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Mientras tantoLos días raros

Los días raros


“Lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar”

‘Un sueño realizado’,  Juan Carlos Onetti

 

Ayer murió un tipo al que apreciaba mucho. Fue de las primeras personas que leyó y me dio una opinión, muchos años atrás, acerca de alguno de esos que relatos que luego formarían parte de Piscinas vacías. Nos invitó a comer a su casa –porque él aparte de escritor era un cocinero magnífico–y me dijo: ¿Sabes? Los relatos no me han sorprendido. Puedes hacerlo mejor. Salí enfadada de aquella casa bonita de Hendaya y le dije al que entonces era mi novio: Es pretencioso y él no escribe mejor que yo. No me cae bien. Así tal cual. Obviamente, lo que no había caído bien había sido la crítica. Con el tiempo, claro, me di cuenta de que tenía razón, y pude apreciar lo que me había dicho. Pero encajar una crítica requiere sobre todo de madurez y humildad. Dos cosas que damos por hechas pero que son como el sentido común, que es el menos común y peor repartido de todos los sentidos.

Ayer, como decía, cuando me enteré de que se había muerto, volví a ese día en Hendaya y a la tarta de cerezas que nos preparó. También a otros días y a más conversaciones. Me di cuenta de que en la bandeja de entrada de mis emails, tenía uno suyo aún por responder. No me podía creer que se me hubiera pasado contestarle, pero así era. Sé que es un tópico lo que voy a decir ahora, pero que no se os queden muchos mensajes por responder. Porque lo cierto es que me pasé un buen rato de la mañana, frente a la pantalla del ordenador, pensando justamente en eso: ahora puedes enviarle cualquier cosa pero él ya no lo recibirá. Hagas lo que hagas.

Hay días raros, de esos a los que canta Vetusta Morla. Ciertamente, ayer fue uno de ellos. Más tarde, al mediodía, de camino a una comida, llegando con prisas a un restaurante que no conocía, un tipo me llamó desde debajo de unos andamios. Llevaba una cinta en el cuello de la que le colgaba un teléfono que no dejaba de sonar.

–Perdona, ¿me lo puedes coger? –me preguntó.

Sorprendida, pensé que me iba a robar o que querría hacerme cualquier cosa. Solo me falta esto, me dije.  Y ya estaba a punto de darme media vuelta cuando levantó las manos y vi que no tenía. Que llevaba dos prótesis.

–Es que yo no puedo.

De manera que me acerqué a él, descolgué el teléfono y se lo puse en la oreja. Escuché cómo le daba las indicaciones a alguien para llegar al punto donde él se encontraba. Cuando terminó de hablar me hizo una señal para que colgara, deslicé el dedo y me quedé mirándolo asombrada.

–Ya sé que es extraño pedir estas cosas así de repente.

Entonces el tipo, sin venir a cuento, me dio un abrazo. Me quedé ahí, rígida como una tabla de planchar, sin saber qué hacer. Acto seguido se marchó, pero antes me dio las gracias. Y creo que fue más por el abrazo que por haberle atendido al teléfono.

Una vez dentro del restaurante, se lo conté a mi amigo, que me esperaba.

–Pero tú lo sabes, ¿no? –me dijo.

–¿El qué?

–Que cuando te dan un abrazo no hay que dar las gracias. Hay que decir “más”.

Cuando terminamos de comer, de vuelta al despacho, seguí el mismo trayecto. Buscaba, creo, al tipo del teléfono. Como si uno pudiera encontrarse con determinadas cosas dos veces seguidas. Lo mismo que dice Karmelo C. Iribarren: “Como si la vida te dijese: mira, aquí me tienes, vuelve a intentarlo”. Porque el hombre, obviamente, no estaba. Seguí avanzando por Travessera de Gràcia, me metí en un bar a pedir un botellín de agua y de fondo sonaba, quizás a modo de compensación, esa vieja canción que me gusta tanto, ‘Siete vidas’. Por un instante, volví a los dieciocho, a esa época en la que solo escuchaba a Antonio Vega, a Mikel Erentxun o a Antonio Flores. Me vi a mí misma dentro de un coche, las ventanillas bajadas, cantando a grito pelado aquello de “seis vidas ya he quemado y esta última la quiero vivir a tu lado”. Y era cursi –la canción y yo. Y lo cierto es que yo lo sigo siendo- pero Antonio Flores me llevó de vuelta a esa casa bonita de Hendaya y al pastel de cerezas. A las cosas que acabamos entendiendo cuando ya no podemos responder el mensaje, que son esas mismas cosas que entendemos en los días raros.

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