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Mientras tantoGente de poca fe

Gente de poca fe


Crucifixión

Crucifixión (1999, óleo sobre tela) por el artista peruano Christian Bendayán.

 

 

Era invierno: lo sé porque es en esa estación cuando a los sudamericanos nos toca ver los mundiales europeos. La selección de mi país había ido a un Mundial. Aún tenía a los cuatro abuelos vivos.

 

 

Una selección de camiseta roja nos estaba metiendo una goleada para los libros de historia. En una pared del cuarto donde se quedaban mis abuelos colgaba un crucifijo. Me arrodillé frente a él. Prometí que sería un niño extraordinario si Dios nos daba una mano. Lloré. Estoy convencido de que hubiera arruinado mi vida de haber sucedido el milagro.

 

 

Ese fue el primer mensaje que recibí del Cielo: Dios no existe. Dios no es peruano. A Dios le importa una mierda el fútbol. Dios no está mirando este partido.

 

 

Pronto me olvidé del mensaje: dejé la niñez pero seguí pidiendo milagros. Así sucedió el primer año en que estuve enamorado. Me masturbaba con intensidad─solo pensando en ella─ y sufría de intensos ataques de erotismo no correspondido. Un día de cada dos.

 

 

No me sirvió de nada haber viajado, haber visto la playa de Ipanema, haber cruzado a nado el mar violento, haber estudiado cine, haber leído (mucho) a Pavese y a Camus, ni haber sido declarado “mejor amigo de la promoción”. Esta mujer nunca me amó.

 

 

Pensaba entonces que el amor se conseguía con constancia, pero como la fórmula no funcionaba le pedí ayuda a Dios. Fui a misa de domingo durante varios meses. Prometí ser un hombre bueno a cambio de una noche de sexo intenso. Su mayor prueba de cariño consistió en en desordenarme el cabello con una mano, como si yo fuera su perro pekinés.

 

 

Ese fue el segundo mensaje del Cielo: Dios no existe. Le importa un rábano que te jales la tripa por una chica. Le importan un comino tus patéticos poemas de amor escritos enmedio de la noche. Si bien es cierto que al final─porque siempre fui muy huevón─le otorgué a Dios el beneficio de la duda: te tiene reservada una muchacha mejor, no quiere que te gastes el semen con alguien que no te merece.

 

 

Suelo decir que se me fue la fe después de intentar confesarme en una iglesia. Caminaba por la Avenida Brasil y entré en una catedral gótica─del gótico feo, ese que abunda en Lima─como quien decide comerse un sánguche triple de pollo, huevo y tomate antes de continuar el día. Me acerqué a la oscuridad del confesionario y me arrodillé para cantarle mis pecados al sacerdote. Supuse que me absolvería y podría comulgar al domingo siguiente.

 

 

Ese día el cura de turno─a quien durante muchos años le deseé diarrea y otras enfermedades peores─no quiso perdonarme. Dijo que yo no estaba arrepentido. Según él no había acto de contrición. Me dijo que yo iba a seguir masturbándome ─como ingenuamente le había confesado─mientras me imaginaba desnuda a la compañera con el poto más hermoso de la clase.

 

 

Y si bien es cierto que aquel episodio me hizo perderle la fe al sacramento de la confesión (también al de la comunión, y de paso a toda la logística de la culpabilidad y el miedo al fuego eterno en que descansaba mi experiencia con la iglesia católica), también es verdad que en todos estos años nunca he dejado de creer por completo en la existencia de algún tipo de Dios.

 

 

Sé que mi escasa fe proviene de un defecto de fábrica: no puedo evitarlo. Los últimos 20 años he llevado─voluntariamente─una cruz colgada al cuello. Todavía me persigno con cierta regularidad, y rezo de vez en cuando (si bien confieso que lo hago más que nada por miedo al cambio climático y al cáncer). Sin embargo, ya no pido milagros. Al menos no en los campeonatos de fútbol ni en los torneos que terminan en una cama. Sé muy bien mis pecados pero no voy por allí diciéndolos. Tampoco voy por la vida pretendiendo que puedo mover una montaña.

 

 

Sospecho que es por esta historia mía con la religión que me resultó tan incómodo, hace un par de semanas, sorprenderme a mí mismo diciendo, frente a una pequeña audiencia neoyorquina: hay que darle gracias a Dios.

 

 

Me detuve. Me corregí con rapidez. Sonreí incómodo, consciente de mi incoherencia.

 

 

Tal vez lo único que espero hoy de Dios es que ilumine a los religiosos para que se decidan a encerrar a los hijos de puta pederastas, que los ilumine para que dejen tranquilos a los homosexuales y a las mujeres que quieren abortar, para que sus fieles respeten la vida de la gente que solo pretende vivir en paz.

 

Amén.


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