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Cuando la flecha está en el arco. Cuando la flecha está en el aire. Defensa pública de la tesis de Isidoro Valcárcel Medina


 

Era por la mañana. Un geógrafo podría acreditar, en función del ángulo y la textura de la sombra, la hora. En las islas de tráfico que los urbanistas levantan para que los cauces por los que se deslizan a toda velocidad los automóviles parezcan más lógicos hay a veces figuras inconcebibles. Los peatones de la historia tenemos la ventaja de poder llegarnos a las islas aunque no sepamos nadar aprovechando que los escualos de los automóviles a veces escasean. Y hay semáforos. Y hacen caso. Era por la mañana y yo no sabía que el nombre de Rafael Sánchez Ferlosio iba a ser invocado en dos ocasiones. Primero cuando hice esta fotografía y la subí a Instagram con la leyenda: «Dice Ferlosio que cuando la flecha está en el arco tiene que partir». En ese momento creo que no estaba pensando en Isidoro Valcárcel Medina, sino en Cataluña.

Creo no equivocarme al pensar que a esta hora (madrugada del miércoles al jueves) la mayoría de los que poco antes de las siete de la tarde se arremolinaban (formando una cola como un dragón emplumado de origen incierto) ante la entrada del Auditorio 200 del Reina Sofía para escuchar la Defensa de la tesis de D. Isidoro Valcárcel Medina en la Liberis Artium Universitas (LAU) deben estar durmiento. Pero creo no equivocarme tampoco al pensar que los que conseguimos entrar (muchos se quedaron fuera) no van a olvidar fácilmente Las máximas de experiencia en el derecho y la filosofía desde la perspectiva del arte, que fue el título de la tesis leída, con significativos silencios para ayudar a leer, por el doctorando. Recuerdo que antes de que e Isidodo mencionara a Ferlosio pensé que tal vez le hubiera gustado a Ferlosio estar allí.

Yo no había ido como enviado especial de mi periódico, pero tomé notas como si lo fuera. Y pensé mientras la ceremonia se celebraba en esta universidad que (se lee en el folleto que se podía coger en una mesita situada a la entrada cubierta con una tela negra como de teatro universitario de hace treinta años) «surge como un acto artístico de amor, responsabilidad social y compromiso con la formación en el mundo del arte y la cultura», y se define como «libertaria, nómada y flexible en sus estructuras y servicios, para poder responder al fluir natural del conocimiento creativo», si no fuera por la insistencia de unos empedernidos amantes de la quimera y yo fuera director del diario ABC, la portada del diario de mañana daría cuenta de la lectura de la tesis de Isidoro Valcárcel Medina esta tarde de fines de octubre sin lluvia en Madrid.

Venía de comprar con la mujer que yo quiero en Casa Pajuleo, también conocida como La casa de la miel, en la calle Atocha, ingredientes que se necesitan en Vallelado (su pueblo), y de volver a caer en la tentación de subir una fotografía a Instagram con la leyenda: «¿Chorizol o salchichonal?». Entonces ya sabía que no iba a perder la oportunidad de asistir a la primera defensa de una tesis doctoral en la Liberis Artium Universitas. Como quería estar seguro de entrar, a eso de las cinco de la tarde me fui al jardín del Reina a terminar de leer lo que tenía entre manos (una entrevista con mi amigo Jon Lee Anderson, en la que trataba de justificarse, sin mucho éxito, de lo que había escrito de forma apresurada en The New Yorker sobre el asunto catalán, y avanzar en Ahora empieza lo malo, la novela de Javier Marías que había dejado de lado en 2014 pero que ahora me ha subyugado hasta el punto de preguntarme: ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que hablaba tanto de mí: de la muerte de un niño que ya andaba y balbuceaba, como le ocurrió a mis padres antes de que yo naciera, y de los laberintos del deseo?) y me acerqué a la puerta del Auditorio 200 cuando todavía había suficiente luz para reconocernos.

En el escenario había un atril de metacrlilato a la derecha, para que el fundador de la LAU, e imagino que su rector magnífico, Isidro López-Aparicio, diera la bienvenida a lo que llamó «acto artístico»; en el centro una mesa cubierta con una tela de teatro de hace treinta años y una silla, para el doctorando; una pantalla blanca como suelen ser las pantallas en las que se proyectan evidencias y sospechas, y también cine, textos y flechas quietas y flechas en movimiento; y la mesa en la que se apiñaban como pescaderas los tres miembros del tribunal.

Como no iba como periodista no tomé notas como periodista. Es decir, esta no es una crónica, sino una forma de hacerle un regalo a Isidoro por la tarde feliz (como acabarían confesando los miembros del tribunal) que nos proporcionó. Empezó haciendo hincapié en que un acento puede cambiar el sentido de las cosas. Por eso su tesis no era una antítesis sino una antitesis. Y por ahí empezamos a deslizarnos por el desfiladero, por el «juego de lo insospechado», como creo que dijo cuando todavía no sabíamos ni sospechábamos lo que iba a decir. Recordó que Perogrullo, figura crucial de esta tesis que no quería serlo, pero lo fue con mucha más convicción y fundamento que la mayoría de las tesis que se defienden sin cesar en alguna universidad del mundo, se expresa a base de máximas, no en vano es una especie de «garante de nuestros pareceres».

Fiel a sus lecturas, Isidoro Valcárcel Medina se fue donde los presocráticos («25 siglos antes de las máximas de la experiencia») y recordó a Zenón de Elea y a su famosa flecha, y que del mismo modo que las cosas no van a ningún sitio, «el arte no hay que conocerlo: Hay que reconocerlo». Fue anudando frases que me hicieron añorar que Ferlosio estuviera sentado en alguno de los asientos que quedaron libres en algún remoto rincón del Auditorio 200, como cuando dijo el doctorando que «aquello que cae por su peso muchas veces pesa muy poco», ya que «con las máximas de la experiencia no se suele aprender nada», y que cuando defendemos la paradoja podemos recurrir al razonamiento para no confirmar lo sabido, y si no recurro a las comillas es porque tomaba notas muy deprisa y me quitaba y me ponía las gafas para no perder de vista al ponente y no perder de vista la caligrafía para que fuera legible si por la noche, antes de acostarme, pasaba las notas a limpio para recordar mejor lo que no quería olvidar ni grabar.

Como esta no es una crónica al uso me voy a permitir a continuación recordar algunas de las palabras que se prendieron en mis orejas y de ahí pasaron al carcaj por si a alguien (y a mí) le sirven cuando pase esta noche y volvamos a ver si llueve y qué ocurre con el mapa y con las quimeras (y que me perdone Isidoro por las impropiedades de las citas cogidas al vuelo, a vuelapluma, en realidad a vuelalápiz):

La lucha contra la razón de una u otra forma va abriendo cauce a la invención.

Dejar cabos sueltos para la meditación, es decir, para la creación.

Cuánto le habría gustado a Zenón de Elea ver fotografiada su flecha en el aire.

Sembremos la incertidumbre de las dudas inseguras: ese es el camino del arte.

Momento de la verdad: una mínima máxima a la que podemos pillar descuidada. He ahí la confesión del artista.

La máxima es cómoda porque es grande. (Aquí me viene a la memoria una frase memorable de Ferlosio: «Lo malo de las soluciones es que aparecen cuando se las necesita»).

(En su lectura de su tesis doctoral hacía Isidoro silencios que parecían dramáticos, pero no lo eran. Cuando, con un dedo mínimo, pasaba las imágenes y proyectaba hasta dos párrafos en letra futura, o helvética, negro sobre blanco, se quedaba en silencio para que la gente, en silencio, leyera, y en silencio, la gente, leía. Y era raro, porque no hay nada que más teman los doctorandos, los actores, los artistas y los que hablan que esos silencios que de repente se abren como un mar rojo insospechado. Por cierto, será que las cámaras de los móviles son muy imperfectas (al menos la mía, china), pero cuando quise fotografiar uno de esos texos como prueba la camarita no recogía nada. Como si estuvieran cifradas las palabras para esos ojos electrónicos, o como si estuvieran escritas con tinta de zumo de naranja, que según las novelas de Enid Blyton sólo se podían leer cuando se pasaba una plancha caliente por encima).

Esta antitesis: el verdadero artista se manifiesta en su lucha contra las máximas.

El primer miembro del tribunal que habló fue Alfonso García Figueroa, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Castilla la Mancha (así, sin guiones ni nada, ni l mayúscula para don Quijote, venía en la hoja de sala que se podía coger de la mesita a la entrada cubierta con una tela negra de teatro universitario de hace treinta años). Dijo que no había objeciones a la antitesis, y celebró que fuera la primera universidad que nace como (¿o dijo con?) un acto artístico. Y se preguntó si era lícito crear una nueva institución para luchar contra la institucionalidad. Por ese camino se preguntó por la creación de nuevos estados para luchar contra el estado («ahora todo el mundo quiere un estado») o defender el matrimonio para institucionalizar viejas formas de amor (esto no lo dijo así. Es una inducción. O tal vez mejor una deducción). Dijo también de esta universidad que tiene grados pero que no serían «degradantes». Celebró también la sincronicidad y la serendipia que había desatado Isidoro en él con la lectura de su tesis, y que propiciara un encuentro entre el derecho y el arte, que las tesis deben quedar abiertas (en consonancia con la naturaleza de esta LAU) y que «solo la creatividad puede salvar el derecho». Y trajo a la sala a Sunsan Sontag (recuedo que ella me preguntó una vez por Ferlosio en una cena en Nueva York, y que Ferlosio me dio unos libros para ella) para pedir «menos interpretación y más silencio».

Le siguió en el uso de la palabra José María Díaz Cuyas, profesor de Estética y Teoría del Arte de la Universidad de La Laguna (aquí la l sí iba con mayúscula), que empezó mostrando su alegría y admiración por la tesis que había defendido Isidoro, y empleó una palabra que apenas se usa ya en el arte, que era una tesis «muy bonita». Celebró como virtudes de la tesis su manejo caprichoso de la bibliografía, y recalcó que no era una tesis demostrativa, porque no tenía método ni iba a ningún sitio. Dijo que no era «una aportación al conocimiento, porque Isidoro no cree que el arte sea conocimiento», y también que era una tesis que «no sirve para nada. Eso no es fácil, y por eso me gusta tanto», y que desde ese punto de vista «es una obra fantástica». Hasta el punto de que para él era la mejor obra que Isidoro había hecho nunca, «un tratado en sentido clásico, pero un tratado del arte de Perogrullo». Añadió que la propia tesis plantea que el arte no se puede interpretar, y subrayó que con el dibujo se cata lo real, que es lo que hace Isidoro, que «juega con las apariencias de lo real y alude a la realidad construida».

Destacó Díaz Cuyas que la tesis está escrita en «un castellano prístino, casi como de Azorín», y que gracias a que el doctorando no sabe inglés «no cayó en ningún anglicismo». Terminó haciendo hincapié en que Isidoro encuentra la fisura en la construcción de la apariencia, donde él introduce una cuña que muestra la estructura de la certeza, «su falsedad».

Tomaba notas en mi pequeña agenda negra. Y tomando notas llegué a esta página:

Pasé la página para darle la palabra a la presidenta del tribunal, Capi Corrales Rodrigáñez, profesora del Departamento de Álgebra de la Universidad Complutense de Madrid (he de decir que antes de Casa Pajuelo, también conocida como La casa de la miel, habíamos estado en las estufas del Retiro con el viverista Javier Spalla, y que él nos había hablado de Capi y de la vinculación de su familia a las estufas y los viveros. Y también que tanto Capi como Isidoro participaron hace tiempo en un experimento que hicimos hace tiempo en fronterad en torno a la complejidad, y que quizá algún día Mercedes Álvarez convierta en una película). Empezó discrepando abiertamente con Díaz Cuyas. Dijo que la tesis aporta mucho al conocimiento, y que no tenía preguntas que hacerle al doctorando porque las dudas que tenía habían sido respondidas por el propio texto. Se sacó un triágulo de la manga, que puso sobre la mesa, y habló de esa figura para hablar de lo que Isidoro había hecho. De los siglos VI al III antes de Cristo convocó a Euclides y Tales pasando por Pitágoras, y a tres ciudades que forman ese triángulo perfecto: Atenas, Alejandría y Estambul. Recordó que la tesis tenía tres capítulos: derecho, filosofía y arte. Recordó que Isidoro citó tres momentos de su arte, obras o exposiciones: 1963, 1991 y 2014, y habló de un desfiladero por el que el propio artista, Isidodo Valcárcel Medina, se atreve a deslizarse. También convocó a Zenón pare recordar que 25 siglos después lo que parece evidente «casi nunca lo es», y que «la forma es el camino». Y le dejó a Isidoro un regalo que apareció en la pantalla como una figura que es un camino, y esta vez las cámaras de los teléfonos móviles sí consiguieron grabarla y por lo tanto atesorarla.

Volvió a tomar la palabra el doctorando para decir que no tenía respuestas para todo lo que se había dicho, que lo que tenía eran reacciones. Recordó que la universidad le había apasionado siempre tanto que se escapó tres veces, y que «en la universidad se enseña, pero no se aprende. En la universidad aprendí que no se puede aprender». Admitió que no había querido hacer una tesis, antes de pedir perdón por lo que a continuación iba a decir, que acaso había hecho «una obra de arte». Acerca de Susan Sontag, y de su libro Contra la interpretación, dijo que era un libro que había atesorado, y que quiso traerlo a colación porque era «un libro de juventud». De él, no de ella. Y comentó algo que fue muy celebrado por los que allí estábamos, tan atentos como divertidos y emocionados: «Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna».

Aseguró Isidoro que no quería competir con la universidad, pero sí hacer lo que le diera la gana con el pretexto de la universidad. Era evidente que lo que había soñado hacer lo había logrado. Se salió con la suya, y demostró que rigor y humor no solo van de la mano, sino que se retroalimentan. Admitió que su principal objetivo había sido darse gusto a sí mismo, aunque eso podría ser considerado como egolátrico, y quedaría muy feo, y que por eso lo retiraba. «No vemos la grieta porque vamos muy rápido», dijo. Por la calle, por la vida, por el mundo. Pero añadió que por eso había que meter cuñas, perserverar e insistir. «Esta tesis parece que no y a veces parece que sí, y yo con ello me doy por satisfecho», cosa que nos hizo reír mucho a muchos. Y: «No tengo ninguna certeza, pero actúo como si la tuviera. Pero es muy cómodo eso». Y dijo algo que va a seguir sonando en mi cabeza como solo suenan las estrellas en las noches de Somalia y de Castilla, lejos de las ciudades: «No hemos tenido contactos interestelares, pero este desfiladero por el que nos caemos al pasar lo ves y esa es nuestra salvación, aunque no nos dé tiempo a incluirlo en una tesis». Pero reconoció que esperaba que al final del desfiladero «esté blanda la cosa». Se preguntó si la audiencia entendía la palabra tirria, porque fue la que empleó para decir lo que le suscitaba el minimalismo, los que «dan gato por liebre» y luego se suben (no sé si a una tarima o a un armario) para decir desde esa cumbre que «lo mínimo es lo máximo».

Cuando terminmó la ovación fue tan cálida y larga que acabó diciendo: «Gracias, pero ya está bien». Entonces la presidenta del tribunal, Capi Corrales Rodrigáñez, pidió que desalojáramos la sala para poder deliberar sobre la nota que merecía la tesis defendida por D. Isidoro Valcárcel Medina, la primera ante la Liberis Artium Universitas.

Le pedí a una amiga que me enviara un mensaje con el resultado. Cuando salí, hice mi última fotografía del día, que subí a Instagram con esta leyenda: «Mientras el tribunal deliberaba sobre la nota que merecía la tesis doctoral defendida por Isidoro Valcárcel Medina la vida seguía su curso en el restaurante del Reina Sofía». Me faltó añadir que el restaurante estaba debajo del Auditorio 200. Camino de casa, en el Circular, me llegó la noticia: «Lo deseado. Isidoro Valcárcel Molina ha obtenido un sobresaliente cum laude».

 

[Isidoro Valcárcel Medina, mientras el tribunal deliberaba sobre su tesis y la nota que merecía. La autora de la fotografía, Concha Hermano, la envió con un pie alusivo: «Isidoro tiene ángel»].

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