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Forza!


Confieso que entiendo poco de fútbol, más bien nada. No estoy al tanto de los fichajes millonarios, ni me interesan. Tampoco sé lo que es un fuera de juego, pero no me pierdo esos partidos en los que mi equipo se la juega, sobre todo esos partidos agónicos, en los que todo puede suceder como en una novela de Faulkner. Pego saltos, cuestiono al árbitro, y si el marcador nos acompaña, me relajo lo justo para fijarme en lo bien que le sienta el traje a Zidane. En medio de mi emoción, tengo que soportar en casa alguna llamada al orden, porque mis saltos y mis gritos por exagerados, acaban desconcentrando a los que no les basta con comerse las uñas, necesitan además la paz del silencio, para sentirse tranquilos en ese nerviosismo que yo también comparto.

En momentos así, no es cuestión de andarse quejando cuando de lo que se trata es de pasarlo bien. Tengo todavía el recuerdo de mi padre sentado en su butaca, disfrutando de los partidos mientras sufría y resoplaba ante la televisión. Perdía la serenidad si las cosas se torcían, se le escapaba algún “cojons” que otro, y gritaba tanto como yo o más, cuando su equipo goleaba. Si perdíamos, torcía el gesto y achacaba el resultado a algún penalti no pitado, o a la suerte del contrario, porque había que ver la suerte que tenían los contrarios en esos partidos aparentemente fáciles en los que terminábamos perdiendo.  Nunca se lo dije pero siempre sospeché que la culpa de la mala suerte, cuando la Quinta del Buitre no levantaba cabeza, era la bufanda que mi hermano, a modo de attrezzo extendía en el sofá. No fallaba, en cuanto sacaba la bufanda morada, yo me temía lo peor. Daba igual que aquella noche el árbitro hiciera justicia, que el rival a fuerza de improvisar su mejor juego, lo consiguiera; mi equipo acostumbrado a arrasar y ganarlo todo, se complicaba la vida y terminaba el partido, con mi padre resoplando y el marcador en contra. Fue un milagro que la bufanda se perdiera entre los trastos de una mudanza, o que eso creyera mi hermano, menos mal. Quién sabe si no estaríamos lamentando aun nuestra mala pata, y apretándole los huevos a san Cucufato, remedio infalible de mi madre, que todavía hoy funciona cuando la cosa se nos pone muy jodida.

Por eso, mi primer pensamiento ayer tras el jugadón de Benzema, fue para mi padre que estoy segura me hubiera hecho los coros mientras gritaba como una loca, y que incluso hubiera entendido mis saltos de alegría, cuando mi hermano reclamaba un poco de silencio para digerir su nerviosismo con tranquilidad. Más sabiendo que lo que toca, es enfrentarnos con la Juve, la vecchia signora, en la final. Ahora que mi padre no está, es mi sobrino quien lo hace, quien grita y se desespera conmigo, quien a falta de bufanda se enfunda su camiseta de la suerte y quien me acompaña en los coros. Es mi sobrino, quien confía en que un derechazo de Ronaldo, nos lleve a la gloria en la que será la partita del secolo. Pero para esto todavía nos queda esperar, si es que resistimos. Forza!

 

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