda estaba a punto de cerrar y el dueño le apremiaba. Abrió bien los ojos y visualizó aquel urinario amarillento en su estudio, por un momento hasta lo vio expuesto del revés en la sala de un museo.

¿Cómo no se había dado cuenta? El espíritu del arte, el soporte que tanto anhelaba, estaba allí a un palmo de sus narices Sin saberlo estaba a punto de conseguir lo que parecía imposible, convertir un objeto cotidiano en un objeto de culto, mover los límites de la realidad aproximando su alma a la de un urinario olvidado como el que reza una plegaria que espera no sea atendida, pero lo fue, vaya si lo fue….

No fue en una plegaria, si no en una cama deshecha, el escenario en el que se refugió la artista Tracey Emin durante una de las peores etapas de su vida. Una relación amorosa imposible, borracheras continuas, una depresión que la ahogaba hasta dejarla sin aire. Aquella cama se convirtió en su modo de gritar al mundo su dolor. Condones usados, botellas vacías de vodka, test de embarazos, y unos pantalones manchados de sangre. Ese fue el material con el que dio forma a su obra, lo que ella llamó el diario de su autodestrucción.Las personas se quedan realmente solas, y tienen miedo real, y se enamoran y se mueren, y follan.” Se limitó a decir a modo de disculpa.

Lo verdaderamente importante, es ser capaz de transformar tanta mierda en algo tuyo, en un autorretrato de tus miserias y salir airosa. Y lo hizo como ella sabía hacer, compartiendo sus excesos, sus muchos miedos en una íntima conversación, una conversación que pierde su sentido a medida que intentamos traducir la mirada del autor con palabras que nadie entiende, a veces ni nosotros mismos.

 

Y ahora mientras escribo, me da por pensar en todo esto. Pienso en Duchamp, en la cama de Tracey Emin, en las palabras que se enturbian y no sé vosotros, pero me entran a mí también unas ganas locas de convertir en historias experimentales, lo que no son más que contratiempos cotidianos: una cama deshecha o en mi caso unos vecinos ruidosos que no entienden de urbanidad ni cuando apagan la luz y se entregan a la lujuria de las noches en vela. Bien mirado, todo son ventajas: no tendría que echar mano a mis obsesiones literarias, estas que se repiten de continuo, ni a adornar mis mentiras con medias verdades. Me disfrazaría de escritora dadaísta y hablaría de la gotera que desde hace una semana imprime carácter a las paredes de mi habitación, incluso podría permitirme no hablar de nada, como lo hace Carver cuando habla de todo, y termina hablando hasta de amor, que a fin de cuentas es lo que llevo haciendo toda la vida: sumándome al oportunismo de no hablar de nada, materia en la que aunque me cueste reconocerlo, yo también soy una artista. ¿O no?

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Fotos: Urinario (Duchamp) / The Bed (Tracey Emin)

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