En la primera fila del show de presentación de Susana Díaz (en los desfiles políticos no hay backstage sino que los modelos ocupan el front row) se podía ver un sesenta por ciento de la historia de España en los últimos treinta y cinco años. Más que a Susana yo vi a Felipe, el viejo Zorro (plateado) aquel de la película que se implica en el advenimiento de su sustituto. Aunque también vi a Zapatero. El caso de Zapatero es un relato que cumple la definición de Hemingway, donde los siete octavos de su volumen no se ven, no se cuentan, porque están por debajo del agua. Zapatero en esa fotografía parece un infiltrado pero no lo es. Yo siempre lo vi como el producto experimental (la nueva colección) que sacó al mercado el PSOE (el de siempre, el mismo del frontline de ayer) y que fue un fracaso que aún hoy a sus valedores, a pesar de todo, no les queda más remedio que sacar de paseo. A su lado estaba Guerra igual que hundido en su asiento. El contraste a esa sonrisa frente a la que ya todo es contraste. Susana es en quien todavía se puede reconocer el PSOE de la rosa, y en su presentación casi se podían ver las pieles y el sílex de su atavío coloreado por la presencia plastidecor de Zapatero. Si Susana es la última (esperanza) de los mohicanos, ese mismo Zapatero que lucía a su lado es al mismo tiempo el precursor del rival Schz. Zapatero es omnipresente. Zapatero es un planeta (no se equivocaba Pajín, ¡Pajín!, con aquello de la conjunción) que orbita todavía entre nosotros. Zapatero vale lo mismo para un roto (Schz) que para un descosido (Díaz), al cual se agarra un felipismo (re)activo en su tardía y quizá última (y quizá necesaria) aventura.