“Dolor, dolor, dolor, el nombre del amor”. Esto cantaba en Algo pasa con Mary el dúo que iba apareciendo de pronto en escena a lo largo de la película, resumiendo el estado del momento. Yo llevo dos días viviendo en Algo pasa con Mary. Con los acontecimientos desarrollándose a fuerza de risas insospechadas, donde la bella Mary es el Madrid alrededor del cual orbitan ustedes, madridistas, en el papel de Ben Stiller, y el antimadridismo en el papel de los acosadores.
No he dejado de ver a todos esos falsos arquitectos, con falsas minusvalías y falsos y enormes dientes, llevando sin cesar hasta el alipori sus enfermizas y cómicas filias. Incluso a algunos les deben de haber salido esos espantosos granos urticantes por todo el cuerpo ante la mera presencia de cualquier signo madridista. Habrán ustedes visto en estos días a individuos declarados culés mostrando precisamente sus fetichismos blancos imbuidos de un frenesí descontrolado.
Yo los he visto, los veo, desesperadamente abrazados a una bota de Cristiano al tiempo que tratan de negar la evidencia balbuceantes, babeantes, sin argumentos o con argumentos propios de lunáticos. Con extrañas teorías provenientes de mitológicas mentiras originales que otorgan a esta historia el rango de comedia. Una comedia descacharrante que no parece tener fin.
En todo este estruendo febril (producido por las reacciones extemporáneas a la aplicación objetiva de las normas del juego: el mejor gag de todo este asunto), uno pone los programas futboleros de la radio y de la televisión y puede oír y ver sin reparos a la vecina de Mary pasando de madrugada el aspirador con una mano, mientras con la otra levanta el sofá después de haberse tomado por error la droga dirigida a su perro Puffy.
Puede ver también la escena de la reanimación de Puffy con los cables de la lámpara o la de la inventada conversación de Matt Dillon con un compinche en la que se hace escuchar por Mary retratándose como un hombre bondadoso. En Barcelona llevan toda la vida haciéndose los bondadosos, y desde ayer están todos haciéndose los unos a los otros la reanimación de Puffy: provocándose convulsiones en sus cuerpos inertes e inconscientes sobre sus sofás tras la electrocución del martes y, sobre todo, tras la del miércoles.
La vida es un despelote desde hace dos días cuando empezamos a vivirla en Algo pasa con Mary, por mucho que el miércoles sufriéramos la confusa y delirante escena final donde se juntan y se declaran todos sus pretendientes. Hay que ver cómo es Mary. Y cómo es, sobre todo, cuando nosotros, Ben Stillers de la vida, lloramos y la damos por perdida porque ha elegido a otro y de repente aparece y nos llama en esos descuentos europeos del amor.