Yo he oído Cassandra y se me ha venido a la memoria el personaje de Galdós. Estaba ilusionado con una nueva versión y real, no novelada, del mito clásico. La bella heroína anticlerical, que no antirreligiosa, batiéndose contra la injusticia entre el amor y la culpa. Pero resulta que no había nada de eso. Hay una condena exagerada a una persona que se hace llamar Cassandra por unos chistes sobre Carrero Blanco. Algo no está bien cuando se condena a alguien a un año de cárcel por contar chistes. Claro que los familiares de Carrero Blanco no los llamarán chistes. La condenada y los defensores de la condenada aducen, por ejemplo, que Tip y Coll, dos genios del humor, también hicieron chistes sobre Carrero Blanco y no se les condenó. Hay algo de soberbia en Cassandra y en sus defensores, Pablo Iglesias y Alberto Garzón entre ellos, al equiparar el ingenio de dos genios con el propio. De cualquier modo, lo mejor de la producción humorística de Cassandra no está en los trece chistes referidos a Carrero por los que ha sido condenada, sino en muchos otros ajenos a esta sorprendente fijación para alguien que ni siquiera había nacido cuando el gobernante franquista fue brutalmente asesinado por la ETA. En todos ellos hay otra fijación, que quizá algún psiquiatra podría calificar de obsesión, por matar. En esos otros chistes inequívocos en los que la ironía queda pisoteada (por mucho que traten ahora de levantarla igual que el puño), Cassandra, aspirante a profesora, muestra sus deseos de matar a distintas personalidades como Rajoy, Cristina Cifuentes o Angela Merkel, al estilo del mismo Iglesias, de Tania Sánchez o de los concejales Zapata y Soto y sus curiosas querencias por la guillotina. Del ingenio de Cassandra, del humor de Cassandra, como del ingenio y del humor de sus famosos defensores, lo que destaca es el odio. Un odio salvaje que jamás mostró la sátira mordaz, irreverente, disparatada y absurda y genial de, por ejemplo, Tip y Coll. El odio atroz es el pilar de esos chistes que dicen sostenerse, y efectivamente lo hacen, en el humor y en la libertad de expresión. «Fascista volador», ha escrito Garzón (firmando así un imaginario manifiesto que también podría decir: «Esperemos que Cristina Cifuentes muera antes de las doce, será un puntazo que muera en el aniversario del pioletazo a ota rata») a propósito del hilo iniciado por la tan disparatadamente condenada Cassandra, el último símbolo coyuntural (el mito, la heroína) de este comunismo que va más allá incluso de aquella, hoy amable, definición de Benavente: «El comunismo es una religión, y el odio que lo inspira es como un reverso del amor».