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AcordeónLa ciencia del engaño

La ciencia del engaño

La historia de la óptica está presente en el arte, la ciencia y la técnica. Creemos más en lo que tocamos que en lo que vemos. El engaño no está en la vista sino en el anhelo

«…esta espúria ligação do sentido secundário chamado a vista, A vista por onde me separo das cousas, E me aproximo das estrelas e das cousas distantes – Erro: porque o distanto não é o proximo, E aproximá-lo é enganar-se»    Alberto Caeiro

 

1.

       En el principio de todo, el asombro, escribiría uno, pero no: en el principio de todo, el miedo, como en cualquier actividad humana.

       Miedo a una noche que nos despoja de nuestra principal ventaja: una vista realmente poderosa. Visión estereoscópica, cromática, de buena resolución. Somos animales ópticos. Y presentamos, en consonancia, batalla a las sombras con el primer desarrollo de la tecnología óptica: la lámpara (lámparas de piedra, de diseño paulatinamente optimizado). Iluminamos estancias, vientres de la tierra en los que penetraremos (acaso sólo los elegidos, acaso sólo bajo los rituales prescritos) para dar salida a otra compulsión, la de la representación. En sus paredes yuxtapondremos, en un orden que no es el del museo, imágenes de bestias, de nuestras propias manos. Habrá, de nuevo, técnicos, que mezclarán los pigmentos, trazarán con mano diestra los contornos, buscarán los salientes para conferir relieves, encontrarán los lugares precisos para que la sombra colabore en su instalación y contemplarán todo ello a la luz de sus candelas, precarias, móviles,… y todo danzará como si estuviera vivo.

       Ese como si es también, o sobre todo, con pleno derecho, la Óptica: el engaño. También son la Óptica la mirada al agua quieta en busca de un rostro que nombraremos nuestro, la perplejidad ante la trans-parencia de ciertos minerales, la rotundidad de una obsidiana, espejo obscuro que encontraremos, la maravilla de un vidrio que sabremos fabricar. La Óptica nace así, previa a todo discurso científico, previa incluso a toda formulación verbal, como una tecnología, que nos proporciona herramientas contra el miedo. El miedo a la noche (y el amor por la luz), el miedo a los fantasmas que nuestra propia mente inventa (y que invocaremos para hacerlos propicios), el miedo a ser (o, digamos, esta vez sí, para resultar más tranquilizadores, el asombro de ser) y la consiguiente obsesión por las representaciones.

       Y de ese modo, a la cara del miedo, a esa Óptica de las sombras, de la noche, de los interiores, opondremos, otra cara de la medalla, una Óptica gozosa, una Óptica del juego en la que el engaño (profilaxis apotropaica contra toda una panoplia de amenazas, esencialmente indefinibles de otro modo que por el arma que las combate) se hace placentero, en la que la curiosidad se sacia y el suspiro de alivio nos indica que no sólo hemos sido diestros en la técnica de la supervivencia, sino que hemos atendido también a esa misteriosa necesidad de un conocimiento que no sabríamos identificar con nada útil, más allá de su innegable virtud tranquilizadora, acalladora de una voz interna que nos pide entender no se sabe qué cosas, previsiblemente inventadas por ella misma.

       Dos caras, pues, de una medalla, que como en el taumatropo, al girar el cordel, se superponen en un híbrido en el que la utilidad y el disfrute se confunden, como debieron hacer desde un principio, pues nada hay más útil que el disfrute. Y el engaño, con esa media sonrisa, se constituye entonces en piedra angular y permite articular una historia de la Óptica plural, riquísima, de una vastedad difícilmente imaginable, en la que la disciplina más respetablemente identificada como científica es una sola de las partes. Una disciplina científica que tiene, como todas ellas, fecha de nacimiento, pues la Ciencia moderna ocurre sólo en el siglo XVII, y en buena medida gracias a los instrumentos ópticos: el momento inaugural corresponde a esa incursión en lo invisible de un Galileo apuntando el telescopio a los cielos obscuros para contemplar (para ver mediante esa poderosa extensión de su ojo) lo que ningún otro hombre había visto hasta entonces.

       Un saber, el de la Óptica, que es, así, el saber de la luz, de la vista, de la imagen. Un saber, por tanto, de la certeza (o falta de ella) que podemos alcanzar con los sentidos, una tecnología de los sentidos. Un saber, en suma, de lo falaz. Una ciencia del engaño.

 

2.

       Porque lo cierto es que siempre cundió la sospecha, siempre nos avisaron sobre lo engañoso de los sentidos. Platón, que compuso un encendido elogio a la vista en su Timeo designándola origen de nuestra curiosidad en su deambular por las luminarias celestes y consiguiente madre de la Filosofía, nos recordó sin embargo tantas veces cuán poco fiable es la doxa que obtendremos de una arriesgada confianza en los sentidos que, a la larga, acabó planteándose la pregunta filosófica casi como la resolución de un problema óptico: qué vemos, por qué lo vemos, qué deberíamos ver, qué hay ahí de veras. Todo en busca de una Verdad postulada como trascendente, objeto del cual nace este teatro de sombras de nuestra caverna.

 

       Las teorías de la visión griegas son casi siempre extramisivas (hay una emisión de algún tipo desde el ojo al objeto), casi siempre táctiles: la visión es un contacto extracorporal. A partir de esa mirada activa podemos construir una Óptica que sea una geometría de lo visible, que permita con sus conos y sus pirámides justificar el escándalo de que las cosas se vean como no son. Euclides, Arquímedes, Ptolomeo, edificarán ese robusto edificio y nos enseñarán cómo calcular al revés el engaño, cómo aprender a deshacer la magia perspectiva en la que nuestra visión nos enreda inevitablemente. Sus libros, notablemente el de Ptolomeo, hablan sin ambages de engaños de la vista, y no se refieren con ello ilusiones artificiales o artificiosas, sino a asuntos primarios de la visión: por qué las cosas se ven más pequeñas cuando están lejos, por qué una torre cilíndrica nos parece plana en la distancia, por qué los radios de la rueda desaparecen en el giro. Todo desde la confianza de conocer el truco, de poder salvar de ese modo las apariencias de las apariencias, de salvaguardar la identidad esencial y trascendente del objeto.

       Ahogado así el miedo a la disolución de lo real, a la inseguridad de la apariencia, podemos, quizás, comenzar a jugar. Vitruvio atribuye, abusiva, anacrónicamente, a Anaxágoras, la elaboración del artificio que permitiría construir una escena de teatro en la que el espectador confundiera las líneas del lienzo hasta creer que se representaba en profundidad una ciudad. Este decorado artificioso sería producto de un cálculo, de una techné, desarrollada en la Alejandría del Museo y del Faro, en la Alejandría de los autómatas de Herón, que tanto escribió sobre Catóptrica, la ciencia de los espejos.

       El engaño para el deleite, la magia al servicio del espectáculo. El perverso Hostius Quadra, según relata Séneca, hizo tapizar una habitación de espejos de diversas geometrías para, al entregarse en ella a sus orgías multitudinarias, poder contemplar imágenes insólitas de los cuerpos, aumentados, deformados, para poder contemplarse a sí mismo infinitas veces poseído y poseyendo a sus amantes. Una magia catóptrica que habría permitido, en la leyenda más gozosamente apócrifa de la historia de la Óptica, acaso la más repetida, al sabio Arquímedes destruir en Siracusa al ejército enemigo con el espejo ustorio (incendiario) más poderoso de cuantos se hayan conocido.

       Y, al final, después de todo, el misterio subyacente: por qué vemos, qué vemos, cómo lo vemos, desentrañado sobre todo por el musulmán Alhacén, en el siglo XI, padre del primer modelo intromisivo (la información óptica viene ahora hacia el ojo desde los objetos) realmente operativo, y operativo por compatible con ese edificio de la Óptica matemática, la Perspectiva Naturalis del Occidente cristiano, la que Alberti invocó para postular su coercitiva construzione legittima: el modo correcto (y óptimo) de engañar al espectador con una pintura.

       Porque la pregunta sobre la realidad no es intrascendente, especialmente cuando una de las prerrogativas del poder es determinar lo que es real y lo que no, lo que es lícito o no creer, lo que es lícito o no ver. Y de ahí la importancia estratégica de la Óptica, saber de lo visible, saber de lo falaz, y de ahí también el potencial desestabiliza-dor y subversivo de sus desviaciones, de sus perspectivas deprava-das.

 

3.

       Pues si hay perspectivas depravadas (Baltrusaitis dixit) debe haber una correcta, cierta, ortodoxa. Y el fundamento de la misma se nombrará científico. Roger Bacon, Witelo, elevaron a la Perspectiva (en esa época este vocablo latino se tomará como equivalente del griego Óptica y presidirá los títulos de las traducciones de Alhacén y otros autores) al máximo rango entre las ramas del saber: si hablamos de la visión (también la visión de Dios), si hablamos de la luz (también la luz metafísica, divina, trascendente, también el rayo de tiniebla) hay que hacerlo con respeto, con conocimiento. ¿Y qué decir de las representaciones, de las imágenes en su interminable querella? Alejada la tentación iconoclasta, que vuelve siempre, establecido un escrúpulo realista (donde realista significa artificioso, engañoso: una transposición eficiente a un plano bidimensional de la escena tridimensional que nos muestra nuestra visión esteroscópica: tan buena que nos parece la verdad), se recurrirá a la Perspectiva naturalis para crear a su hermana, la artificialis, y dotarla de la legitimidad que el adjetivo elegido por Alberti establece con rotundidad. En el mito fundacional de la Perspectiva lineal renacentista hierve todo el pasado de la Óptica matemática, bullen espejos, ventanas y pantallas, se diría que se concluye con éxito una operación de milenios, que se pone fin a tanto balbuceo de artífices poco diestros.

 

       ¿No pinta acaso sin esfuerzo la Naturaleza? ¿No basta con una habitación (una cámara) cerrada para que un simple agujero en la pared abra la perspectiva, introduzca el exterior en el interior? Ni eso aún: un agujero en una plancha nos mostrará en el suelo la imagen del sol mordido por la obscuridad de la luna en los eclipses (y lo hará independientemente de la forma del contorno del agujero, cosa que bien que sorprendía, digamos, a Blas de Parma en el XIV), y así quedará a salvo nuestra vista de la enfermedad profesional de tanto investigador o artista: la ceguera producida por mirar directa e imprudentemente al sol. No, ni eso tan siquiera haría falta: los huecos entre las hojas de los árboles funcionan como cámaras obscuras múltiples y nos ofrecen un espectáculo incomparable: trozos de sol esparcidos, la repetición de un fenómeno sobrecogedor, por más que conocido.

 

       Pero volvamos a nuestra habitación a obscuras, antes de construir sus versiones portátiles, antes de aprender cómo hacerla lúcida. Este modesto agujero, el más básico dispositivo formador de imagen presenta aún algunas imperfecciones residuales. La luminosidad de la imagen, por ejemplo, es precaria: el agujero debe ser mínimo para una buena fidelidad en la representación, cuyo máximo se alcanzaría en el inconcebible e invisible caso en el que sólo un rayo atravesase el agujero. Necesitaremos una lente, Della Porta será uno de los primeros en ponerla. Y, además, la imagen se nos presenta tercamente invertida. Pero ahí está la nueva, la enésima versión del teatro de sombras, de la caverna, ahora ejecutada por los pinceles de luz (pinceles llamamos, en verdad, a los haces de rayos muy estrechos en Óptica). ¿Por qué no? Al fin y al cabo el ojo funciona así, o eso nos dirá Kepler, y sobre el lienzo de la retina se representará fielmente el móvil espectáculo de la realidad exterior, dispuesto a ser contemplado por… ¿quién?

       Sabemos quién contempla las pinturas exteriores, materiales, del Renacimiento: la multitud que se agolpa en el Louvre frente a una fatigadísima Gioconda de Leonardo (el de la perspectiva aérea, el difuminado, la pérdida de resolución) para a codazos abrirse el mínimo hueco que le permitirá ¡sacarle una fotografía! Representación de la representación en un elevar a la enésima potencia la desconfianza de la mirada, la angustia por la temporalidad de la contemplación, la necesidad de un testimonio. Y ahí, al lado, en las salas contiguas, más ignorados, pero orgullosos, se exhiben los embaldosados, las líneas de fuga dirigiendo nuestro ojo cíclope, nuestro ojo descarnado hacia el infinito portátil de ese particular juego. Sobre la superficie del cuadro, los puntos de intersección de los rayos de la pirámide visual (ese dinosaurio óptico), los que alcanzarían, si pudieran, las verdaderas esquinas del Battisterio.

       Pero a tamaña limpieza de operación, a tan soberbia normativa, le sucede, bien que inesperadamente, su hermana siamesa, su lado obscuro. Establecida la posibilidad de una matematización, de una automatización de la representación, ¿cómo no cambiar las reglas del juego, cómo no explorar con la herejía y sorprender así a la ociosa concurrencia de nuestros espectadores? La anamorfosis emplea la deformación consciente, regladamente. Dispondremos de una herramienta que deshaga el hechizo: un espejo cilíndrico o cónico, acaso. Nos desplazaremos al margen del marco para contemplar divertidos, aterrorizados, una calavera (siempre la muerte) en Los embajadores de Holbein (remisos quizá a abandonar su sumisión o temerosos de perder el encuadre de sus cámaras digitales, pocos turistas se animan a lanzar su pirámide visual rasante al plano del lienzo). Hemos entrado de lleno en el Barroco, en su exuberancia visual, su folie du voir, y su melancolía, su desengaño, su desconfianza de los sentidos. Tiempo de trompe-l’oeil (traducido de forma afortunada al castellano por uno de los vocablos más eufónicos del diccionario: trampantojo), de teatralidad, de pinturas reversibles o dobles, de cifras visuales, de emblemática y travesuras arcimboldianas. La bomba de relojería de la costruzione legittima salta por los aires, las puertas de la cámara obscura se abren de repente y penetran por ellas… los monstruos. Siempre los monstruos.

 

4.

       Consideremos, si no, al padre Kircher, polímata, constructor de relojes, mistificador legendario, “el último hombre que lo supo todo”. En la Roma del XVII el guardián del Museo que recibirá su nombre, epí-tome de toda Wunderkammern, display heterogéneo de mirabilia, de cosas que merecen ser miradas, en esa Roma barroca del artificio y el disimulo, de la explosión icónica de la Contrarreforma, de la expansión imparable de su orden, la Societas Iesus, Athanasius Kircher, alemán, contemporáneo de Huygens y Newton, fantasioso descifrador de los jeroglíficos, visitante de volcanes, inventor de lenguajes universales y otras musurgias, nos habla de la Magia Parastática, en el libro X de su justamente famosa Ars Magna Lucis et Umbrae y nos la define como capaz de prodigiosae operationes por medio de los rayos y sus reflexiones y refracciones. La Parastática comparte territorio con otras magias naturales, magias lícitas y sancionadas por la autoridad eclesiástica (algo reticente siempre, no obstante, ante la exuberancia del padre Atanasio): la Horográfica y la Catóptrica, representantes todas de la Magia Óptica, subconjuntos de la Magia Natural de Della Porta, el que nos enseñó cómo tratar a las lentes, cómo poner una lente en el agujero de la cámara obscura.

       ¿Qué nos muestra la magia parastática de Kircher? La muerte, por supuesto. En el problema II del libro X, aún dentro de la Magia Horographica Kircher nos enseña a construir un reloj en el que la mano huesuda de un esqueleto va señalando las horas. Ya se sabe: Ultima necat. Y luego, claro, los fantasmas se liberan y aparecen por doquier en los lienzos blancos de las paredes de habitaciones obscuras. La linterna mágica, que tiñe de melancolía las evocaciones de Proust en el comienzo de su Recherche, inventada o no por el jesuita, pero descrita con morosidad, con toda su excelencia técnica, con su espejo para incrementar la eficiencia luminosa de fuentes que son aún sólo velas. ¿Qué nos muestra, pues, Kircher con su linterna mágica? Monstruos, diablos, apariciones: los charlatanes, aprovechando esa tecnología, valiéndose de las cámaras obscuras aterrorizaban a las masas, engañándolas ilícitamente, ocultándoles los fundamentos científicos de su arte, de su art trompeur. Kircher pretende ilustrar, pretende hacer ver cómo esa magia se debe sólo a efectos naturales, cómo no hay en ella nigromancia, cómo esa Óptica diabólica debe combatirse con una Óptica que es también la de la Sombra, pero en la medida en que es la de la Luz (Kircher nunca se olvida de citarlas juntas).

       Pero todo el escrúpulo supuestamente racionalista de Kircher no le salvó de que su afición a lo espectacular y artificioso, compartida por toda la Compañía (y, visto desde la distancia, por todo el catolicismo) fuera ampliamente desacreditada en la Europa protestante en esa época de turbulencias, un protestantismo de tentaciones iconoclastas que forjaría una sociedad íntimamente desconfiada con toda folie du voir, asociada inevitablemente al charlatanerismo, sean sus propagadores los buhoneros que trasladan sus mondi nuovi y sus teatros ópticos y sus aparatos para contemplar vues d’optique o sean los respetables prelados en la respetable liturgia de ritos ampulosos celebrados en recargadas iglesias en cuya cúpula siempre se podía encontrar el virtuosismo engañoso del trompe l’oeil.

       Ah, mas los fantasmas no se resignarán a tal marginalidad. Antes al contrario, los espectáculos ópticos irán ganando predicamento hasta alcanzar su punto culminante con Étienne-Gaspard Robertson (originalmente Robert), un belga que en los días de la Revolución propone al Directorio nada menos que destruir la flota británica con un espejo como el de Arquímedes (venerable trampantojo, recurrente ilusión). En esos días turbulentos Robertson elevará a la categoría de Gesamtkunstwerk la exhibición de fantasmas, esas entidades puramente ópticas, con la creación de su Fantasmagoría, ambicioso y preciso espectáculo multimedia. En una ceremonia de literal enterramiento del público, en los Capucines, con acompañamiento de músicas misteriosas, obscuridad absoluta y desorientación espacial, el aterrado y asombrado auditorio podía contemplar una orgía de apariciones fantasmales, algunas de ellas, como la muy renombrada de Marat, especialmente relevantes desde el punto de vista político.

       El atrevimiento de Robertson era máximo, pero lo era también la excelencia técnica de los medios empleados: mejoras en el sistema de iluminación de las linternas mágicas, ocultamiento de las mismas con la sabia utilización de espejos en ángulo, proyección sobre humo o sobre superficies móviles: la movilidad de pantalla o linterna producía el aumento de la imagen y la sensación de que se acercaba al público para inmediatamente desvanecerse.

       La Fantasmagoría, un simple nombre comercial, acabaría convirtiéndose en una categoría del pensamiento, en un componente de nuestro vocabulario más básico. La palingenesia óptica llevada al paroxismo, la danza de fantasmas (esos seres ópticos) más escalofriante que pensarse pueda, la evocación de los difuntos en una cripta. Siempre la muerte, y siempre el juego de la muerte, el espectáculo óptico de las sombras recobradas.

5.

       Porque, no nos engañemos, siempre hubo el deseo de permanencia, de trascender al escalofrío del instante. Las láminas pintadas que el operador introducía en el otro lado de la linterna podían recordarnos la forma del ser amado perdido, pero el engaño, para ser eficiente, debe ser real, o la realidad, para ser creíble, debe ser engañosa. Ante la sucesión ágil de las imágenes en la cámara obscura o de las imágenes de la vida real cabe siempre la tentación de congelar el instante, de hacerlo imperecedero, de construir una efigie que no se desvanezca con la muerte.

       Una de las intenciones declaradas de la fotografía es proporcionar esa inmortalidad óptica. Y pretensiones semejantes se establecerán para el fonógrafo o el cinematógrafo, que proporcionarían la posibilidad de aquelarres inocentes en forma de conciertos de instrumentistas muertos, óperas interpretadas por cantantes difuntas, sonrisas de antepasados almacenadas en soportes más duraderos que ellos. ¿Qué decir de ello, si vivimos en una continua celebración funeral, si a la muerte de todo personaje célebre sucede un bombardeo de sus avatares, de la larga colección de rostros que se han almacenado en cajas progresivamente más intangibles?

       La fotografía no nace necesariamente ni como resultado de una búsqueda teleológicamente concebida de la perfección en la representación, ni es la confirmación por vía de excelencia del truco de la perspectiva lineal, de igual modo que el cinematógrafo no es el final de no se sabe qué proceso de almacenamiento de la vida que involucra aparatos de muy diversa condición. Pero, necesaria o no, la fotografía ocurrió, ocurrió como resultado de la convergencia de un sistema óptico de proyección y un medio químico de registro, que, ayudado del consiguiente sistema óptico inverso permitía la reproducción mecánica de la imagen y, además de vencer a la muerte, además de congelar ese instante de puro acontecer del que nos hablaba Barthes, complicó seriamente la vida a quienes admiraban como únicas las obras que ahora tan fácilmente se multiplicaban. Claro, que qué hubiera dicho Benjamin ante la orgía fotografiadora de los adeptos a una Gioconda dotada de un cristal a prueba de balas (para que no se le escape el aura, acaso).

       Con la fotografía, de nuevo, las optimistas declaraciones de realidad (realidad de lo estático, lo bidimensional, lo monocromo… realidad del engaño de la representación) y, de nuevo, la gozosa o terrorífica manipulación del medio considerado como el paradigma de la fiabilidad. En los finales del siglo XIX cunden las fotografías realizadas en sesiones de espiritismo, aparecen fantasmas rodeando las cabezas de los asistentes, borbotones de ectoplasma brotando de la boca de la médium. El trucaje fotográfico nos proporciona otro escape a los aledaños de la luminosidad científica, nos recuerda otra vez cuán poco inmunes a los discursos ideológicos son nuestros instrumentos. La manipulación fotográfica elevada a la categoría de arte en el estalinismo, con la paulatina desmaterialización de los caídos en desgracia es sólo el preámbulo de la desconfianza radical en el testimonio fotográfico que ha propiciado el abuso del Photoshop en nuestros días, asuntos éstos que nos recuerdan (pero no hacemos caso) cuán cautelosos hemos de ser con las cosas que nos presentan at face value.

       Pero el registro es la seña de identidad del siglo XIX, y de la Ciencia que en él se practica. La visualización de los procesos biológicos es uno de los objetivos, y uno de los mejor cumplidos. Kimógrafos o sphigmógrafos son los venerables antepasados de todo el aparataje que exhibe sus luminosos displays junto a la cama del enfermo, cuya muerte se ha convertido hace tiempo en el paso de una onda más o menos senoidal a una fúnebre horizontal en un monitor.

       Movimientos que son la vida, movimientos de una aguja sobre un papel encerado. Queda pendiente el último reto de la representación, se diría, la última vuelta de tuerca en la ciencia del engaño: cómo hacer que las cosas que se mueven parezcan moverse.

6.

       Y no, no es del cinematógrafo (o no es sólo del cinematógrafo, y de él poco podremos decir, en realidad) de lo que hablamos. La magia del movimiento nos asalta, aún hoy, en esos entrañables vestigios de una época en la que la mística del giro escribió una nueva página, la eimarmené de un Cosmos definitivamente arrojado a un abismo geométrico se encarnó en modestos juguetes de nombres difícilmente pronunciables que los ingleses denominaron philosophical. El fenaquistiscopio (etimológicamente, el que nos engaña), que Plateau inventó y Baudelaire glosó en su Morale du joujou, el zoótropo, con la elegancia de su tambor, y el praxinoscopio que añade el esplendor de los espejos. En todos ellos, la sucesión de vistas estáticas que se funden, cuando son observadas a través de las rendijas que rotan (como aquella pantera del Jardin des Plantes miraba a Rilke a través de sus rejas).

       La famosa persistencia retiniana de la imagen, abandonada por una más compleja formulación en términos de umbrales, tiempos de respuesta y frecuencias de parpadeo, permiten hacer de lo discreto lo aparentemente continuo, cosa que, por otro lado, ocurre con la propia visión de las cosas reales. La impostura se traduce en interminables bucles naïve en los que un individuo con un traje a rayas se pasa su cabeza de una mano a otra, o en la que el proverbial caballo salta la proverbial valla, en un circuito modestamente infinito, que dura lo que dura el impulso le confiere la mano del niño (uno es un niño, aun siendo un adulto si juega con un zoótropo).

       Siglo XIX de abundantes artilugios ópticos, que nos enfrentan por primera vez en serio con las características del sistema visual, que nos obligan a pensar en quién mira el cuadro colgado en la pared de la retina. Instrumentos de elevada perfección técnica, que nos suscitan discursos algo alambicados: el estereoscopio y la carta de naturaleza que por fin se le otorga al hecho evidente de que no somos cíclopes, como querría Alberti, o el divino caleidoscopio de Brewster, que nos otorga los dos placeres incomparables del color y de la simetría.

       Siglo XIX de los Panoramas, de esas vastas instalaciones en las que uno emergía de repente en medio de un mundo que se extendía los 360º de la circunferencia, esos panoramas (esa palabra, como fan-tasmagoría, es también una marca comercial antes que un concepto) que podemos considerar el trampantojo definitivo. Ciudades, paisajes de la historia, batallas, en una dinámica propiamente inmersiva, en la que un universo se substituía por otro.

       Siglo XIX del Diorama de Daguerre (que luego nos daría la fotografía), del Diorama en el que la iluminación frontal o trasera permitía cambiar la escena contemplada en el panel, en el que se incorporaron mecanismos para que el público girase, para que todo su cuerpo y no sólo su mirada lo hiciera. Espectáculos de masas, signo de una época, como los Passages de París, como los museos de cera, como todos esos espacios de sueño en los que el flâneur se detenía un rato.

       Siglo de Marey y Muybridge, de fusiles fotográficos, caballos a galope con las cuatro patas en el aire, fantasmales cronofotografías de siluetas luminosas que amontonan sus movimientos en la misma placa.

       Y al final (pero not most), el cinematógrafo de los Lumiére (y de Melies), y sus parientes, los peepshows, los Nickelodeon, el kinetoscopio de Edison. Ya sabemos: la sala se apaga y aparece el cráneo inmenso de una bestia que se afana, casi diríamos que con delicada entrega amorosa, a succionar la sangre de la bella dormida, hasta que llega la luz y el monstruo se desvanece. El tragaluz del infinito, y también la pantalla demoniaca: pero no podemos ahora ponernos a hablar del cine, más allá de señalarlo como el cumplimiento de la promesa de que el engaño se acabaría tomando como real, de que aprenderíamos a leer un nuevo lenguaje de planos y contraplanos, y cortes y fundidos, y que montados en esa diligencia nos adentraríamos en el mundo de la imagen total, en el mundo de la televisión, el vídeo, la red, Matrix y el ciberpunk.

       Quién sabe, hasta alcanzar un día la invención de Morel y su melancólica recurrencia. Claro que a día de hoy bien podía la pesadillesca parafernalia, la voluminosa maquinaria que Bioy nos describe, ser substituida ventajosamente por un casco, un mono, unos guantes, para así formular por fin el glorioso oxímoron de la realidad virtual y proclamar definitivamente la omnipotencia de la Óptica, en sus alquímicas bodas con la Electrónica. Pero eso es, claro otra historia.

7.

       O tal vez no, porque quizás la clave de todo siempre consistió en alcanzar la mirada global, en dotarnos de prótesis que de algún modo nos permitieran combatir la impotencia de meramente ser en nues-tras propias coordenadas. Quizás la fantasía básica nunca fue la reproducción del movimiento, la ejecución de paisajes imposibles, ni siquiera la resurrección de los muertos, sino simplemente verlo todo, poder verlo todo, lo vivo y lo muerto, lo existente y lo inexistente, lo verdadero y lo falso.

       El prefijo Pan- nos traiciona. El panorama al que aspiramos es notablemente más complejo que el que resulta de la destreza de titánicos paisajistas. Es un vantage point final, semejante acaso, sí, a este que ocupo yo en estos momentos, igual pero distinto de ése que ocupan ustedes, frente a un monitor que nos trae el Universo. La mirada de la omnividencia, la mirada siempre descarnada, distante, en una cámara obscura sin paredes posibles ya.

       Pero esa mirada nos mira también, la imagen nos devuelve la mirada. El prefijo Pan-, sin duda, nos traiciona: el panóptico y su gestión de la visualidad acechan en esta frondosa selva en la que la folie du voir parecería haber sentado definitivamente sus reales. Un Big Brother que somos también nosotros, que se llama Winston Smith, y tiene los múltiples rostros de la omnipresencia. Porque no es nuevo ese sueño, y rastrearlo nos conduce a uno de los más apasionantes capítulos de esa Óptica cultural que aquí esbozamos. Nos lleva a Nicolás de Cusa, que nos enseñó el infinito (que también nos introdujo a las modestísimas gafas en el discurso filosófico en De beryllo, o sea, Sobre las gafas): en su De icona Dei Cusa nos habla de una mirada omnicomprehensiva, antes de Bentham, mucho antes de Foucault.

       Pero antes aún, mucho antes del Cusano, mucho antes de todo lo imaginable, una mirada global nos contempla silenciosa, casi tímidamente desde hace más de cuatro mil años. En una sala del Louvre considerablemente más tranquila que la de la Mona Lisa reposa, sempiternamente sentado, L’escribe accroupi. Pequeño, polícromo, bello sin discusión. Mirémosle a los ojos (miremos, si no, a otras, muy pocas estatuas del Museo de El Cairo: no hay más, estamos hablando de algo muy raro): sí, como el icono de Dios, su mirada nos sigue cuando giramos en torno a él, su mirada azul se engancha con la nuestra y no la suelta. El efecto es real y comprobable: ayudan poco las planchas de vidrio protectoras, ayuda, en el Museo de El Cairo, poquísimo la iluminación. Pero es real, un efecto óptico. Un efecto perseguido por unos ancestrales fabricantes de ojos (me viene a la cabeza, claro, el aterido Chew, y Batty diciéndole «me gustaría que vieras lo que yo he visto con ellos»).

       Verán: es muy difícil datar la invención de las lentes. Nos han llegado unos miles de objetos de vidrio u otros materiales, con las caras talladas y una de ellas al menos con curvatura. Esas cosas cualifican para ser una lente, pero sólo colocada en el contexto en el que se produce una formación de imágenes podemos designar esos objetos como lentes y no como simples ornamentos. Pues bien, en un momento histórico muy definido, en torno al 2500 a.n.e., en un periodo que no dura mucho más de cien años, en el Imperio Antiguo de Egipto, esa tecnología aparece, súbitamente, ya perfecta en sus logros, y luego desaparece para siempre. Ojos construidos ex profeso para producir ese efecto de seguimiento de la mirada, en la que la córnea convexa que rodean párpados y escleras de gran realismo encierra una pupila cóncava que se sitúa en su centro, de modo que cuando uno gira en torno al ojo, la proyección de la pupila permanece aproximadamente constante en posición y tamaño, y así, el ojo nos sigue mirando. Una lente, con todo derecho, empleada para hacer cosas de lente: formar imágenes, mostrar apariencias, ejecutar trucos. El engaño empieza muy pronto, desde siempre. Y sigue funcionando, como el primer día: la mirada del escriba nos persigue, quizá ya no unheimlich, porque la entendemos, sino con un guiño, como un juego, como diciéndonos: “de esto se trataba, ¿recuerdas?”.

       Y, en fin, de todo esto es de lo que nos habla también Borges, el ciego Borges, en ese prodigio de la narrativa que es El Aleph, uno de los análisis más atrevidos de la visualidad y sus modalidades. Ya Benjamin se refiere avant-la-lettre de pasada en uno de los miles de anotaciones de su Livre des Passages a la verdadera clave del Aleph, a la verdadera estructura del hic-stans: no se trata de verlo todo, sino de verlo todo de todas las formas posibles. A la espera del Aleph, a la espera de esa visión total quedamos, acaso no por mucho tiempo.

8.

       Vasta es, pues, la historia de la Óptica, incluso la de este arrabal de la Óptica espectacular, de la Óptica mágica, y numerosos son sus meandros, que irrumpen en los territorios más insospechados: no ya el arte, que es parte de la visualidad, sino la literatura, la filosofía, la religión, cualquier barrio de la Ciencia y de la Técnica, cualquier capítulo de la historia.

       Vasta, interminable, como el paisaje moroso, inabarcable, que nos ofrece el Aleph. ¿Qué miraremos, tendidos en la obscuridad del sótano de Daneri, dónde irán nuestros ojos, dónde decidirán perderse en ese interminable maremágnum en el que no sólo están todas las cosas, sino todas las cosas vistas desde todos los ángulos?

       No nos hagamos ilusiones: nos será indicado dónde debemos mirar, nos serán impuestas las correspondientes normativas. No se olvide: la gestión de la visualidad corresponde al poder, es una de sus más importantes prerrogativas. Incluso aunque nos sea dada la aparente libertad de girar el caleidoscopio habrá otros miles de caleidoscopios que se nos declararán prohibidos. Hasta nueva orden.

       La gestión moderna de la visualidad por el poder, el uso del artificio óptico, del trompe-l’oeil con el fin declarado de controlar la masa y ofrecerle el espectáculo incomparable de ese mismo poder siendo ejercido, un teatro en el que el público es al mismo tiempo el actor, alcanza una de sus máximas expresiones durante el nazismo. La compleja escenografía de los Parteitage de Nuremberg es una de las más acabadas manifestaciones de la capacidad de la Óptica para gobernar una liturgia. De nuevo la tecnología: Albert Speer y sus reflectores (desarrollos técnicos de la última generación de entonces) apuntando al infinito cielo en la Lichtdom.

       Speer quería creer que se le recordaría sólo por eso, y así lo declara en sus diarios de Spandau, y lo hace nostálgicamente porque piensa en sus obras arquitectónicas destruidas y minusvaloradas, pero no, afortunadamente, seguiremos recordándole como al resto de sus compañeros en el poder: como el asesino de masas que incontrovertiblemente fue, y más nos vale que esa memoria nunca desaparezca, y que el deslumbramiento de esas catedrales de luz no oculte esa certeza.

       Speer, que colocó cámaras en altos mástiles, para poder filmar el mosaico de cuerpos (la gestión del cuerpo, la exhibición panóptica), tal como aparece en Der Triumph des Willes, de la Riefenstahl. Speer, que recordó que los monumentos duran mucho más tiempo como ruinas que erectos y trató de darle valor de ruina a esa celebración de la megalomanía de sus construcciones. Speer, junto al cual Hitler pasó algunos de sus momentos más felices, contemplando esa maqueta deshabitada de la monstruosa Germania, mirando desde arriba, desde la posición de los dioses, las inconcebibles dimensiones de una cúpula que dejaría pequeñas a todas las demás, a todas las otras manifestaciones de todos los poderes anteriores.

       ¿Pertenece entonces también Speer a la historia de la Óptica? Para bien o para mal, seguramente: el engaño no suele ser inocente y los monumentos no suelen ejecutarse para celebrar la fraternidad de los hombres sino su explotación por el gobierno de los autodenominados mejores. La tecnología produce exactamente lo que le pidamos. Y lo que solemos pedirle es por supuesto, una vez más, inevitablemente, muerte.

       ¿Es esto pues un caveat ante el engaño, ante la ilusión? Lo es, sin duda. ¿No hablábamos entonces de una Óptica lúdica, espectacular, del gozo de ser engañado, del escalofrío placentero del terror? Sí, hablamos de ello, pero no podemos cegar la luz de esta linterna mágica sin mostrar la aparición más horrible. Para poder así emular a Robertson, que comunicaba al término de su espectáculo a la concurrencia su particular memento mori: “Recuerden la Fantasmagoría”.

9.

       ¿Cuál es entonces el rostro de la Gorgona que nos acecha en el show inagotable del Aleph? De entre todas las imágenes de miseria que pululan por cada rincón de nuestras retinas agotadas elijo una, casi anecdótica, pero literalmente horrible en esa misma banalidad, emblema casi insuperable de la crueldad humana: el reloj de Treblinka.

       En Treblinka los nazis instalaron uno de sus campos de exterminio: como resultado de la siniestra maquinaria de aquella operación, los muertos allí se contaron por cientos de millares. En un periodo de inusual inactividad, en el que escasearon los transportes, el comandante del campo, Franz Stangl, ordenó a los prisioneros que construyeran en torno a la plataforma a la que llegaban los trenes, el más desolador de los trampantojos que imaginarse pueda: una perfecta imitación de una estación de paso (para ese anus mundi que era la auténtica estación término para una muchedumbre de seres humanos). No se escatimaron esfuerzos: letreros que identificaban los diversos barracones, indicaciones de itinerarios ferroviarios imposibles (a Byalistok, a Wolwonoce, a Varsovia), ventanillas de venta de billetes, tableros con horarios… con el propósito, aparentemente, de “tranquilizar” a los recién llegados. Tal cosa es absurda, dado que la efímera contemplación de ese montaje se acompañaba con todo tipo de actos de violencia física, gritos, golpes, carreras. Pero asomarnos al enigma que plantea la falsa estación de Treblinka, al pozo que abre la mera posibilidad de su existencia, enfrentarnos al malestar óptico de su evocación es algo demasiado complejo como para poder siquiera intentarlo.

       Dominando el trampantojo, por supuesto, el reloj, dado que toda estación posee uno. Aparentemente, un reloj pintado, falso también, con manecillas quietas. Un reloj que marcaba tozudamente la misma hora: la de la muerte. Richard Glazer, uno de los más fiables testigos de aquel horror, nos dice que tal hora eran las seis en punto, aunque pueden encontrarse otros testimonios que lo contradicen, proponiendo, por ejemplo, las tres (siempre horas redondas, triviales): parecería que hay un malestar óptico aún superior al de imaginarse el reloj de Treblinka y es imaginarse la hora que figura en él, pero ¿qué hora sería ésa del engaño de un tiempo detenido en una fotografía interminablemente dolorosa? Las tres, la hora que pintaría un niño inevitablemente en su dibujo de un campanario, es tan buena como otra cualquiera.

       ¿Podremos apartar ya la vista de esa Gorgona o su visión nos petrificará definitivamente? ¿Recordaremos la enseñanza de Nietzsche: cuando se mira largamente al abismo, el abismo comienza a mirarnos a nosotros? ¿O seremos nosotros el abismo y será nuestra mirada la tóxica, y habremos de buscar a toda prisa un espejo para matar al basilisco que nos constituye?

10.

       Caeiro desconfía de la vista, que nos acerca los astros. Pero no, la vista no nos los acerca, simplemente nos los muestra, los sabemos lejanos. El problema comienza cuando los creemos accesibles, por visibles, cuando ansiamos romper esa distancia, cuando la ignoramos, la abolimos, cuando incorporamos a la esfera de lo próximo, lo inmediato, a lo que en realidad reside en el infinito. El engaño no está en la vista, sino en el anhelo: no es la mirada, sino el deseo, la necesidad del tacto, del abrazo, de los dedos sobre los objetos.

       Podemos ver cosas inconcebiblemente lejanas, pero no las muy cercanas: nuestro mecanismo de convergencia, la posibilidad de enfoque que permite la acomodación, tienen sus limitaciones. Lo próximo es el reino del tacto, y al tacto lo tenemos por cierto, y tocamos lo que vemos para saber que existe.

       Esa separación mínima, ese distanciamiento obligatorio, ese aleja-miento del cuerpo de lo que ha de ser visto, son claves para el engaño. Acaso, para alejarnos de su influjo, para salvarnos en esta tiranía de las imágenes, en la barahúnda de su omnipresencia, sea preciso cerrar los ojos, introducir los dedos en las llagas, recuperar la caricia, dimitir de espectadores.

       Cerrar los ojos como se cierran en el beso: demasiado cerca el rostro amado como para enfocarlo.

       Ni falta que hace.

 

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