‘El arte de volar’ es todo un hito en la historia del cómic español. Su protagonista, al igual que Telémaco, conmueve al lector en la búsqueda de su padre. Derrota y esperanza, sin épica, con integridad.
Creo que la relación del hijo con la figura del padre ha seguido dos modelos clásicos en la narrativa occidental: el creado por Sófocles, con todas las variantes que a partir del siglo XX popularizó el sicoanálisis, es decir, el padre odioso al que voluntaria o involuntariamente Edipo desea aniquilar; y el modelo Telémaco: la búsqueda del padre, el esfuerzo del hijo por comprender al padre.
Sin duda la literatura moderna ha sido mucho más edípica que homérica, sobre todo porque la primera encontró su paradigma perfecto gracias a un comerciante judío de Praga. De origen humilde, había conseguido medrar hacia una aceptable mimesis de la burguesía; cuando el negocio comenzó a flaquear, solicitó ayuda de su hijo, un empleado de una agencia de seguros que tenía todas las tardes libres y, al fin y al cabo, las desperdiciaba en una labor sin beneficios, escribir. El hijo se enfureció y en la petición del padre leyó el egoísmo, la incomprensión y falta de respeto que, según él, afloraban siempre que el padre se le dirigía.
Las consecuencias de su ira fueron un relato, que en España suele conocerse con el título de La metamorfosis, y una larga, dolorosa carta al padre, un verdadero memorial de agravios que no envió o entregó al destinatario sino a la madre que, con buen sentido, prefirió ponerla a buen recaudo, donde el padre nunca pudiera leerla. De forma que Kafka senior no conoció el texto que con los años lo convertiría en el ejemplo más famoso de padre castrador, espejo en el que docenas de escritores posteriores verían reflejados a sus propios padres a los que a su vez escribirían su carta personal en forma de relato, poema o memorias (sólo en el mundo anglosajón hay novelas enteras que camuflan una carta al padre mientras que tengo la impresión de que los españoles han preferido escribírsela envuelta en endecasílabos).
Confieso que experimenté cierto alivio cuando en un ensayo de Monterroso leí que en lo que concierne al conflicto entre Kafka y su padre, él pensaba que tenía razón el padre. Más que de tener razón, la postura de Telémaco es la del hijo que trata de entender razones. Me parece que hay dos obras norteamericanas que adoptan de forma extraordinaria este modelo, más arduo que el del rencor: La invención de la soledad que entregó Paul Auster antes de embarcarse en fabulaciones bobaliconas, y un tebeo, Maus, que además de ser el gran cómic sobre el holocausto, indaga de manera nada complaciente en la biografía del padre al tiempo que intenta trazar un territorio de reencuentro entre padre e hijo.
Nuestra lengua ha sido poco propicia a los Telémacos. Pasó casi desapercibida en 2005 la obra del novelista colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, emocionada evocación del padre asesinado por los paramilitares de su país. Y ahora también un tebeo excepcional ofrece una mirada compasiva y comprensiva hacia un padre perdedor, una generación oscura de perdedores. Me refiero al que considero ya un hito en la historia del cómic español, El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim. Una obra insólita en nuestro panorama a la que sólo le encuentro parentesco lejano con Arrugas de Roca y con la tetralogía de Carlos Jiménez 36-39 Malos tiempos.
Altarriba, el autor del guión, es hombre de múltiples facetas creativas. Catedrático de literatura francesa en la Universidad de Vitoria, ha publicado un exhaustivo ensayo académico sobre Les liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos; La paradoja del libertino (2009), con la profesora Lydia Vázquez; varias novelas, una de las cuales, Cuerpos entretejidos (1996), fue finalista del premio La sonrisa vertical; y, con Pilar Albajar, varias series de fotografías y collages fotográficos de los que destacaré, por su humor onírico tan próximo al surrealismo, Vida salvaje (2008).
Paralelamente ha desarrollado una actividad profesional en el mundo del cómic de más que notable variedad: comisario de exposiciones, director de la excelente y sesuda revista teórica Neuróptica (1983-1988), guionista de relatos eróticos para la dibujante Laura, perpetrador de un pastiche maldito, Tintin y el loto rosa (2007), y firmante del mejor estudio de conjunto sobre la historieta española desde la guerra civil hasta nuestros días, La España del tebeo (2001), un insuperable trabajo de síntesis, claridad expositiva, agudeza analítica, humor y buena prosa.
Toda esta rica experiencia previa hacía previsible una incursión más a fondo en la creación de cómics pero, ni siquiera en un rastreo a posteriori, establecía las premisas más evidentes de lo que plantea El arte de volar. Y qué decir del dibujante Kim, cuya carrera durante más de 30 años está asociada para todo el mundo con la revista El Jueves y su personaje insignia “Martínez el facha”, esperpéntico, divertidísimo y demoledor retrato de la derecha española y no sólo de sus resabios franquistas. Los escasos intentos de Kim por diversificarse –la familia Guarrindinguis, por ejemplo, en Makoki– han continuado idéntica línea satírica, por lo que el magnífico estilo realista, meticuloso y socarrón de Kim en El arte de volar es tan sorprendente, en principio, como la intuitiva decisión de Altarriba de ofrecerle un guión para el que no parecía el ilustrador más adecuado.
“Mi padre se suicidó el 4 de mayo de 2001”. Estas son las primeras palabras de El arte de volar. Telémaco, a veces, sale a buscar a un padre muerto y la aventura no por eso resulta menos arriesgada y sin duda es más dolorosa. Tras el funeral, Altarriba encontró unos folios en los que el padre resumía sus fracasos. Inspirándose en esas páginas, el guionista se embarca en la reconstrucción de una historia con la que se identifica y de la que se siente prolongación. Su voz desaparece porque se funde con la del padre. El punto de vista es autobiográfico y no lo es: debemos aceptar que la perspectiva del padre ha sido tan íntegramente asumida por el narrador que no se distingue del personaje ni en sus percepciones más íntimas.
Por otro lado, la historia del padre de Altarriba es la historia de muchos padres que perdieron la guerra y dejaron a los hijos una herencia de dignidad rota y de miserias. El protagonista de El arte de volar nace en una familia de campesinos aragoneses y vive una juventud proletaria y anarquista en Zaragoza donde le sorprende la guerra civil, se pasa al bando republicano, combate durante tres años y es uno de los miles de refugiados en el Campo del francés, por usar el título de Max Aub; le quedarán fuerzas para sumarse a la Resistencia contra los nazis pero las post-guerra aporta decepción, pérdida de ideales y cierto embotamiento moral. El regreso a la España de Franco y un posterior matrimonio convencional cifran la medida de su honda derrota pero también le proporcionan un proyecto de esperanza: el hijo.
Todo lo anterior podía haber dado lugar al folletín o a la epopeya. Ni una cosa ni otra. Por una vez se nos habla de la generación que luchó por la República sin que la voz representativa sea la de un político, un intelectual, un artista, un militar o un héroe inocente, sino ciertamente la voz, ya no anónima, del pueblo en su lucha cotidiana. No hay épica en este cuento ni se incurre en la fácil tentación de la pathetic falacy, pero nos llega íntegra la verdad de un hombre que puede ser la de muchos hombres. De ahí la fuerza de algunos pequeños elementos –las apócrifas zapatillas de Durruti, las alianzas de acero—que adquieren poder simbólico por el mismo desarrollo argumental, sin los subrayados pretenciosos (ojo: aquí un símbolo) de narraciones más enfáticas.
El dibujo de Kim, que renunció sabiamente al color que había pensado utilizar en primera instancia, contribuye a esa sensación profunda de autenticidad. Tan alejado de la floritura como de los encuadres truculentos, se mantiene ajustado a la historia, con sencillez funcional, sin redundancias con el texto y prestando máxima atención -a veces sarcástica- a la expresividad de los personajes. Donde sus grises alcanzan el virtuosismo de la tristeza irremediable -sin perder el humor, a pesar de todo- es en la cuarta parte de la obra que transcurre en ese riojano hogar de jubilados.
El lector conoce desde las planchas-prólogo del cómic que su protagonista se arrojará desde la azotea de la residencia de ancianos que constituye la última estación de su viaje. Igual que en El libro del amor y la oscuridad Amos Oz nos anuncia el suicidio de su madre cien páginas antes de contárnoslo y sin embargo no podemos sustraernos a la conmoción de la tragedia cuando llegamos a ella, nos acercamos encogidos al conocido desenlace de El arte de volar y las viñetas finales nos conmueven como pocos cómics, pocas novelas, pocas películas nos han conmovido recientemente.
La emoción del lector define, en definitiva, el éxito de Telémaco. Emprendió su viaje de búsqueda del padre sabiéndolo muerto. Y nosotros hemos ido experimentando la palpitación de la vida durante el trayecto, hemos recobrado a ese Ulises perdido y fracasado. No había Ítaca posible, no esperaba fiel Penélope. Pero Telémaco encontró a su padre y nosotros se lo agradecemos.