El tema de Cataluña, el monotema que es casi ya una deidad, un monolito (recuerdo el inicio de 2001: Una odisea del espacio, no el amanecer sino el atardecer del hombre, donde aparece el Puigdemont con un hueso) es grave. Y lo peor es que es aburrido. Por en medio del aburrimiento se meten los indepes (de hecho se han estado metiendo durante cuarenta años) que no van a parar hasta el triunfo final que no existe nada más que en sus obtusas mentes, en las de los indepes («indepe» suena ya como a categoría de zombi, como a una categoría no humana de individuo), que sólo votan entrañas, terruño y ruina. Es casi imposible luchar con cuarenta años de minuciosa fabricación de ciudadanos de laboratorio. La única esperanza para el género constitucionalista (para la humanidad de más de la mitad de los catalanes) es el cumplimiento exhaustivo de la Ley (como hallar ese antídoto: el ser portador de un virus) para empezar a ganar de algún modo esta Guerra Mundial Z. Resulta curioso, y hasta merecido, que los dos partidos que han gobernado España los últimos cuarenta años mediante el pacto antinatural y donante a los nacionalistas (sin que les importara un bledo esa pérdida, esos síntomas, ese color de tez cada vez más pálido de sus votantes), catalanes y vascos mayormente, hayan sido los principales damnificados. Lo peor es que con ellos es España entera la debilitada, la herida, y todos sus ciudadanos, catalanes humanos e indepes, los afectados. Enfermos con ese único mordisco vampírico que los deja entre la vida y la muerte, violentados y desaparecidos sus derechos en una reelaboración aberrante de la realidad pese a todos los indicadores luminosos y sonoros que advierten del peligro. Que más se puede decir al respecto. Quizá lo peor sea que no se puede decir nada que no se haya dicho y repetido y visto y mostrado. Todo el afán indepe proviene de la imaginación. No les importan los hechos (el paro, la seguridad, la corrupción, la fuga de empresas, de turistas…) sino el dogma de la secta, una secta de dos millones de miembros sin contar con los equidistantes. El triunfo de Arrimadas, que no es precisamente el triunfo de la voluntad (ese, en todo caso, es el del Puigdemont: duele en el alma, no en el orgullo como pensarán, ver a un pájaro como este chotearse del sentido común y de la legalidad), es como el triunfo de la Resistencia valerosa y noble frente a la perfidia y la locura independentista que cabalga a lomos de la desidia y del cobarde cálculo gubernamental. Y más que todo eso, lo de Arrimadas es el triunfo de la razón, pequeño pero indispensable en estos días, gracias al cual aún hay esperanza igual que en una película de zombis.