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Mientras tantoDe hambre y España: 80 años sin César Vallejo

De hambre y España: 80 años sin César Vallejo


 

 

Dicen que llovía en París el día que murió César Vallejo. También que lucía un cielo azul radiante. Yo no lo sé. Nunca quise averiguarlo. Lo que es seguro es que no se trató de un jueves, sino de un viernes. Santo, para compensar. Cuenta Juan Espejo Asturrizaga que ya antes de inmortalizarlo en “Piedra negra sobre una piedra blanca”, Vallejo había tenido una visión premonitoria del día “del cual tengo ya el recuerdo”, allá por 1920, encontrándose en la casa de Antenor Orrego, en Trujillo, donde permanecía escondido por los disturbios ocurridos unas fechas antes en su Santiago de Chuco natal y por los que debería pasar una breve -112 días- pero decisiva temporada en la cárcel. Vallejo, según el testimonio de Espejo, aseguraba haber estado despierto mientras se veía a sí mismo tumbado en el lecho rodeado de gentes extrañas -entre las que destacaba una “mujer desconocida, cubierta con ropas oscuras”, ¿prefiguración de su esposa Georgette?- en un París sereno y espectral que le hacía las veces de mortaja.

 

“Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande”. En ese París sin “principio ni fin” -según la impresión primera que le hizo llegar a su hermano Víctor Clemente nada más arribar a la capital francesa- es donde al amanecer del 15 de abril de 1938, hace ahora ochenta años, fallecía, víctima de la reactivación del paludismo que sufrió de niño, César Vallejo. O eso es lo que cuenta al menos la versión oficial. Porque no han faltado en todo este tiempo -tuberculosis, sífilis, intoxicación por solanina, veneno…- las más diversas teorías que se hicieran cargo de la extraña enfermedad que Vallejo padeció durante las más de tres semanas -las que pasaron entre la fecha de su ingreso y su entierro en el cementerio Montrouge- que permaneció internado en la Clínica Arago. «Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué», fue según Georgette, el diagnóstico del Dr. Lemière.

 

Tuvo que ser, sin embargo, no un médico sino un escritor alemán, Hans Magnus Enzensberger, quien muchos años más tarde ofreciese el dictamen definitivo. Las enfermedades de que sufrió Vallejo eran desconocidas en la medicina, dijo. “Una se llamó España, y la otra, una enfermedad muy vieja y muy venerable: el Hambre».

 

Hambre


Menor de once hermanos, César Abraham Vallejo Mendoza conoció las estrecheces desde su infancia, pero el hecho de que su casa acogiera la única biblioteca existente en el pueblo, proveniente de los dos abuelos sacerdotes del poeta –lecturas piadosas constituyen su principal menú durante esos años-, es indicativo de que los Vallejo tampoco representaban la familia típica de ese Santiago de Chuco cuyos habitantes “Azotados por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias sociales sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad”, como escribiera Ciro Alegría mientras perseguía las huellas del poeta a través de las altas montañas de los Andes. Los problemas económicos que se hacen sentir desde etapas iniciales y que llegan a torcer en más de una ocasión sus proyectos académicos, no impedirán que finalmente Vallejo pueda terminar sus estudios en Letras en la Universidad de Trujillo y que llegue a iniciar una truncada carrera de profesor. Sí fueron, por contra, las situaciones de miseria que contempló en su pueblo y especialmente las desigualdades sociales y los abusos de los que fue testigo -como los que pudo contemplar en Huamachuco, donde entró en contacto con la dura realidad en la que vivían los mineros de Quiruvilca, la “Quivilca” de su obra El tungsteno-, los que precipitaron su temprana toma de conciencia social, base vivencial de su posterior adhesión al comunismo. El hambre, por tanto, y a despecho de lo que pudiera imaginarse, no lo espera entre esos pajonales amarillentos y roquedales clamantes de su tierra, sino en el París de los hoteluchos baratos que ya había vislumbrado cuando antes de partir le había advertido a su acompañante que se acostumbrase a comer poco. “En París tendremos que vivir de piedrecitas.”

 

Vallejo, pelo negro, ojos negros, nariz grande, barba trigueña afeitada, 1,72 metros de estatura, como lo describiría su pasaporte con motivo de su segundo viaje a la URSS en 1929, llega a la capital del mundo huyendo de un Perú opresivo y de una causa judicial que no se ha terminado de cerrar pese a su excarcelación, cuando ha cumplido los 31 años, en plena madurez personal y creativa tras haber publicado Los heraldos negros y Trilce, sus dos poemarios más acabados -de hecho los dos únicos a los que pudo él mismo dar forma definitiva-, los dos títulos que con independencia de toda su obra posterior, ya le habrían hecho merecedor de ser considerado como uno de los poetas mayores del siglo XX.

 

Se da tan por sentada su grandeza –es el privilegio, pero también la condena de los “clásicos”- que apenas reparamos en el extraordinario milagro que representa la existencia de una figura como la de César Vallejo. Todavía hoy cuesta imaginar cómo este cholo nacido en una aldea perdida de los Andes colgada a más de tres mil metros sobre el nivel del mar fue capaz, siendo apenas un veinteañero, de provocar tal revolución en la lírica española. Pues si con Los heraldos negros Vallejo clausuraba de forma brillante, agotando todas sus posibilidades hasta hacerle saltar todas las costuras, el modernismo –el movimiento que en palabras de Octavio Paz “fue la primera aparición de la sensibilidad americana en el ámbito de la literatura hispánica, haciendo del verso español el punto de confluencia entre el fono ancestral del hombre americano y la poesía europea”- y se erigía en el más digno sucesor de su “Darío de las Américas celestes”; con Trilce daría un paso más. Frente a la poesía “pura” de un JRJ o ese vanguardismo “modernólatra”, heredero de Apollinaire, este poemario convertirá a César Vallejo, en palabras de Saúl Yurkievich y con el permiso del Neruda de Residencia en la tierra, en el más alto exponente en nuestro idioma de esa “vanguardia atribulada, la de la angustia existencial, la del hombre que está solo y espera en medio de la multitud anónima, indiferente a su quebranto, a su orfandad”. Y más importante aún, gracias a esta obra la América hispana no solo abandonará su posición subalterna y excéntrica en la cartografía de las letras mundiales, sino que la poesía en lengua española en su conjunto, proyectada por este torrente nuevo, será la que probablemente por primera vez desde el siglo de Oro vuelve a incardinarse, ocupando un lugar de excepción que un poco más tarde vendrán a reclamar los narradores –los autores del anteboom: Asturias, Uslar Pietri, Carpentier y Borges- al tronco central de la creación literaria en Occidente.

 

Sin embargo, más allá de cierta nombradía ganada en reducidos aunque prestigiosos círculos limeños, el libro, como reconocería el propio Vallejo en una célebre carta a Antenor Orrego, cayó “en el mayor vacío”. Nunca un poeta en nuestro idioma había sido tan decididamente libre, ninguno –adelantándose tres años a La tierra baldía; un lustro al primer Manifiesto surrealista; una década a Poeta en Nueva York y al Altazor de Huidobro- había sabido ser tan rabiosamente contemporáneo. La sensibilidad de Vallejo, pese a la voluntad de aquellos que han intentado encajonarlo dentro de cierto autoctonismo –Mariátegui llegará a hablar de ese “sentimiento indígena virginalmente expresado”-, es la del hombre moderno en la era de la sospecha. Y del mismo modo que no lo fue un Santos Chocano, sus compañeros de generación no son tampoco ni los ultraístas ni los creacionistas ni los hijos de Dadá o de Breton. Su cofradía la conforman Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Trackl, Rilke, Celan… Y, por eso su expresión, americanísima, es la del hombre contemporáneo, aquel que, como dijo Scheler en 1919 -fecha de la publicación de Trilce-, “se ha hecho problemático por completo”, que vive en una época “en la que ya no sabe qué es”, y donde, por encima de todo, “a la vez sabe también que no sabe”.

 

Pero casi nunca de los libros, aunque se trate de dos obras maestras –o especialmente si lo son- se come. Desde el comienzo, las dificultades –acrecentadas por la aparición al poco de llegar a París de una hemorragia intestinal que le privó de buena parte del estómago- no se hicieron esperar. Vallejo no era “un místico de la pobreza”, como se ha asegurado, confundiéndolo con una especie de franciscano que quisiera dar ejemplo de la vaciedad de la vida, de lo efímero de los bienes terrestres y de la superfluidad de la existencia. Su poesía es desnuda, auténtica, descarnada, es cierto. Pero su miseria no fue ni elegida ni aceptada. Vallejo se acostumbró a comer muy poco, casi siempre patatas, y a mendigar entre sus conocidos una ayuda que le permitiese sobrevivir un mes, una semana, un día más. En París, de forma más acusada en los primeros años, se dedica al periodismo como cronista y corresponsal a veces frívolo, otras profundo, de actualidad. Y si bien es cierto que hay etapas en las que llega a publicar de forma simultánea en varias publicaciones y que en algún momento muy concreto sus remuneraciones le permiten vivir con cierta holgura, por lo general su situación es de extrema precariedad y no le queda otra que abandonarse, como nos recordará Enzensberger, a “esa horrible vida nómada en los hoteles miserables, los alojamientos baratos en el lado izquierdo del Sena: Hotel Ribouté, Hotel des Escoles, rue Garibaldi, rue Moliere, rue Delambre, Avenue de Maine: ese ritual de la miseria que París ofrece a los deslumbrados que venden su alma a esta ciudad: hornillos de petróleo, cejas de escalera embadurnadas y bidés sucios; soledad y cafard”.

 

Dos extractos de sendas cartas remitidas a su amigo, el diplomático Pablo Avril de Vivero, nos ayudan a hacernos una idea de la indigencia tanto material como espiritual en que se halla sumido el poeta. En la primera, de enero de 1925, leemos: “No conozco los caminos que llevan a la comodidad y a la dicha; y nunca los he recorrido. Así, pues, todo está muy bien como está, y, sobre todo, como es.” Unos meses más tarde el tono se ensombrece aún más: “Mi vida va pasando así, y ella sigue esterilizándose más y más, para toda labor. Ni yo saco nada de ella ni nadie. Mi vida no me sirve ni a mí, ni a nadie. Este remordimiento se hace cada día más tormentoso y obsesionante”. Las constantes y patéticas peticiones de ayuda, así como las lamentaciones por su malhadado destino, serán de este modo una constante y por momentos los lectores de la correspondencia del peruano tenemos la sensación de estar ante aquel el desesperado protagonista de la espléndida Hambre de Knut Hansum, que escribía con las manos envueltas en trapos porque no soportaba su propio aliento sobre ellas.

 

De toda esta peripecia, qué duda cabe que metabolizada a través de la alquimia de su verbo y reflejada en poemas como “La rueda del hambriento” (“Un pedazo de pan, ¿tampoco habrá ahora para mí?”), o “Hoy me gusta la vida mucho menos” (“Tánta vida y jamás/ ¡Tántos años y siempre mis semanas!”), dejará constancia Vallejo en las más de noventa piezas que integran las dos colecciones de poemas que han llegado hasta nosotros bajo los títulos de Poemas en prosa y Poemas humanos, libros que suponen una especie de biografía existencial del autor y en los que esa visión agonística presente en Trilce se transmuta, bien es cierto que sin transiciones abruptas, en una dimensión colectiva del mundo que anticipa su adhesión a la causa socialista y que encontrarán en el postrero ciclo español su lógico corolario. En estas composiciones de herida vitalidad Vallejo consuma esa “poesía nueva”, a la que aludió en una crónica escrita hacia mitad de la década, que no necesita caer en la “pedantería de novedad” sino que lo que precisamente tiene de nuevo es su “sensibilidad”, de tal modo que resulta “simple y humana y a primera vista se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna”. Es la poesía de Vallejo sin apellidos. Una poesía que, en palabras de Roque Dalton, “es absolutamente consecuente con su pasado” y a la que podríamos aplicar la feliz definición de Larrea: “a hombre atraviesa”.

 

Como bien señala Américo Ferrari, durante estos años Vallejo integra temáticamente a su poesía la actualidad social y el acontecimiento histórico: la realidad ya no es considerada desde la perspectiva del individuo huérfano y desamparado, sino también desde el punto de vista de las luchas colectivas en las que se juegan la vida y el destino de los pueblos. En este sentido, determinados versos de Los heraldos negros («Y cuándo nos veremos con los demás, al borde/de una mañana eterna, desayunados todos») se elevan por encima del soliloquio, o del diálogo que el poeta enfrenta con la desolación y la muerte -sin duda dos de los temas capitales de la serie-, desbordando su irrenunciable subjetividad y trascendiendo (“Ah! desgraciadamente, hombres humanos,/ hay, hermanos, muchísimo que hacer”) su destino estrictamente personal.

 

Una crónica aparecida en el Mundial de Lima en diciembre de 1926 puede hacer las veces de simbólico parteaguas -si cabe hablar de etapas dentro de lo que estamos viendo es, por utilizar sus propias palabras, una “orgánica y subterránea unidad vital”- dentro de la trayectoria personal del poeta. Lo que en principio había de ser la crónica mundana de un gran evento, el Salón del automóvil de París, lleva en germen la semilla de su inminente “conversión”:

 

“la comodidad y bienestar de los hombres no depende tanto del progreso industrial y científico, sino de la justicia social. Si por hacer exposiciones automovilísticas, se descuida la justa distribución de las ganancias de las empresas constructoras, entre patrones y obreros, de nada servirá que el hombre vaya a la luna o coma estrellas fritas o escuche por inalambrana las músicas seráficas en cuerda viva. Unas parejas de novios seguirán besándose, repatingadas entre los cojines de un gran Renault, mientras otros se suicidan por hambre arrojándose, precisamente, bajo las ruedas de los carros perfectos y brillantes.

 

Se adelanta aquí el tono de su defensa de la URSS -bien es cierto que desde la perspectiva del pequeño burgués que, asume, no puede dejar de ser-, que le ocupará en los años venideros en oposición al modelo capitalista encarnado –llegan hasta nosotros ecos de José Martí- por los Estados Unidos. Tan solo unos meses más tarde, el poeta ya se referirá a sí mismo como un “revolucionario por experiencia vivida, más que por ideas aprendidas”. Con el estudio de Marx y el primero de sus tres viajes a la URSS, da por inaugurado el último cuarto de su vida. Su década militante.

 

España


Cuentan algunas de las personas que velaron a César Vallejo durante su última noche que poco antes de expirar pronunció estas palabras: “España. Me voy a España.” Solo unas horas antes, señalan las mismas fuentes, Vallejo –igual que en la visión aquella que el poeta había tenido de joven- había visto aparecer en la habitación a su madre “como saliendo del marco de un vacío de sombra” que “se me acercaba y sonriente me tendía sus manos”. El poeta del dolor humano, como tantas veces se le ha etiquetado, adelantaba su final al de la República cuya causa había abrazado desesperadamente despidiéndose a la vez de sus dos madres, la individual y la colectiva, la que le había empujado a escribir “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”, y aquella otra, mayúscula, a la que había consagrado su testamento poético.

 

Si, como proclamó Carl Schmitt, “Todos los conceptos significativos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados”, tratándose de un escritor como César Vallejo que, en palabras del colombiano Gutiérrez Girardot, “aprendió a descifrar la historia mundana con el pentagrama de la historia sagrada, esto es, de la historia de Jesús”, poco debiera extrañarnos que esa fuerte impronta religiosa -que todavía en fecha tan tardía como 1924 le hiciera confesar: “Vuelvo a creer en Nuestro Señor Jesucristo. Vuelvo a ser religioso, pero tomando la religión como el consuelo de esta vida”- terminara transformándose en esa fe marxista que le acompañó durante los últimos años de su vida y que en buena medida le ayudaría a dejar atrás, o al menos a atemperar, esa crisis existencial que envuelve la escritura de Los heraldos negros y Trilce, obras en que se consuma la transición de un mundo regido por un Dios enfermo, “enfermo grave” a otro en el que darse “las narices/en el absurdo”; en el que el “suicidio monótono de Dios” ha cedido ante “el dolor sin fin/y nuestro haber nacido así sin causa” . “La libertad completa –había proclamado el Kiriloff de Dostoievski- existirá cuando sea indiferente vivir o no vivir”. Y Vallejo, abrumado por el peso de esta claridad terrible hacia la que le conduce su propio desespero –y sobre la que años más tarde levantará Camus su filosofía- , cae de bruces en su época del mismo modo que la experiencia de Trujillo, Lima y más tarde París le abren los ojos a la realidad de la ciudad moderna, veloz, individualista, deshumanizada, tan alejada de la vida comunitaria de su infancia.

 

De repente, la imprecación, la súplica, la desesperación claudican ante la inanidad de un mundo sin Dios en el que no hay refugio para el hombre, donde todo es desolación, orfandad, paraíso perdido. Si Trilce es una obra límite no es por su extrema experimentación formal, es porque es una poesía fronteriza con el silencio, en que la palabra lucha por hallar la forma adecuada a una expresión imposible, condenada al fracaso, al “atollo”. “Si no hay Dios, si no hay un contexto de sentido superior –dirá Sloterdijk, definiendo el concepto de algodicea como reformulación de la vieja teodicea en la modernidad-, ¿cómo se puede soportar el dolor?”.

 

Precisamente el compromiso político será el que venga a responder, o cuando menos a sofocar, este tipo de preguntas. El Vallejo revolucionario no solo se va a entregar a una intensa reflexión teórica, de la que va dando cuenta a lo largo de toda una serie de artículos publicados en torno en los años que bordean el cambio de década, sino que se lanzará a una intensa actividad que de algún modo servirá para distraerlo de sus apremiantes necesidades materiales. De este modo, no solo viajará a la URSS en repetidas ocasiones –fruto de esta experiencia aparecerá, entre otros títulos, Rusia en 1931, su mayor éxito de ventas tras su publicación en la madrileña editorial Zeus-, sino que en los años previos al estallido de la guerra civil española, tendrá tiempo para afiliarse al Partido Comunista de España, será expulsado durante unos meses de Francia por su actividad insurgente, y, fruto de las reuniones clandestinas con otros exiliados, valorará la posibilidad de regresar a su país para contribuir a encender allí la mecha de la causa proletaria.

 

Lo que no conseguirían en todo caso las tesis de Lenin, Jdanov o Lunacharski -este último, recordemos la anécdota, había conseguido condenar al mismísimo Dios a muerte tras sentarlo en el banquillo acusado de crímenes contra la Humanidad -fue que renunciara a su libertad como creador. De ahí que al llamamiento de dirigentes como su compatriota Víctor Raúl Haya de la Torre a los artistas para que ayudasen con sus obras a la propaganda revolucionaria en América, Vallejo solo pudiera responder que “en mi calidad genérica de hombre, encuentro su exigencia de gran giro político y simpatizo sinceramente con ella, pero en mi calidad de artista no acepto ninguna consigna o propósito, propio o extraño, que, aun respaldándose de la mejor buena intención, somete mi libertad estética al servicio de tal o cual propaganda política”. Dicho de otro modo, pese a su apasionada adhesión al bolchevismo, Vallejo no transigió con el realismo socialista y se negó a convertirse en un “ingeniero del alma humana”. Al fin y al cabo –dirá-, “Como hombre, puedo simpatizar y trabajar por la Revolución (…) como artista, no está en manos de nadie ni en las mías propias, el controlar los alcances políticos que puedan ocultarse en mis poemas».

 

De este modo, aunque en algunas obras teatrales de corte proletario o en novelas como El tungsteno, sí llegará a supeditar la creación libre al planteamiento de una determinada tesis política, Vallejo será incapaz de entregar su alma al engranaje colectivo. Este espíritu será el que distinguirá a España, aparta de mí este cáliz del 99% de la producción lírica escrita durante la guerra civil, y lo que consecuentemente hará a este librito merecedor del justo juicio de José Ángel Valente, cuando afirmó que los poemas sobre la guerra civil española de Vallejo son “tal vez lo más puro y definitivo que sobre ella se haya escrito”.

 

Pablo Neruda tenía razón cuando decía que no había existido “en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española”. “La sangre española –añadiría el autor del Canto general– ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época.” El gran mérito de Vallejo residió precisamente en esa capacidad tan suya de empozar el alma en su tiempo; de –podríamos decir con Pessoa- “sentirlo todo de todas las maneras,/ vivirlo todo por todos los lados”, sin rendir su poderosa personalidad. Vallejo cobró desde el primer momento plena conciencia de que España había sido secuestrada y de que si caía (“si tardo,/ si no veis a nadie, si os asustan / los lápices sin punta, si la madre/ España cae…”) desaparecería toda posibilidad de felicidad en la tierra. Vinculaba de este modo la victoria final de las fuerzas republicanas, como señalara Monguió, a “la realización de la dicha en esta tierra, la alegría en el trabajo, la liquidación del dolor de vivir triste y aherrojado”. España, como bien advierte Víctor de Lama, significaba para el poeta “el reencuentro con la tierra de sus antepasados, con las raíces ancestrales de su cultura, después de su estancia en un París artificial, siempre ajeno”. España será «la esperanza redentora casi mística, que se erige en el origen y en el destino de todas las ilusiones, de todas las esperanzas del hombre”.

 

Vallejo, que amaba la tierra de Cervantes desde mucho antes de haberla pisado por primera vez, desde que consagrara algunas de sus horas más felices de juventud al estudio del romanticismo literario español, no podía más que tomar febril partido en un momento en que su caudal poético parecía a punto de secarse y en que su salud, tras años de malnutrición crónica y de recurrentes crisis “de cuerpo, alma y esperanza”, estaba a punto de quebrarse. Muchos años antes, su maestro Rubén Darío, a cuyo brillo verbal, pero también a cuyo temblor tanto debía, en un breve poema de Cantos de vida y esperanza se había dirigido a “Jesús, incomparable perdonador de injurias”, para implorarle la certeza de la salvación en estos términos: “Dime que este espantoso horror de la agonía/ Que me obsede, es no más de mi culpa nefanda, / Que al morir hallaré la luz de un nuevo día / Y que entonces oiré mi «¡Levántate y anda!”. A esa redención personal, a ese “mi” del ser humano aislado frente la inmensidad del mundo y la incertidumbre de la existencia vendría precisamente a oponer Vallejo en esa fatal hora de España un “nosotros” capaz de insuflar de nueva vida, como en “Masa”, a ese cadáver empeñado en seguir muriendo. Al fin y al cabo, qué puede un Dios que ni siquiera existe frente a la voluntad de millones. Para qué un Padre Todopoderoso cuando el “cadáver triste, emocionado” del combatiente, al verse rodeado por “todos los hombre de la tierra (…) incorporóse lentamente,/abrazó al primer hombre; echóse a andar…”

 

Sin embargo, como se aprecia en cualquiera de los quince poemas del ciclo, ni esa exigencia ideológica autoimpuesta ni ese compromiso insobornable con los desheredados de la Tierra le convencerían de que, como formulara Lenin en 1905, la literatura debía ser una literatura de partido. Mientras que poetas tan dotados como Alberti o el propio Neruda se propusieron hacer de sus versos un arma de combate al precio muchas veces de degradarlos, Vallejo, que no tuvo reparos –“¡El poeta saluda al sufrimiento armado!”- en mandar sus versos a predicar al frente –ahí está la segunda parte de “Batallas” como particular Guernica literario de la toma de Málaga- fue capaz, sin ser “popular”, de trascender la circunstancia concreta transitando del logos al mito con el sufrido y heroico pueblo español –“¡voluntarios de la vida!”- de protagonista.

 

Epitafio

 

Dicen que llovía en París en la mañana del día en que murió César Vallejo. También que lucía un cielo azul radiante. Yo no lo sé. Nunca quise averiguarlo. Lo que es seguro es que no se trató de un jueves, sino de un viernes. Santo, para compensar, y que no era un decir que la Madre España caía. Mientras el poeta exhala su último aliento (“César Vallejo ha muerto, le pegaban/todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo…”) las tropas de la IV División Navarra del general Camilo Alonso Vega están llegando al Mediterráneo por Vinaroz para dividir en dos la zona republicana. La suerte de la República está echada y la posibilidad, descrita en “La cena miserable”, uno de los poemas más reconocibles de Los heraldos negros, de vernos “con los demás, al borde/de una mañana eterna, desayunados todos!” se aleja definitivamente. Pese a sus secularizadas letanías, Vallejo se marchará sin haber podido saciar su hambre de pan ni de justicia. Sus peores augurios se han cumplido. ¡Y si después de tantas palabras!, había exclamado en uno de sus “poemas humanos”… En ese caso: “Más valdría en verdad/que se lo coman todo y acabemos!”

 

Casi treinta y dos años más tarde, en otro mes de abril, su viuda, que siempre se opuso al traslado de sus restos al Perú –“porque en su tierra le dieron de palos, lo maltrataron y yo soy obediente a su voluntad”, llegó a escribir-, decidió trasladar los restos del poeta al cementerio de Montparnasse, donde desde entonces descansa bajo una sencilla lápida de mármol gris casi siempre adornada con modestas ofrendas (monedas, piezas de cerámica, llaveros, fotografías, chapas de Inca Kola, flores, piedras y hasta alguna que otra bandera peruana) que dejan los miles de peregrinos que, llegados de todo el mundo, visitan (o al menos lo intentan, dado lo intrincado del recorrido) al más ilustre hijo de los Andes. En su tumba Georgette ordenó grabar la siguiente inscripción: “He nevado tanto para que duermas. Georgette”. La frase testimoniaba la lucha incesante de la esposa -tan odiada como otras viudas ilustres de escritores y por parejos motivos, casi siempre inconfesables-, por difundir la obra del poeta y asegurarle un lugar de reposo digno y acorde a su deseo. Es justo. Pero no deja de resultar llamativo –aunque se avenga muy bien con su propia historia- que Vallejo fuese desposeído hasta del derecho de elegir su epitafio. Tal vez ningún otro le hubiese satisfecho tanto como aquel versículo de Mateo, 5, 6. Allí donde dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados”.

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