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Lo mejor que se puede decir de un libro autobiográfico no es que evoca un tiempo, sino que sugiere un espacio al que se adhiere la emoción de una época. Sí, una emoción. Un pálpito.
Aquí, en Vida de provincias (Newcastle ediciones, 2017), de María Yuste, el deseo de querer estar en otro sitio, haciendo otra(s) cosa(s); sin saber exactamente cuáles.
El deseo de tener dinero. Largarse.
¿A dónde?
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Entretanto: la sensación de sentirte vivo, invulnerable y frágil, al mismo tiempo.
La necesidad de aguantar; de sobrevivir: de adaptarse cómo sea –tratando de discurrir sigilosamente por entre la espesura-.
Pero querer huir, huir de una tierra en la que solo hay sol, limones: la huerta de Europa.
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“Para la vida de provincias tienes que estar preparada”, escribe Maria Yuste.
Y es verdad.
Una amiga mía decía que los no citadinos somos como más asilvestrados. Estamos más hechos a la naturaleza y tenemos menos miedos (que no inseguridades, ojo).
Sí, somos así. Menos beligerantes que felinos -aunque algo agazapados-.
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Vida de provincias está constituido por breves viñetas, instancias del vivir que diría yo hablan de esa manera ciertamente extraña de comunicación que se produce en las ciudades pequeñas. Una especie de comunicación por defecto, a la distancia, sin que los lazos sean demasiado perceptibles; y, básicamente, porque no queda otra: porque obliga la cercanía, la inmediatez del espacio -compartido-.
Hay vivencias personales –se supone que más o menos autoficcionalizadas-, personajes y personajillos, memoria y pesar. Sobre todo hay eso: recuerdo.
Una memoria que indefectiblemente explica el presente.
Un presente preñado de pasado. Y esto algo muy inequívocamente de provincias: que el pasado nunca muere, pervive por los siglos de los siglos. Se adhiere a la personalidad y no hay dios que te lo saque de encima.
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María Yuste lo explica así: “Tal vez el pasado sea eso, un montón de basura en la que la gente parece extrañamente feliz”.
Y esta es la clave: parece.
Parece porque lo miramos desde la distancia, y quizá queramos que parezca.
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Entonces, ¿cuál es la única manera de hacer frente a ese pasado que necesariamente nos avergüenza y del que no se puede huir? Pues viviendo en un sueño, estando colocando o cachondo, dice María Yuste.
O escribiendo sobre él, añado yo; esto es, asumiéndolo.