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Son las seis de la mañana.
[…]
Hace muchísimo viento hoy en la ciudad de Barcelona.
[…]
Eso ha sido lo que me ha despertado; o eso ha sido – mejor dicho- lo que me ha inclinado ya a levantarme de la cama, siendo que llevaba varias horas dando tumbos.
Una inquietud extraña.
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Leí Vidorra (Underwood, 2017), de Jean-Pierre Martinet, hace ya algunas semanas (o quizá meses). Todo es muy confuso hoy.
Lo seguro es que lo leí en un entorno muy apropiado: en un bar decimonónico, abrigado por el jolgorio de los vasos que se entrechocan, las risas, las gente alegres de la noche. El lúpulo.
Como participando de la propia ironía socarrona que Martinet construye en su literatura.
Una visión del mundo no cáustica, sino más bien de una ternura displicente y agónica.
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Adolphe Marlaud es el protagonista de este breve relato, nuestro héroe agazapado en la sombra y el silencio. Un hombre feliz, perezoso, audaz y, sin embargo, tímido, cuya vida, poco a poco, se va transformando en algo terrorífico, lento y apagado.
A pesar de la sordidez de su vida (trabaja en una tienda de artículos funerarios, se acuesta con una portera de más de cientyo ochenta kilos y cuarenta y ocho años, su padre de denunció a su madre a la Gestapo, vive frente al cementerio de Montparnasse), se considera un hombre satisfecho: le agrada su vida, la impremeditación de ésta. Su estúpida regularidad, la asfixiante sensación de cerrazón de un espacio y unos hábitos (detesta viajar, solo quiere estar en los aledaños de la calle Froidevaux).
Hasta que un día la portera, tras haberle llevado a ver una película porno, le pide que la encule. Esto ya resulta excesivo para Adolphe, quien no deseaba grandes cosas en la vida y cuya norma de conducta era simple: “vivir lo menos posible para sufrir lo menos posible”. A lo que añade que su deseo mayor sería el de convertirse en un hombre invisible o un fantasma; que es lo que hace, al fin, después de este incidente con la portera.
Huye y se encierra en casa.
Se alía con los muertos del cementerio.
Se vuelve Nada.
[…]
Adolphe.
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Ese mismo silencio rencoroso se escucha ahora, con el restallante silbido del vacío.
Aquí.
He vuelto a leer Vidorra, del tirón.
Ahora.
Esta vez con menos entuasiasmo, con más parsimonia. Disfrutándolo, de cualquier forma, como el niño que disfruta de una repetición exhaustiva, de un convencimiento sin igual.
Y siguen siendo las seis de la mañana de una noche sin fin.