Hacia el final de One More Time With Feeling, el documental en el que el músico Nick Cave aborda la trágica muerte de su hijo adolescente, después de contenerse durante buena parte del filme, al final parece desfallecer por un instante y reconoce que, tal cual, ha perdido la sensación de fe en sí mismo, un dolor que lo mismo viene de fuera que de dentro de sí y que parece partirlo por la mitad: “La cagué en grande”, susurra. El documental concluye con una espectral y conmovedora versión de Deep Waters, una canción que había grabado Marianne Faithfull en 2014 pero que interpretada por el joven Arthur Cave supera por los cuatro costados la versión original.
Apunto pues una pregunta que otros, antes, mucho antes, se han hecho con mayor claridad: ¿cuánto dolor se es humanamente capaz de soportar? ¿Cómo se logra digerir lo indigerible, cómo se sobrelleva un fardo imposible? ¿Cómo se sobrevive a la muerte de un hijo? ¿Cómo hacer nuestros o expeler otros tantos dolores que desbordan con su furia los diques de nuestra endeble defensa, la razón? ¿Es siquiera esto posible?
En su carta a Marcia, el estoico Séneca se decanta por la consolación por la muerte de su hijo Metilio, digamos que por vía de la exposición directa de la herida, a partir de exacerbar, con fines lenitivos al fin y al cabo, la emoción en su estado más salvaje, pero también más sincera.
Escribe Séneca: “La vida está repleta e infestada de variados casos, de los que para nadie hay una paz larga, a duras penas treguas […] Para eso has nacido, para perder, para perecer, para esperar, para temer; para inquietar a otros y a ti misma, para tener no sólo miedo sino también deseo de muerte y, lo peor de todo, para nunca saber de qué condición eres […] ¿Entonces qué te afecta, Marcia? ¿Qué tu hijo falleció o que no vivió demasiado tiempo? Si es que falleció, siempre debiste dolerte; siempre, en efecto, has sabido que iba a morir.”
Y líneas más adelante, arremete: “La muerte es la disolución de todos los dolores.”
Estrictamente hablando, esto es así; empero, ¿en verdad es la muerte una suerte de clausura de los hondos sufrimientos a los que nos enfrentamos, en este caso la muerte de un hijo?
En un libro bello y desconcertante, Despedida que no cesa, el profesor y filólogo austríaco Wolfang Hermann relata el trance y el trauma que le supuso la súbita muerte de su propio hijo. Una mañana cualquiera, se acercó a su habitación y lo encontró tendido, sin vida: “El grito me apartó de la cama de mi Fabius muerto, lanzándome hacia lo alto, al vacío.”
A partir de ese momento, el profesor Hermann, aplastado —o arrojado por los aires— por el dolor, pierde todo sentido de orientación, y ya ni la más simple tarea será posible de cumplir sin pasar por una ordalía en la que se confunde la vida con la muerte, la muerte con la muerte y la vida con la vida. “Subía yo a la nada luminosa, subía arrebatado de ese cuerpo hacia una nada execrable, blanca como el infierno, que me asfixiaba sin matarme, que me acogía sin dejarme lo mínimo, nada, ni la piel que ya no sentía, ni mi cuerpo, que perdí al mirar los ojos muertos de mi hijo.”
Una cita del célebre monje budista del siglo II y ejemplar pensador de la llamada Vía Media y del Vacío, Nāgārjuna, sirve de epígrafe a Despedida que no cesa. Tengo para mí que es más bien Lao-Tsé quien interviene en las páginas en las que el padre del joven Fabius va hilvanando y deshilvanando las sogas que lo mismo lo mantienen colgando en vilo que con la faz y el cuerpo pegados a la tierra yerma del sufrimiento más atroz. Jodida paradoja, que el dolor engendre visiones únicas. Escuchémoslo en su búsqueda de un sentido originario: “La vida es como un fluido. Sin esperanza, se corta y pierde toda luz […] La vida es un fluido. Hay que sostenerlo en equilibrio porque, al derramarlo, se escurre y desaparece.”
Despedida que no cesa trata, entre muchas cosas, acerca del regreso del profesor Hermann desde las alturas a tierras bajas, en concreto a la forma en que, siendo habitado por el dolor, logra habitar —esto es relativo e incierto— el vacío que deja la muerte de su hijo. La lectura de su libro, el conocimiento de su experiencia, me deja claro, con dolor, que el dolor no desaparece. Muta a partir de un difícil y cruel y humilde y necesario proceso de aceptación. Escribe Wolfang Hermann al final de su libro: “No podemos comenzar de cero. No tenemos que comenzar nada. Somos los que somos. No tenemos que ser nada más. Ni tiene que haber nada más.”
Parece una pésima broma, que tenga que pasarnos un tractor encima para que, con muchísima suerte, caigamos en la cuenta de que, en efecto, somos lo que somos y vano es aspirar —punto ideal para comenzar a sufrir, y en serio— a algo más.