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Mientras tantoCómo informar de terrorismo

Cómo informar de terrorismo


 

El tratamiento informativo de los atentados de Barcelona y Cambrils ha sido objeto de muchas críticas, seguramente muchas de ellas justificadas, pero ante las que yo he mostrado muchas dudas, porque quizás soy en exceso proclive a defender la libertad de información y el derecho a conocer del público. Es lo que me ha llevado a desempolvar los viejos apuntes, recortes, capítulos de libros fotocopiados… que nos pasó en los primeros años 2000 José Parra Junquera, profesor de Ética Periodística de la Universidad Complutense de Madrid. Son de esas cosas que hay que guardar siempre y salvar en todas las mudanzas. Ojeando los folios (deben de ser alrededor de trescientos) me he dado cuenta de que voy a comenzar a consultarlos y a repasarlos más a menudo. Si siempre procuramos acudir a expertos, cuando nos enfrentamos a dilemas éticos también conviene echar mano de quienes son especialistas en la materia. 

 

Uno de los fajos de folios que tengo desperdigados a mi alrededor lleva por título «Cobertura informativa del terrorismo» y es ahí donde me he detenido. Es un fragmento del libro Ética y medios de comunicación, de Niceto Blázquez. Me voy a tomar la libertad, por su interés, de entresacar y comentar algunos de sus pasajes. 

 

El texto comienza fuerte: «La prueba de fuego para el periodista (…) la tenemos cuando se trata de informar sobre actividades antisociales, entre la cuales cabe destacar el tráfico de armas, el narcotráfico y el terrorismo». Y ante esta frase, lo primero en lo que pienso, y que no se menciona, es que si ésta es una información tan delicada, tan especializada, tan sensible, habrá de haber en los medios profesionales especializados, que sepan cómo tratar los hechos, a qué fuentes acudir para buscar, además de información, contextos e interpretaciones. Suena a disculpa, a coartada, a excusa, pero, en los días que corren, es muy probable que un periodista hoy cubra un congreso sindical, mañana unos resultados empresariales y al día siguiente, un atentado terrorista.

 

También es probable que, independientemente del perfil del medio (económico, deportivo, del «corazón»…), éste se verá obligado a «llevar» la información más candente, sobre todo cuando es tan grave como un atentado terrorista, y, quizás, no sólo por no perderse «clics», sino también porque, de otro modo, sus profesionales pensarán que no están haciendo su trabajo, o que los lectores (y la competencia) creerán que están a por uvas y eso hay que evitarlo a toda costa. En este caso, por el propio perfil del medio, la información tenderá a ser mediocre y a nos ser propia, sino replicada.

 

Partimos, pues, de una primera limitación: en muchas ocasiones, quienes informan sobre los atentados terroristas no son verdaderos especialistas en la materia.

 

Y de otro ‘handicap’ que también hemos apuntado entre líneas: los medios de comunicación funcionan en muchas ocasiones mirándose unos a otros de reojo e imitándose. El efecto rebaño es muy humano y los profesionales de la información no son una excepción.

 

Los medios, además, al mismo tiempo que imitan, compiten, por lo que en ocasiones, ello lleva a que unos a otros se empujen a dar una vuelta de tuerca a los excesos informativos. Niceto Blázquez cita a Grant Wardlaw sobre esta cuestión: «La naturaleza competitiva del acopio de noticias subraya innecesariamente el aspecto sensacionalista de los actos terroristas y convierte a la violencia pública en un entretenimiento, más que en el cumplimiento de la obligación pública de informar».

 

Una derivada más de las limitaciones de los medios impuestas por los recortes de personal, la escasez de profesionales especialistas y por la competencia por los «clics» está en la moda o el vicio de usar el mal llamado periodismo-ciudadano, tirando de fotos y vídeos de particulares que pasaban por el lugar de los hechos, algo que permiten las nuevas tecnologías y que mancha las webs de mala información y los escenarios de personas grabando y no ayudando a los heridos o entorpeciendo la labor de quienes acuden a hacer su trabajo informativo, médico o policial. Pero es que, además, las nuevas redes sociales han impuesto la práctica de que las autoridades y las fuerzas de seguridad del Estado se comuniquen con el público en general sin necesidad de intermediarios, como vimos el jueves que hacían los Mossos. Twitter rompe el protocolo y casi usurpa al periodista su labor de intermediario, filtrador, jerarquizador y contextualizador de la información. Usando Twitter «el poder» tiene la sensación de controlar mejor cómo llegan los mensajes a la audiencia. Y para los medios todo ello se convierte en un envenenado alivio en tiempos de escasez. 

 

Blázquez también cita a Carlos Soria, que se fija sobre todo en dos totems del periodismo: la objetividad y la rapidez. «El culto a la objetividad puramente fáctica facilita la plataforma terrorista. El culto a la rapidez, expresado en el famoso dicho ‘escribir primero, pensar después’, favorece también la causa terrorista (…) Extremadamente peligroso es el culto a la información en directo. Se olvidan los informadores de que los terroristas están muy atentos a la radio y a la televisión y que por ello las operaciones de los agentes de seguridad lo encontrarán todo mucho más difícil«. Grant Wardlaw también dice: «La información instantánea de incidentes terroristas y la existencia de ciertas prácticas de recogida de noticias convierten a los periodistas en participantes de un acto terrorista en lugar de observadores del mismo, y reducen la facultad de los medios de comunicación para informar con objetividad».

 

Además, según manifiesta Soria, es posible que esa retransmisión en directo de lo que sucede se convierta en propaganda para los propios terroristas: «Olvidan muchos informadores que el terrorismo es una mezcla de propaganda y teatralidad magnificada por las cámaras fotográficas y las pantallas de televisión». «Las cámaras de televisión son a veces para los terroristas más importantes que las bombas». «Entre los medios de comunicación y los actos terroristas existe una connivencia hasta cierto punto comprensible. Uno de los objetivos principales de la espectacularidad terrorista es conseguir publicidad, y el objetivo básico de los media es informar, particularmente sobre actos públicos espectaculares, que producen grandes emociones en la audiencia (…) Los terroristas conocen bien las ambiciones competitivas de las agencias de noticias y de los diversos canales de televisión, así como la demanda de programas emotivos por parte del público».

 

En definitiva, como defiende Blázquez, «informar no significa que se haya de decir todo y en cualquier momento»: «Sobre el terrorismo hay que informar, unas veces hablando y otras callando. Pero, ¿cómo hablar? La respuesta obvia es: selectivamente. Información selectiva sin más y selectiva de calidad». Esta frase se entiende mejor si se tiene en cuenta que en el texto se hace referencia a que hay que evitar la propaganda directa de la causa terrorista rechazando sus comunicados, sobre todo en el caso de que haya rehenes o personas en peligro, aunque se pueden ampliar los supuestos, si es que transmitiendo cierta información se puede empeorar la situación entendida globalmente.

 

En definitiva, en el texto que tengo entre manos se pone en cuestión eso que muchos creemos a veces irrenunciable: el libre flujo informativo, que el autor desmitifica casi con algo de ironía, definiéndolo como resultado lógico del culto a la libertad de expresión, la libre competitividad de las noticias y de las presuntas exigencias del público. Sigo leyendo: «Algunos parecen sostener que, aun tratándose de asuntos tan delicados como el terrorismo, la libertad de informar del periodista debe prevalecer sobre cualquier otro motivo o interés en conflicto. A mi juicio, es ésta una actitud muy frívola e infantil».

 

Podríamos defendernos quienes creemos en la libertad de información afirmando que esa creencia se apoya, más que en el derecho de informar de los periodistas, en el derecho del público a saber sin que los profesionales ejerzan un papel protector ni paternalista, porque ello sería considerar a los lectores, a los televidentes, a los radioyentes, casi menores de edad; también, en el derecho a saber y a controlar a los poderes que vigilan y tienen el monopolio del uso de la violencia por delegación democrática. El autor cita a Katherine Graham, que defendía que la realidad informativa en materia de terrorismo impone otros criterios menos románticos y más pragmáticos y objetivos.

 

Vayamonos al otro extremo: ¿Acabamos con la información sobre terrorismo para evitar convertir a los medios en sus instrumentos de propaganda?, ¿si los medios no se hicieran eco de los atentados éstos tendrían menos «utilidad» y, por tanto, tendría menos «sentido» cometer este tipo de actos criminales?, ¿si no se contaran se eliminaría el riesgo de imitación («un excesivo detalle de las operaciones terroristas y antiterroristas proporciona a otros grupos extremistas una información táctica y estratégica y un conocimiento téncico que dificultan aún más la resolución de futuros incidentes terroristas»)?, ¿la solución es el silencio?, ¿deben las autoridades controlar la información terrorista?

 

Parece que la respuesta a todas esas preguntas es «no»: «El silencio extremo podría resultar un remedio peor que la enfermedad». Según Carlos Soria, «puede resultar contraproducente al desatar rumores, levantar sospechas y alimentar así un clima de incertidumbre que sólo beneficiaría a los terroristas. La desinformación, el bulo y el rumor, además de preparar mejor la dictadura del miedo, comportan mayores efectos negativos que los que, en el peor de los casos, pudiera inducir la información». Y la solución no está en que el Gobierno imponga una política, sino en que el sector se autorregule y que los informadores se interesen por las cuestiones éticas. La receta no es la defensa de la libertad de información por encima de cualquier otro principio.  

 

 

 

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