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Manual de jardinería (para gentes sin jardín), de Daniel Monedero (Relee, 2016) es un libro de cuentos habitado no por personajes sin construir, sino deconstrucciones de seres humanos que, en su intento por caminar al unísono, se descoyuntan. O dicho de otra manera, narradores habituados a una normalidad tediosa a los que un hecho inesperado destroza formalmente. Esto implica que los personajes se convierten en algo así como puntos y seguidos de sí mismos (secundarios temporales de las tramas de sus vidas).
Hombres acoplados a un rutina cotidiana a los que les sobrevienen eventos levemente extraordinarios (y/o absurdos). Y no por su irrealidad (o no necesariamente), sino por la magia inesperada que, a partir de entonces, les envuelve. Como una especie de sortilegio. Y esto hace que se vean obligados a lidiar con algún tipo de pureza. El resultado: un gesto, apenas un suave gesto que, empero, provoca que tomen un desvío de sus avasalladoras rutinas y se abra para ellos, un espacio nuevo.
Así, como ya habrán imaginado, los finales no es que sean abiertos, sino que vienen marcados por ese momento de éxtasis en el que alguien decide cambiar de rumbo y, ante él, se abren inexploradas todas las posibilidades de una existencia nueva (y que se intuye, esta vez sí, auténtica).
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Se diría que son pequeños deslices malévolos de la realidad, los que acontecen en estos cuentos. Y ello provoca que emerja en todos estos seres (más bien) anodinos una suerte de metafísica del hombre de a pie, un conocimiento intuitivo, práctico pero también fundamental sobre la vida y sus cosas (aunque no siempre saben qué hacer los personajes con esta sabiduría nueva). Y a eso es a lo que se refiere Matías Candeira en el prólogo del libro, al decir que en este libro “hay que subrayar muchísimo, por admiración”. Porque lo que sucede es que, de súbito, los personajes encuentran en sí mismos la belleza de unos pensamientos que creen ajenos. Es como ver una sabiduría plena que emerge de nadie sabe dónde ni para qué.
Pensamiento en bruto, por así decir.
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“Lo que hay define tanto como lo que falta”, dice el protagonista de “Antología de poesía universal”. Esta ausencia aquí se vive desde la mirada, una forma de resistirse al oprobio de la realidad (pues todos los personajes, de alguna manera, sienten que algo se les ha esquilmado) que tiene una raíz profundamente sentimental.
Una mirada sinestésica, qué duda cabe.
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Dice el propio Daniel Monedero en una entrevista para Pliego Suelto que en este libro de cuentos hay dos ejes principales: los textos más narrativos y aquellos más desenfocados y/o líricos. Esto en cuanto a la técnica narrativa. Sin embargo, en lo que respecta al tema, el estilo y a la disposición formal, podríamos distinguir aun tres grandes líneas: a) los homenajes literarios b) una cierta abstracción de la materia [y que puede b1) afectar a un solo individuo o b2) afectar a un nosotros y entonces se produce una reagrupación –y son textos narrados en primera persona del plural] y c) los cuentos en los que hay un objetivo que cumplir (algo que los mismos personajes decretan, no un mandato proveniente del exterior, sino –por decirlo con cierta grandilocuencia- un primitivo impulso del alma).
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A pesar de lo mencionado, los cuentos son muy heterogéneos (y ello le da al conjunto una fuerte vitalidad, una organicidad fructífera, un movimiento fuerte; una personalidad, vaya).
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Un rasgo, sin embargo, caracteriza prácticamente todos los cuentos: una cierta melancolía iridiscente, casi siempre futura (excepto, quizás, en “Último verano en Seattle”, que vendría hibridada con la nostalgia de un pasado de adolescencia furiosa).
En este sentido, los cuentos son prueba de la (in)dignidad de los personajes. Y es que esa melancolía es más anhelo de lo no vivido que deseo de lo nuevo. Porque la vía de escape se vive menos con esperanza que con éxtasis. O dicho de otra manera: la posibilidad es en sí misma la victoria, pues todo parece indicar siempre que el futuro acabará en desastre. Y esa falta de fe es la tragedia de estos personajes, el oprobio que la realidad les infringió, les infringe, les infringirá.
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Por ponerlo en la misma terminología de sus personajes, en particular del de “Sylvia & Ted”, este es un libro de relatos que “enciende el fuego”.
Un libro en el que sus protagonistas sufren una rara enfermedad que les provoca “una angustia difícil de definir” por los finales; personajes que huyen de las conclusiones y no hacen más que arder en ese fuego recién encendido que, empero -parece que- nunca se va a consumir; así sea en su recuerdo.